De todos los artistas que ganaron prominencia en el siglo pasado, Georgia O’Keeffe, pionera del modernismo estadounidense, ha sido indudablemente una de las más destacadas. Sus logros han sido evidenciados en muestras retrospectivas, filmes y biografías, así como mediante libros ilustrados y un mercado que busca con avidez su obra diseminada alrededor del mundo.
Todo esto sin olvidar el culto feminista que sigue distorsionando la lectura de su obra, como ya ocurre con la producción de Frida Kahlo a quien O’Keeffe trató personalmente en Nueva York en 1933, primero, y luego en México.
Pese a haber sido objeto en años recientes de exposiciones enfocadas en las primeras dos décadas de su carrera (1915-1930) para sopesar su influencia sobre sus contemporáneos y generaciones posteriores de artistas, pocas veces puede apreciarse integralmente su proceso y legado con una exhibición comprehensiva de su obra, a menos que se viaje hasta el Museo O’Keeffe en Santa Fe, Nuevo México.
Sin embargo, esta deuda empezó a ser saldada con su primera exposición retrospectiva en el 2016 en el Tate de Londres, y luego con la exhibición «Visiones de Hawái» que visitamos en el 2018 en el Jardín Botánico de Nueva York, la cual exploraba la obra que desarrolló en las islas cuando viajo allí comisionada por una corporación frutera en 1939.
Fue la primera vez que este conjunto de obras de O’Keeffe, mayormente desconocidas, pudo ser apreciado desde su exhibición original en 1940 en la galería de su esposo, el fotógrafo Alfred Stieglitz, en Nueva York. La muestra consistente en diecisiete pinturas incluía además dos bosquejos al óleo que nunca habían sido expuestos antes.
Pero el más ambicioso proyecto curatorial a la fecha es el concretado por la comisaria Marta Ruiz del Árbol —conservadora del área de pintura moderna— en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid. La exhibición, concluida en agosto, superó prácticamente a todas las muestras precedentes, como la realizada en el 2002 por la Fundación March también en Madrid, e incluso la realizada por el Tate en Londres.
Con el apoyo de más de 35 museos y colecciones internacionales, mayormente estadounidenses, entre las que destaca el Museo O’Keeffe ya citado, que prestó 36 obras de su colección, la retrospectiva que continua este mes en el Centro Pompidou de París y cerrará su ciclo en la Fundación Beyeler de Basilea, Suiza, tiene la cualidad de mostrar la personalidad creativa de O’Keeffe, su proceso técnico y conceptual a lo largo de poco más de seis décadas de quehacer, sin caer en la trivialización de interpretaciones arbitrarias por parte de movimientos y modas que la han perseguido.
La retrospectiva organizada cronológica y temáticamente en seis secciones permite un recorrido integral de su carrera desde 1915 a 1977. Las obras recurrentemente oscilan entre la figuración y la abstracción donde los verdaderos protagonistas formalmente son el color y la forma, sostenidos por un diseño y técnica precisos.
Círculo rural-urbano
O’Keeffe que nació en una granja de trigo en Wisconsin en 1887 y murió en Santa Fe, Nuevo México en 1986, fue, en muchos sentidos, una artista única en su tipo.
Tras estudiar diseño decorativo en el Instituto de Arte de Chicago, trabajó en una agencia de publicidad (1908-1910) que influyó en la parsimonia y potencia gráfica de sus primeras producciones.
Mientras estaba con su familia en 1912, O’Keeffe asistió a un curso de verano para profesores de arte en la Universidad de Virginia, Charlottesville, impartido por Alon Bement del Teachers College de la Universidad de Columbia, Nueva York. Bement la familiarizó con el pensamiento entonces revolucionario de su colega, el artista y educador de arte Arthur Wesley Dow. Este último creía en la idea modernista de que el tema del trabajo de los artistas debían ser sus ideas y sentimientos personales y que estos podían visualizarse de manera más eficaz mediante la disposición armoniosa de línea, color y la técnica notan (el sistema japonés de ordenar luces y sombras).
Dow rechazó el realismo imitativo y, al abrazar la estética de una cultura asiática, lo más probable es que sus ideas hayan tocado un acorde familiar en el alma de O’Keeffe. De hecho, ella parece haber tenido una apreciación intuitiva de esta estética, tras familiarizarse con la misma mediante los manuales de arte que usaba cuando era estudiante en la escuela primaria y secundaria.
Al ofrecer una alternativa al realismo imitativo, este enfoque reavivó el deseo de la joven O’Keeffe de convertirse en una artista profesional. Posteriormente, trabajó con estas ideas cuando enseñaba arte en una escuela pública en Amarillo, Texas (1912–14) y cuando trabajaba como asistente de Bement durante el verano en la Universidad de Virginia (1913–16).
Modernista emergente
En el otoño de 1915, después de un año de estudiar con Dow en Nueva York, O’Keeffe aceptó un trabajo de profesora en el Columbia College, en Carolina del Sur. Allí, mientras profundizaba en sus exploraciones de los principios de Dow, buscó un medio de expresión puramente personal y recurrió a la abstracción para producir obras como No. 3 – Especial (1915). Al hacerlo, trascendió la enseñanza de Dow y se convirtió en una de las pocas modernistas que estaban trabajando con este nuevo e innovador enfoque para la creación de imágenes.
Ese año escribió una carta a su amiga, Anita Pollitzer, y menciona que ha recibido una copia del libro Cubistas y Posimpresionismo de Jerome Eddy. Es entonces que mira por primera vez el trabajo de Arthur Dove, que le deja una impresión duradera. Tanto, que son notables las similitudes en su obra temprana, revelado en su interés por temas con base en grandes formas naturales abstractas, un punto focal fuerte y una paleta limitada.
O’Keeffe recibe otras influencias en esta etapa como las teorías del color de Vasili Kandinsky —aunque en su vejez reniegue de ellas— por sugerencia de su maestro y amigo Dow que le muestra cómo la música conduce a la abstracción a través de la sinestesia, es decir la capacidad para ver colores al escuchar notas musicales.
La muestra itinerante incluye obras al óleo emblemáticas de la aplicación de este método como Música azul y verde, realizada entre 1919 y 1921 y Desde las llanuras, pintada en 1919, entre otras. La primera, traduce los mugidos de los terneros separados durante la noche de sus madres en una expansión auditiva del paisaje tejano, mientras, en la segunda, los amplios cielos y fieras tormentas resuenan visualmente en el plano bidimensional.
Cuando O’Keeffe conoce al fotógrafo y galerista, Alfred Stieglitz, en la galería 291, propiedad de este último en Nueva York, no era ciertamente una chica de campo ni tampoco una visionaria, pero sus primeras abstracciones en dibujo al carboncillo y acuarela fueron lo bastante novedosas y potentes para llamar la atención en Nueva York. Sin embargo, su modesta carrera como maestra y pintora despegó públicamente gracias al escándalo causado por la exhibición de fotos en las que aparecía desnuda, que le tomó Alfred Stieglitz —su amante y futuro esposo— desde que tuvo su primera exhibición en Nueva York en 1917. Stieglitz realizó más de 350 retratos de ella antes de su retiro de la fotografía en 1937.
En retrospectiva, O’Keeffe escribió en 1978:
Cuando miro las fotografías que Stieglitz tomó de mí —algunas de ellas hace más de sesenta años— me preguntó quién es esa persona, es como si en mi única vida haya vivido muchas vidas.
Esas fotografías que se han reunido en sendas retrospectivas a lo largo del último siglo ayudaron a su éxito comercial, pero tuvieron el efecto negativo de que «infantilizaron y sexualizaron» a la artista impidiendo que se sopesaran sus logros adecuadamente, especialmente cuando «escaló» o sobredimensionó en su obra al óleo posterior flores exóticas. Aunque como se sabe, dichas obras representan solo un 5% de su producción total, se convirtieron en el rasgo más popular de la misma.
Consciente de ello, resistió todos los intentos de interpretación sexual de su iconografía, descartando las lecturas feministas y tendencias con su famosa declaración: «Cuando la gente lee símbolos eróticos en mis pinturas, están realmente hablando sobre sus propios asuntos». No obstante, afirmó intencionalmente su propia búsqueda de independencia como persona y artista, al punto de convertirse en la primera mujer que pudo vivir de su trabajo creativo en la escena artística estadounidense.
Su relación más adelante con la fotografía y el movimiento del «precisionismo», conocido también como «realismo cubista» en la década del veinte fueron cruciales en su desarrollo. El término, acuñado por el fotógrafo Charles Sheeler, designó al movimiento cuyo estilo, pictórico era de gran detallismo y precisión. El grupo del que formó parte O’Keeffe nunca contó con un manifiesto, pero tenían mucho en común en cuanto a estilo y temática. Sus composiciones se caracterizaban por sus formas simples y estructuras geométricas, contornos claros y un tratamiento suave de las superficies, reduciendo lo accesorio a detalles mínimos.
Los precisionistas se definieron como estadounidenses, por lo que sus temas estaban culturalmente enraizados en su país: rascacielos, puentes colgantes, ciudades industriales, minas de carbón, y motivos y paisajes nacionales. Incluso motivos como las flores y la naturaleza muerta fueron abordados bajo su enfoque.
Una influencia decisiva en el grupo, y en particular en O’Keeffe, fue la incorporación de las técnicas de otros artistas especialmente del uso del «recorte» (cropping), el enfoque, la iluminación nítida, los ángulos inesperados y el énfasis casi abstracto de los temas que hacía Paul Strand (1890-1976) en sus fotografías.
No obstante, O’Keeffe fue una de las primeras artistas en adaptar su método a la pintura al representar acercamientos muy detallados de objetos que eran típicamente estadounidenses al punto de que los hacía parecer abstractos. Su motto era representar «la amplitud y maravilla del mundo como lo vivo».
Wanderlust
Tanto en lo profesional como en lo personal, O’Keeffe pasó por períodos de agotamiento que reflejaban su precario estado de salud físico y emocional. A raíz de la notoria infidelidad de su esposo, empezó a distanciarse de Nueva York y empezó a pasar los veranos pintando en Nuevo México a partir de 1929. Sin embargo, la situación marital terminó afectando su trabajo al punto que fue hospitalizada por un colapso nervioso en 1933. Como resultado, dejó de pintar entre 1932 y 1934 a pesar de que para entonces ya era una artista popular y su obra se había expuesto en ciudades importantes.
Cuando logra recuperarse inicia una nueva serie de pinturas al óleo entre las que destaca Días de verano (1936) donde representa un cráneo de ciervo con vibrantes flores silvestres con un fondo desértico. Esto abre una veta temática que crea inusitadas expectativas en el mercado de arte. La muestra actualmente en París incluye de esta serie Cabeza de carnero, malva real blanca, un óleo del año anterior.
Cínicamente, O’Keeffe había escrito en 1922: «La mayoría de la gente compra mis pinturas más a través de sus oídos que sus ojos. Uno debe vender para vivir —para que escriban y hablen de lo que uno hace».
A pesar de que O’Keeffe pintaba lo que quería y no tenía necesidades económicas en su estilo de vida reclusivo en Nuevo México, la crítica empezó a llamar su obra «limitada» y del tipo de «producción en masa», por lo que no dudó cuando, en 1938, una corporación frutera (que luego se transformaría en la Compañía Dole) le ofreció pagar su estancia en las islas de Hawái a cambio de dos pinturas para ser usadas en una campaña promocional. Ella aceptó con la condición de que pintaría cualquier cosa.
O’Keeffe tenía 51 años, su salud era frágil emocionalmente, y ante la crítica negativa que estaba recibiendo vio esto como nuevas posibilidades para su proceso creativo.
En 1940, realizó una exposición individual incluyendo 20 pinturas sobre tela que se inspiraron en su viaje a las islas y que fue recibida muy favorablemente por la crítica. Ese mismo año O’Keeffe compró la casa al norte de Rancho fantasma de Abiquiú, Nuevo México, el lugar con que más se asocia su obra.
A partir de esta nueva etapa, la obra de O’Keeffe, como confirma la lectura de la obra en exhibición, se expande por su condición de caminante y recolectora. Su percepción del entorno sea este desierto, bosque lluvioso, o costa se construye a partir de experiencias empíricas donde se relaciona orgánicamente con el paisaje telúrico. Mide con sus ojos y sus manos el paisaje que recorre con sus pies recolectando piedras, troncos secos, flores, hojas, plumas, huesos y conchas marinas donde su wanderlust, es decir, el anhelo que la consume por viajar y conocer, la lleva siempre a estar en movimiento.
Este «espíritu viajero», para ser franco, demanda, sin embargo, un punto de retorno: su rancho fantasma en Abiquiú, desde donde asciende una y otra vez al «cerro Pedernal» que como bien apunta el curador francés, Didier Ottinger, se convirtió en su propio «Sainte-Victoire» (la montaña que obsesivamente visitó y representó otro caminante llamado Cézanne).
En una entrevista con Andy Warhol para la revista Interviu en septiembre de 1983, O’Keeffe recordó haber declarado que esa era su montaña y que cuando le preguntaron por qué contestó: «Dios me dijo que si la pintaba lo suficiente El me la daría». «¿Es eso cierto?», a lo que replicó: «Aun estoy trabajando en ello».
Fe pragmática
Se sabe que la artista asistía periódicamente a la misa en la iglesia de un convento cerca de su residencia. Se sentaba y observaba con respeto la liturgia y se maravillaba sin comprometerse. Su familia de origen episcopal compartía similitud de liturgia, pero nunca fue practicante de una fe hasta residir en Nuevo México de manera permanente.
El poeta Allen Ginsberg demostró una vez a la ya famosa Georgia O’Keeffe cómo meditaba a la manera Budista Tibetana. Ginsberg trató de que ella lo imitará, pero no quiso. Ginsberg le preguntó entonces, «¿En qué cree usted?» O’Keeffe, de acuerdo con su asistente C. S. Merrill, hizo un gesto con la mano abierta hacia arriba y el brazo extendido en un semicírculo, diciendo: «Es difícil de explicar» (Georgia O’Keeffe: A Life. New York: Harper and Row Publishers. 1989, p. 23).
De acuerdo con el profesor de teología y filosofía, John D. Poling, que pasó un verano con O’Keeffe, la artista estaba interesada en las cosas comunes. En el libro de Poling, Pintando con O’Keeffe, escribió:
O’Keeffe, al enfatizar las cosas comunes, otorgó estatus a lo que la mayoría habría considerado banal y trillado. Ella usó el sentido común para recordarnos en lo que nos habíamos convertido; gente tan hambrienta de lo extraordinario que no nos damos cuenta de que estamos rodeados por ello.
Las cosas comunes se vuelven extraordinarias en las manos de una pintora auténtica fiel a su visión. Su fe interna y su pasión por ciertos motivos, objetivos y experiencias simples no fueron, sin embargo, sus únicos puntos de partida.
Subida en una motocicleta o haciendo senderismo con su amigo aborigen, Tony Luhan, exploró en Nuevo México los asentamientos y la cultura aborigen como revela sus representaciones del Lugar negro (Black place), en el territorio navajo.
Hay algo inexplicable en la naturaleza que me hace sentir que el mundo es mucho más grande que mi capacidad de comprenderlo —intentar entenderlo tratando de plasmarlo. Encontrar la sensación del infinito en la línea del horizonte o simplemente en la próxima colina.
Siguiendo el motto del filósofo alemán, Friedrich Nietzsche, quien aseguraba que para escribir se necesita la intervención de los pies para que el pensamiento fluya, O’Keeffe caminaba para que se liberara su creatividad. Una vez, tras una de esas largas caminatas declaró: «Nunca había dado una caminata tan hermosa… Parece que estoy buscando algo de mí misma ahí fuera».
Por ello, en el último tercio de su vida viajó continuamente alrededor del mundo deteniéndose a ver realmente el paisaje y las cosas. El último viaje que realizó fue a Costa Rica, donde celebró su cumpleaños 96, en noviembre de 1983. Ahí, la familia de su colaborador y amigo, Juan Hamilton, tenían una residencia en la costa pacífica. «Caminamos por la playa, con su arena volcánica gris, en una vasta playa rodeada de palmeras, surfeamos y disfrutamos de bellos atardeceres», recuerda Hamilton.
Para entonces, ya no podía pintar, solo dibujar con grafito. En 1972, completó la última pintura al óleo sin asistencia, aunque continúo trabajando en óleo con asistencia hasta 1977. En cuanto a sus obras en acuarela y dibujo al carboncillo, pudo seguir haciéndolo hasta 1978 y en dibujo con grafito hasta 1984.
La muestra incluye, también, obras realizadas entre 1959 y 1977 por la artista con base en sus bocetos desde la ventanilla de su avión durante el periplo de muchas horas a sus destinos internacionales. Se trata de representaciones con horizontes amplios, politonales y abstractos, a partir de la perspectiva área de ríos serpenteantes.
Meticuloso proceso creativo
Al regreso de cada uno de sus viajes, O’Keeffe se encerraba en su estudio a trabajar en soledad. Su prolijo proceso creativo ha sido reconstruido por la curaduría a partir de obras de la artista que poseen los museos concurrentes. Los resultados de las investigaciones multidisciplinarias realizadas confirman que era una autora rigurosa técnicamente, que no dejaba nada al azar, con una extrema fascinación por el color y las texturas y que deseaba que su obra perdurara, por lo que se aseguraba de usar siempre los mejores pigmentos y soportes pictóricos —tela o papel— para facilitar su preservación.
El género dominante en su obra fue el paisajismo, indistintamente de si el entorno fuera urbano o rural. Aun en la representación de objetos naturales o encontrados, su acercamiento fue paisajista con obras que navegaron entre los acercamientos contra fondos distantes, como en una ampliación fotográfica o progresivas abstracciones de la forma natural. Otro aspecto notable en sus imágenes es su abordaje del tiempo y el espacio que son tratados como dimensiones puramente mentales.
Hay dos características que merecen estudiarse al acercarse a la obra de O´Keefe. Primero, la consistencia de su técnica y su concepto depurados y metódicos, indistintamente del tema que aborde, al punto de crear trazabilidad en toda su obra de madurez producida a lo largo de seis décadas. Lo segundo es cómo la atmósfera silenciosa y dulce en cada una de sus series, o lo que ella llama «aire», fomenta una lectura particular de sus obras en apariencia seriales o temáticas.
Por ello, encontramos ecos de su popular obra, Estramonio, Flor blanca No. 1, realizada en 1932, en su obra posterior, Pelvis con distancia, de 1943, mientras que el acercamiento de las flores incluido en la muestra parece una variante de obras anteriores como Jack in the pulpit IV de 1930, inspirada en la planta arisaema triphyllum, que crece en el este de los Estados Unidos.
Las pinturas guardan relación entre sí porque están dominadas por un estilo que asigna un gran peso al diseño de la composición y el motivo representado. No obstante, se ha criticado el hecho de que su pintura casi parece un medio para alcanzar un fin, es decir completar un diseño.
Por lo tanto, primero dibuja sobre la tela y luego agrega el color. Como ya indicamos, el color importa, pero con frecuencia su estilo resta independencia a la obra pictórica final. Todo esto afirma solo ligeros cambios estilísticos desde sus primeras obras hasta las últimas mostradas en la retrospectiva.
Profundizando un poco más en esto, los temas o motivos pueden variar, pero la diferencia entre una y otra obra estriba en el aire diferente que se respira en cada una, no en el estilo. La experiencia orgánica que provee cada contexto que recorre es lo que marca la diferencia entre sus obras de inspiración urbana, la flora exótica del bosque tropical y el rescate místico de los paisajes del desierto. Eso sí, debe advertirse, que la evocación metafísica que a modo de culto ha derivado de su trabajo, nunca implicó un endoso de su parte al surrealismo.
Como le escribió a Stieglitz durante su viaje a Hawái para pintar flores, frutas, ríos y costas: «Un beso para ti —suave y quieto como este aire». O de cara a su vivencia en la urbe metropolitana: «Estoy dividida entre mi marido y mi vida junto a él y algo relacionado con el aire libre y la naturaleza… que está en mi sangre».
Definitivamente, el aire es un elemento diferenciador en su obra. La paleta de color evoca humedad y un color amplificado, especialmente cuando pinta, por ejemplo, las flores de hibisco, jengibre silvestre, banana rosa ornamental, contra fondos silenciosamente grises en los entornos tropicales. O, en su defecto, su paleta tricolor alimentada por la sequedad y austeridad del desierto con su escasa vegetación, huesos, piedras y trozos de madera abandonados que le permiten testimoniar una belleza intemporal a partir de un paisaje evocador de la fuerza imperecedera del espíritu americano, pero evitando lo clisé y barato.
Si tomamos distancia notaremos que la obra de esta innovadora vanguardista se resume en dos tipos de imágenes: por un lado, las que cualquier aficionado o coleccionista de arte puede admirar y atesorar como una memoria exótica, y por el otro, el ambiente singular y más profundo de los entornos que recorrió a pie, respiró, tocó con sus manos y que reinterpretó con su mirada y técnica, conforme exploró tierra adentro y que no existe en ninguna otra parte, ni en ningún otro paisaje.
Se puede afirmar que en cada viaje descubrió un tema tan grande como su talento. Su técnica de escalar la forma de sus temas para enfatizar su forma y color, y empoderarlos es abrumadora en su reinterpretación de paisaje.
«Realmente es algo increíble», escribió a Stieglitz, mientras trataba de conciliar el surrealismo con que algunos querían encasillar su obra y la abstracción del paisaje natural que caracterizaba su quehacer. Más tarde explicó que «nadie ve realmente una flor —de verdad— es tan pequeña —no tenemos tiempo— y mirarla toma tiempo…así que me digo a mí misma —pintaré lo que veo— lo que la flor es para mí, pero la pintaré en grande y la gente será sorprendida al tomar tiempo para mirarla».
Sus imágenes han recibido a menudo interpretaciones con las que la artista estaba abiertamente en desacuerdo, particularmente con las críticas feministas que veían en sus pinturas veladas ilusiones de la genitalia femenina. Para esta artista no había simbolismo alguno oculto, ni surrealismo, solo la esencia del sujeto de su arte. Lo único realmente engañoso en su composición es crear obras que parecen simples, aunque la realidad, como devela la muestra retrospectiva itinerante, haya superado la capacidad técnica y conceptual de la artista para maravillarse de lo que era curiosa testigo.
Al final murió sin ver dos anhelos cumplidos por completo, vivir hasta los 100 años y que Dios le entregara su montaña.