Los fans de Disney tal vez reconozcan en el título una cita de Alicia en el País de las maravillas (Disney, 1951). Las palabras las dice el Sombrerero Loco durante la famosa escena del té. No creo que sea una frase extremadamente icónica, pero a mí se me enquistó en la mente y me ha acompañado durante prácticamente toda mi vida. «Y cuando acabes de hablar, te callas», una orden, una afirmación sencilla, prácticamente obvia a nivel literal (el silencio que viene cuando se te acaban las palabras) y, más allá del literalismo, un buen consejo: cuando no tengas nada que decir, no digas nada. Y, sin embargo, obedecer este simple principio es cada vez más difícil.
Vivimos en una sociedad de producción constante, en la que las máquinas nunca se detienen y quien no pueda mantener el ritmo quedará irrevocablemente atrás. Hemos creado un mundo en el que, para mantener la apariencia de relevancia se ha de producir contenido constantemente o «sufrirán la ira del Todopoderoso Algoritmo». Un destino casi peor que ser destruido por voluntad divina porque ahí donde lo segundo resalta tu trascendencia individual (eres suficientemente importante para que los dioses te presten atención), lo primero simplemente nos recuerda nuestra propia insignificancia. De este modo continuamos pedaleando siempre incansablemente: subiendo fotografías, compartiendo pensamientos inconclusos, gritando con todas nuestras fuerzas en este océano embravecido de voces con la esperanza de que el Algoritmo nos vea y nos conceda importancia.
Es un entorno brutal, agotador que exprime al individuo hasta que no queda nada más que dar. La famosa fatiga, burnout que dicen los angloparlantes. Una situación insostenible si no fuera por la inconcebible cantidad de creadores que hay para sustituirnos.
¿Cómo hemos llegado a esta situación? Como todo en esta vida, intentar encontrar la causa es como tratar de desenredar una madeja de nudos enquistados. ¿Es posible que se deba a una deficiencia en nuestra educación emocional apoyado por un sistema escolar que nos moldea en un entorno hipercompetitivo en el que necesitamos constantemente la validación de otros para apreciar nuestro propio valor como seres humanos e individuos? ¿Es la hiperactividad de un mundo que se precipita a toda velocidad hacia el futuro? ¿Tal vez el producto de la hiperconectividad e instantaneidad?
Por supuesto las raíces se encuentran enredadas con la mercantilización del entretenimiento. Nos guste o no, vivimos en un mundo industrializado y materialista que venera el interés corporativo y nos insta, nos impulsa, no doblega bajo la voluntad del consumo constante y desesperado de bienes materiales como inmateriales: el famoso contenido.
El otro día, tomando un café con une conocide, salió el tema de el género YA (Joven Adulto). Un segmento de mercado imposiblemente lucrativo, extraordinariamente vago en su definición creado con el único propósito de dividir a la sociedad en pequeños apartados para hacer anuncios más efectivos. Nuestra conversación derivó pues en la creación formulaica de productos de entretenimiento. Películas cuidadosamente planificadas para satisfacer a la mayor cantidad de gente posible. Éxitos viviseccionados y meticulosamente analizados para descubrir qué les hace triunfar y así poder reproducirlo ad eternum. Mi amigue argumentaba que no quería disfrutar de algo solo por haber sido creado artificialmente para satisfacer al segmento de la población al que elle pertenece.
Mi pregunta es: ¿por qué? La suya es una opinión muy popular. Contemplar esta verdad (el único objetivo de la industria del entretenimiento es hacer dinero) desagrada a mucha gente, les produce una reacción casi instintiva de rechazo. Por supuesto, todos sabemos que está ahí, pero en el momento en el que lo observamos, nos desagrada. ¿Por qué?
Hoy en día todo es una adaptación de algo, un remake que se aferra a la nostalgia, una revisitación de un cuento. Pero ¿son los originales que tanto apreciamos realmente originales? Aquellos de vosotros que hayáis leído mi serie sobre el fanfiction tal vez recuerden que llegamos a la extraordinaria conclusión de que, nos guste o no, todo está basado, inspirado, derivado de algo anterior.
Así pues, volvemos a la pregunta: ¿por qué? ¿Por cuando vemos la millonésima secuela de Fast and Furious, otro remake de los clásicos de Disney o una serie basada en un cómic sentimos cierto grado de frustración?
Personalmente creo que esta frustración nace de un sentimiento de engaño. Otras industrias como la automovilística pueden estar dominadas por máquinas insensibles. Amoral. Indiferente. Pero cuando miramos a la industria del entretenimiento queremos algo más que una boca perpetuamente hambrienta regurgitando un pastiche de datos como si toda nuestra cultura pudiese destilarse en sus componentes más básicos, cambiársele el color y llamarlo Arte.
Cuando miramos la industria del entretenimiento olvidamos que es eso: una industria creada, pensada para ganar dinero y mantenernos entretenidos. Porque, tal y como dijo Michael Eisner (CEO de Disney, 1984-2005): su objetivo es hacer dinero. Y ninguna parte de la industria del entretenimiento es más feroz y despiadada en su objetivo que las redes sociales.
Este invento es a la par maravilloso y horripilante al mismo tiempo. Máquinas diseñadas para ofrecer todo el contenido imaginable, perfectamente empaquetado en pequeñas píldoras. ¿Pasas 10 minutos en el trono? ¿El autobús llega tarde? ¿Netflix de fondo? Ahí están, en la palma de la mano, experiencias cuidadosamente personalizadas a través del Todopoderoso Algoritmo. ¿Quieres consejos de belleza? ¿Te gusta el interiorismo? ¿Los videojuegos? ¿El arte? ¿prefieres discutir con desconocidos? ¿Compartir teorías conspiratorias? Para el consumidor es una fuente inagotable de entretenimiento. Para el creador, un autentico infierno inescapable por encontrarse intrínsecamente enredados en el nudo de la industria.
Sin influencia no tienen ingresos. Sin contenido nuevo no tienen influencia. Sin descanso no pueden crear contenido. Aquellos creadores que quieran vivir de las redes sociales se ven catapultados hacia el agotamiento y la desesperación. No es difícil encontrar a jóvenes de veinticinco o treinta años explicando el control al que se ven sometidos, el terror que el más mínimo cambio del Algoritmo representa en sus vidas, la obsesión por revisar las estadísticas, analizar por qué un post funciona o no lo hace. Y la obligación constante de crear. Un contenido que puede llevar días o semanas, consumidos en un instante y olvidado al siguiente.
Cada vez más a menudo aparecen publicaciones en redes sociales recordando a los artistas que, aunque su contenido no esté cumpliendo con los objetivos aleatorios impuestos por la maquinaria, que aunque necesiten un descanso, siguen siendo válidos. El problema es que, si quieren vivir de su arte en el mundo de las redes sociales, eso no es verdad.
Cualquiera que me siga en mis redes sociales o incluso aquí sabrá lo inconsistente de mis publicaciones. Sabrá que, aunque debería escribir un artículo mensual, hay veces que no publico nada durante meses. Porque hay veces que no tengo nada que decir, veces en las que la vida más allá del teclado me impide tomarme el tiempo o la energía mental que requiere producir estas líneas. Es algo que yo puedo permitirme, porque esto no es lo que me da de comer.
El problema, a mi parecer es que queremos la honestidad del arte producido en masa para satisfacer nuestras ansias de consumo, para contentar a las industrias. El problema es que confundimos entretenimiento con arte. Personalmente creo que el arte es un accidente. Es seguir una fórmula, buscar el sentido a una idea y tropezarte con algo inesperado. El arte no se puede mercantilizar porque conlleva una suerte de sinceridad, un «tener algo que decir». No sin motivo lo llamamos industria del entretenimiento y no industria del arte.
La belleza de las redes sociales es que funcionan como una suerte de pacto con el demonio en el que el individuo es irrelevante. Una vez el Algoritmo ha absorbido todo cuanto tenían que dar, una vez que los datos y las tendencias matemáticamente calculadas señalan a algún creador como indigno, este individuo es automáticamente sustituido por otro. Se trata de un sistema perfecto para la máquina, pero insostenible para los creadores, especialmente en aquellas plataformas de pequeño formato como Instagram o Tik-Tok en las que la aportación debe ser diaria o, a lo sumo semanal. Todos aquellos que necesiten un mes, dos meses, para crear su producto corren el riesgo de convertirse en irrelevantes, de sufrir la indiferencia del Todopoderoso Algoritmo, su carrera destruida con una templanza escalofriante. El sistema es insostenible especialmente para todos aquellos creadores que olviden que son creadores de contenido y aspiren a ser creadores de arte porque, al fin y al cabo ¿quién tiene algo que decir todos los días?