Como lo relaté en el artículo «Austin Smith, el naturalista gringo de Zarcero» (Nuestro País, 19-IX-2017), en el segundo semestre de 2009 recibí un correo electrónico de un colega entomólogo, a quien no conocía. Se trataba del Dr. Horace R. Burke, profesor emérito en Texas A&M University, quien junto con el ornitólogo Stanley D. Casto se habían propuesto escribir la biografía de un curioso naturalista estadounidense que había residido en Zarcero, Alajuela. En realidad, tenían bastante información, pero ignoraban si su compatriota había muerto en Costa Rica, y tampoco conocían su fecha de deceso. En mi artículo narro que, tras varias pesquisas, pude determinar que, tristemente, recluido por demencia en el Asilo Chapuí, Austin Paul Smith falleció el 31 de octubre de 1948, a los 67 años de edad.
Aunque inicialmente se había instalado en Juan Viñas y después estuvo en varios otros lugares del país, desde 1934 y hasta poco antes de morir alquiló una casa cerca de la iglesia de Zarcero, en la que construyó un pequeño invernadero para sembrar plantas, a la vez que recolectaba especímenes vegetales y animales, que vendía a coleccionistas y museos en el extranjero. Gracias a ese dato, aportado por varios zarcereños, pensé que sería bonito y pertinente conseguir una foto antigua de dicha iglesia, por lo que recurrí al amigo ramonense Fernando González Vásquez, antropólogo que laboró por muchos años en el Centro de Investigación y Conservación del Patrimonio Cultural.
La respuesta de Fernando fue casi inmediata, y hasta sorprendente. Me envió una vetusta foto de las torres de la iglesia, en una mañana de domingo, imagen que data de 1930 o 1931, es decir, de pocos años antes de la llegada de Smith a Zarcero; en ella se observa que delante de las torres había un galerón —bastante concurrido por los lugareños—, de aquellos recintos que tenían las parroquias para allegar fondos, gracias a los juegos de lotería y la venta de comidas, tanto los fines de semana como cuando había turnos. Le pregunté dónde y cómo la había conseguido, y me respondió que se la había dado su amigo Claudio Barrantes Cartín, acucioso intelectual generaleño que nos legara libros tan sabrosos como Crónicas del Golfo Dulce, El último cacique: Talamanca, siglo XIX y Lejano Diquís. Por cierto, de esa «barrantada» generaleña, con su hermano Uriel y sus primos Ramiro Barrantes Mesén y Jorge Barrantes Ureña —hermano el exarzobispo Hugo Barrantes— compartimos las aulas de la Escuela de Biología, en la Universidad de Costa Rica.
En cuanto a la foto, obviamente, me interesaba remitirla a Horace, por lo que le solicité a Fernando que le preguntara a Claudio quién era su autor, para que así quedara consignado en el libro sobre Smith. Y la respuesta, por vía electrónica, fue realmente asombrosa.
En efecto, en palabras del propio Claudio:
El álbum con las fotos de D. Tucker Brown es un original sin ninguna nota que indique autoría ni año de edición. El nombre de Brown aparece como una dirección postal únicamente, pero se le atribuye su autoría por tradición. El caso es que él obsequió el álbum a uno de sus compañeros en 1931, de apellido Flick. Años más tarde este fue el único que regresó a Costa Rica a trabajar en la construcción de la Carretera, tal y como lo contó a don Tomás Zeledón. Luego Flick murió en el campamento, donde vivía sin parientes ni dolientes, por lo que sus haberes quedaron abandonados. Entonces el Sr. Zeledón recogió algo y lo conservó, antes de que lo botaran. Yo fui compañero de su hijo Tomás en la Universidad de Costa Rica, quien le comentó de mi interés por las cosas del Sur. Entonces decidió obsequiarme el documento, lo que puede ratificar su hijo. Lo menciono porque siempre consideré una verdadera providencia que el álbum hubiera llegado a mis manos, donde se mantiene a sus órdenes, con todo gusto.
¿Qué significa todo esto y cómo interpretarlo, a la luz de lo que conocemos ahora? Bueno… que esa y otras imágenes fueron captadas por David Tucker Brown, ingeniero del United States Bureau of Public Roads durante la época de la construcción de la Carretera Interamericana. Él falleció en 1939 en Honduras, de una afección cardíaca, pero años antes las había entregado a su colega John Kramer Flick, quien las conservó hasta su muerte, ocurrida en Costa Rica. Su colega Tomás Zeledón Pérez las rescató y las conservó por muchos años, hasta que por medio de su hijo Tomás Zeledón Mangel llegaron a manos de Claudio. En otras palabras, eran fotografías destinadas a un basurero o a avivar alguna hoguera, pero la oportuna mano de don Tomás las libró de su desaparición.
Para retornar al libro sobre Smith, como era de esperar, Horace y Stan se pusieron muy contentos de recibir la imagen generosamente facilitada por Claudio y, por supuesto, la incluyeron en el breve libro Austin Paul Smith. The life of a natural history collector and horticulturalist, con los debidos créditos, a saber, «Fotografía de D. Tucker Brown, con el permiso de Claudio Barrantes C.».
No obstante, en ese álbum —un disco compacto entregado por Claudio a Fernando— había más imágenes de mi interés. Sin duda, la más importante, en términos familiares y afectivos, era una espléndida fotografía de la iglesia de Naranjo, mi pueblo natal, por lo que la utilicé, junto con otras presentes en los archivos de mi familia, para ilustrar el artículo «El templo anhelado por los naranjeños» (Nuestro País, 19-IV-2019). Asimismo, hace varios meses volví a consultar a Fernando acerca de imágenes de la colonización de San Carlos, para un libro sobre aspectos históricos del volcán Arenal —que recién terminé de escribir con mi prima sancarleña María Isabel Quesada Rojas—, y pudo hallar la de una finca en la región de Florencia, bastante representativa del tipo de construcciones y del entorno característicos de la zona norte del país, que conocí de niño.
Sorprendido una vez más por la riqueza de imágenes legadas por Tucker Brown y conservadas por Claudio —quien falleció en diciembre de 2013—, le sugerí a Fernando que editara un álbum con las casi 190 fotos contenidas en el disco compacto que Claudio le obsequió. Y, por fortuna, accedió a hacerlo, junto con la connotada antropóloga doña María Eugenia Bozzoli Vargas, quien tuvo una cercana amistad con Claudio y su familia, lo que facilitó la consecución del permiso para reproducir las imágenes celosamente tuteladas por él; por cierto, ella es viuda del recordado Dr. Álvaro Wille Trejos, científico de fama mundial y orgullo de Costa Rica, quien fuera mi mentor en el campo de la entomología. Fernando incluso me invitó a ser coautor, pero decliné tan gentil ofrecimiento, no solo porque en ese momento estaba atareado terminando dos libros, sino que también y, sobre todo, porque desde mi formación profesional no tenía cómo contribuir de manera sustancial en la eventual obra.
Hoy, por fortuna, y gracias a los empeños de la Editorial Universidad Estatal a Distancia (EUNED), acaba de ver la luz el libro Costa Rica, Nicaragua y Panamá, 1930-1932: Álbum fotográfico de D. Tucker Brown, el cual fue presentado de manera anticipada el 12 de noviembre de 2020, como parte de las Jornadas de Investigación y Acción Social del Centro de Investigaciones Antropológicas (CIAN), de la Universidad de Costa Rica.
Para dicha presentación, a pesar de mi reticencia inicial, fui invitado como comentarista. En realidad, me sentí muy bien en tan grato convivio académico. En mi intervención, para comenzar destaqué lo imprescindibles que son las imágenes en el campo de la biología, dado que las palabras, por ricas que sean, son totalmente insuficientes para describir y captar la diversidad y complejidad de formas, colores, texturas, etc. del mundo natural. Por tanto, para aprehender la diversidad biológica del planeta —solo de insectos, hay más de un millón de especies—, es imprescindible la complementariedad de palabras e imágenes. Asimismo, destaqué la utilidad que han tenido para mis libros, desde que como aficionado incursioné en la historia, sobre todo de las ciencias naturales.
Al respecto, sobresalen los extraordinarios dibujos del venezolano Ramón Páez Ricaurte, quien en 1858 acompañó al viajero irlandés Thomas Francis Meagher en su periplo por el territorio nacional. Posteriormente, en diferentes épocas y por períodos variables, se establecieron en Costa Rica fotógrafos como J. Hobart, William C. Buchanan, Thomas C. Rhodes, Lorenzo Fortino, Edward J. Hoey, Vicente Lachner Brant, Otto Siemon, Harrison Nathaniel Rudd, los hermanos Paynter y Francisco Valiente, quienes nos legaron un rico acervo pictórico de la vida urbana y rural en la segunda mitad del siglo XIX y una buena porción del siglo XX. Por fortuna, como buenos discípulos de algunos de ellos, ya después aparecerían los lentes de los nacionales Fernando Zamora Salinas y Manuel Gómez Miralles, para enriquecer este invaluable cúmulo de imágenes, que nos permite captar y visualizar con rigor y objetividad —pues las palabras pueden ser huidizas y hasta engañosas—, numerosos aspectos de nuestra vida cotidiana.
Ahora bien, a propósito de las fotografías de David Tucker Brown, comentaba yo que, a mi parecer, toda imagen encierra una historia, o quizás dos o más. Por una parte, la del fotógrafo que la tomó, es decir, las circunstancias por las que llegó a determinado lugar o lo que le atrajo de ahí, en lo cual quizás cuenta mucho su experiencia previa de vida. Por ejemplo, en relación con la gente transitando después de misa un soleado domingo por la mañana en Zarcero, ¿en qué intersticios de la memoria podría haber registros de algo grato o placentero de la infancia o la juventud del autor de la foto, como para desear re-evocarlo y eternizarlo en una imagen?
Asimismo, desde otra perspectiva, es lógico suponer que la majestuosidad de la iglesia de Naranjo —quizás el más hermoso templo rural de los tres países visitados—, fuera un motivo suficiente para registrarla en su película fotográfica. En el momento en que Tucker Brown pulsó el botón del disparador de su cámara, quedó grabado tan solo un instante, un infinitesimal corte en el tiempo. Para muchos, podría tratarse de una foto más en un álbum, pero no para quienes conocemos la historia asociada con ese templo y su entorno inmediato. En realidad, en el caso de dicha iglesia, a partir de esa instantánea —y quizás de cualquier otra imagen tomada por él—, uno bien podría escribir un cuento y, ¿por qué no?, hasta una novela. O, en mi caso particular, que no he incursionado en esos géneros literarios, la historia de mi familia.
En efecto, en esa foto, enhiesto e impecable, puedo percibir la belleza y esplendor de ese templo uno o dos años después de su inauguración, ocurrida en 1929, año en que mis padres se casaron; la tenacidad del cura José del Olmo, párroco español que no se dejó doblegar por el infausto terremoto que en 1924 destruyó el anterior templo y se propuso construir uno de altos quilates; la habilidad arquitectónica del catalán Gerardo Rovira Aponte, así como de los suizos Augusto y Venancio Induni Ferrari y sus sobrinos, que lo culminaron; la mano de mi padre Pasko, inmigrante croata y muy destacado obrero, a quien Rovira llevó desde San José, después de trabajar juntos en la construcción del célebre Club Unión.
Además, en la foto se nota un segmento del cuadrante al costado sur de la iglesia, muy significativo para mi familia, pues en su esquina noreste estaba la gran casa de madera donde fuimos procreados y crecimos los once hermanos que conformamos la prole Hilje Quirós, encabezada por Eugen, que para esa época ya había nacido.
A la par de nuestra casa vivía don Bolívar Montero Segura, tesorero municipal vitalicio e hijo del último rector de la Universidad de Santo Tomás y mártir político Félix Arcadio Montero Monge, quien fue entrañable amigo de mi abuelo Ascensión Quirós Montero. Según mi hermana Brunilda, en las casas subsiguientes vivieron por largo tiempo —no necesariamente en esa época—, la maestra Mariquita Arias, el funcionario público Gonzalo Monge Bermúdez, el maestro Raúl Villalobos y su esposa doña Mary —enfermera y también partera—, el comerciante José Pablo Nassar Farah, y el pastor evangélico Oscar Gómez. En la esquina noroeste estaba el negocio del boticario domingueño Rubén Chacón Villalobos, que funcionaba como botica y pulpería. ¡Cuántas historias de vida detrás de cada familia, en apenas una fracción del vecindario naranjeño! En fin, esto que narro es una muestra del poder evocativo de una imagen, ya sea de Tucker Brown o de cualquier otro fotógrafo.
En el caso de este nuevo libro, que recopila sus fotografías, aunque centrado en la Carretera Interamericana, Tucker Brown se interesó por otras cuestiones más allá de lo propiamente ingenieril. Y es por eso que su colección se convierte en una muy valiosa fuente de imágenes históricas —que cada usuario podrá aprovechar, según sus intereses— en campos tan diversos como la geografía, el uso del suelo, las cuencas hidrográficas, la geología, la vulcanología, la ecología del paisaje, la antropología, la etnografía, la sociología rural, la agronomía, el urbanismo, la arquitectura, la aviación y hasta el campo eclesiástico.
Para concluir, es importante resaltar que la obra elaborada por doña María Eugenia y Fernando no es una mera colección de fotografías, sino que estas están complementadas con un análisis histórico amplio y oportuno, para contextualizar esas imágenes en el tiempo y el espacio. Es, por tanto, un libro de gran valor histórico para tres países vecinos que, enlazados por la incipiente Carretera Interamericana de entonces, acogieron al afanoso David Tucker Brown para que, cámara en mano, nos legara un testimonio pictórico de apenas un segmento de su historia, breve pero importante, hoy rescatado del olvido gracias a don Tomás Zeledón Pérez, a Claudio y a los autores de esta valiosa obra.