Dentro de nada, cuando se abran las puertas de vidrio de la librería y las fieras del tiempo me den permiso de pasar, te cumpliré el gusto que no me pediste: te felicitaré por tu nuevo libro. Es curioso, este mundo de casualidades es curioso. Era el cuarenta y ocho de la fila y ella lo sabía. Semejante perversidad. El cuerpo de seguridad nos había numerado con pancartas y, aunque siempre imaginé que debiera haberme tocado el número uno, recibí el cuarenta y ocho.
Compré tu libro en preventa. Me esforcé en ser el primero. Estuve pegado a la computadora esperando el momento en el que el portal abriera el espacio para admitir el pago. Tenía todo listo: la tarjeta de crédito a la mano, el número de seguridad y hasta avisé al banco sobre el cargo para que no lo fueran a bloquear. Tardé apenas un minuto, menos. Me tomó unos segundos. Nunca imaginé que tuvieras tantos seguidores. No fui el número uno ni el dos, ni siquiera el diez. Cuarenta y ocho, me tocó el cuarenta y ocho. Por lo menos logré ese lugar. Al haber sido uno de los primeros cincuenta, sería invitado a la firma de libros. Me enteré de que, a los pocos minutos, el sitio colapsó. Tuve miedo ¿y si no quedó registro? Quedó. Fui de los privilegiados en recibir Tu olvido antes que nadie. Si te soy sincero, no lo he leído. La crítica te trata bien. Sí, ya sé que eso no significa mucho. Dicen que es de lo mejor que has publicado.
He leído varias reseñas, alaban la forma en que utilizas el lenguaje: se refieren al vocabulario, la métrica, la prosodia y te tachan de ser una maestra en el oficio. Desmantelan la estructura, aprecian las elipsis, aplauden tus decisiones sintácticas, los juegos gramaticales, el adecuado uso de las figuras retóricas. Parece que hiciste buen trabajo. Otros te felicitan por la forma en que plasmaste los sentimientos, la forma en que enganchas al lector y lo llevas de la mano a lo largo del texto. Hay quien dice que al leer parece que están escuchando tu voz. No sabría decirte si eso es cierto, no me he atrevido a leerlo.
Bueno, como dice Francis Bacon, al que estoy seguro de que has leído: «nunca te disculpes, nunca expliques». No me estoy disculpando por no haberte leído. Claro que la negación es reflejo de mis inconsistencias. Desde la inacción, me he hecho cargo de mi falta de lógica, de mis incongruencias. Según yo, imito la ironía de Sócrates y me precipito a la desgracia de la contradicción. Con cara dura, me aguanto la vergüenza y la tentación. Miro la mesa de noche, el libro de pasta dura me hace temblar y rechinar los dientes. Es ridículo, pero siento que estás ahí.
Recuerdo que mi profesor de Ética me dijo que el Marqués de Sade sostenía que el placer de la lectura brota de las grietas, de códigos antipatéticos. Si esto es así, si mis resquebrajaduras son la medida: mi placer será inconmensurable. Mi código es un deseo pomposo de entrar en contacto y de alejarme corriendo. Así, voy distribuyendo la comezón que me provoca ver tu fotografía. Me recorre una desarmonía ver que la mano que sostiene tu barbilla es idéntica a la mía, que compartimos esa mirada de ojos grandes, que tenemos los labios delgados como un guion largo, que se nos dibujan dos comas en las mejillas cuando sonreímos y que a los dos se nos formó un canal profundo en el entrecejo. Eres hermosa. No luces las huellas de calvicie tempana que se reflejan impúdicas en el espejo. Si nos tomaran una fotografía juntos, dirían que soy tu hermano. No sé si eres tan alta como yo. No sé qué tanto tengo de ti. Qué tanto de tu fondo y forma integra mi yo.
Dicen que el amor se hereda como una bufanda que los deudos se cuelgan para rememorar el aroma del que ya no está. Si yo heredara la tuya, el olor no significaría mucho. No me malinterpretes, no espero herencias de ningún tipo ni nada. En realidad, no sé qué espero. Tal vez, rellenar los huecos. En mis fantasías siempre imaginaba si preferías las pestilencias afrutadas o los acentos cítricos. Me preguntaba si te gustaba lo dulce o lo salado, si tendrías la piel suave y la voz grave. En mis sueños infantiles, nos veía caminando por los pasillos de un museo hasta llegar a la galería de retratos femeninos. La pesadilla me hacía sudar frío, frente a cada pintura, tu rostro cambiaba. Frente a Velázquez eras una limosnera de Vallecas, con Goya te convertías en la Duquesa de Alba, delante de Juan Gris eras una naturaleza muerta con guitarra, con Picasso eras Dora Maar llorando.
Cuarenta y ocho, hace cuarenta y ocho días que me llegó la invitación para asistir a la firma de libros. Es injusto, nunca sabemos cuándo el amor nos pasará la factura. Estamos sentados, frente a una taza de té cargado, mordiendo el pan tostado al que le untamos mantequilla y azúcar. De repente, sin avisar, como un ladrón experimentado, un sobre blanco te quita la paz. Entonces, el río sin agua se desborda, la aridez del desierto se inunda y la dulzura de la boca se cambia por la agrura que crece desde la boca del estómago. El piso da vueltas y en sus giros te preguntas lo qué quieres hacer. Te debates. Sabes la respuesta, pero sientes frío. El péndulo oscila entre el deber ser y la curiosidad. Cuando divagamos, el pensamiento suele llevarnos a los grandes líderes, a los poetas famosos, a los héroes y a los canallas.
En el remitente, leí tu nombre. En la invitación, había un teléfono al que se debía marcar para confirmar la asistencia. El prefijo era cuarenta y ocho, que es la clave de larga distancia de Polonia. La conclusión era definitiva, se trataba de ti. La derrota de la cordura me obligó a llamar de inmediato. Me contestó una voz de máquina. «For english, press nine». Seguí el menú de opciones, apretaba las teclas con las manos húmedas y los dedos temblorosos, no me rendí, quería saber lo que sería escucharte. La voz maquinal me acompañó en el proceso hasta confirmar mi asistencia. Volviste a ser lo que siempre has sido. No obstante, esa mañana me destinó a estar aquí, de pie, con el cartel del número cuarenta y ocho y esperando en la fila.
Las razones que nos pueden servir para provocar canalladas o salvar vidas brotan del mismo hoyo. Porque sé que los sueños se corrompen, en este caso, decidí quedarme al ras del piso. Mente fría en cuerpo atento. Ni te imaginas cuántos espejismos me has inspirado. Al ver mi sombra, imaginaba cómo se vería la tuya a mi lado; al pasar por los pueblos en la carretera, me preguntaba si ahí vivías y señalaba cualquier casa como si fuera la tuya; en las obras escolares, me decía que esa figura que se obnubilaba por las luces del reflector eras tú y que habías venido a verme. Pasaron sombras, caseríos, puestas en escena y la huella negra de tu figura se fue desintegrando con el tiempo. La desarmonía fue persistente en la memoria.
No todos los huérfanos tienen el mismo horizonte, ni todos lloran la ausencia del abandono. Mis veranos estuvieron llenos de sol y mis inviernos se cubrían con sábanas de franela. Me recibieron con una cuna cubierta de seda. De niño fui torpe, pero jugué futbol; en la adolescencia me salieron granos en la cara, el pecho y la espalda: mamá me llevó al dermatólogo. Me dieron la oportunidad de recibir educación de excelencia, me gradué y papá me apoyó para iniciar mi propio negocio. Pero, la mente es inquieta y el espíritu tiene acentos de ingratitud. Imaginaba que, junto a las huellas de mis pasos, de algún modo, también estaban las tuyas.
Entre pesadillas, te encontraba. Ese era el único espacio posible de encuentro. Nuestros pasos se alargaban en la playa, en el filo del mar, rozados por el agua. Tres pares de pies, los tuyos cerca del límite más húmedo, los míos en medio, los de mamá en la zona seca. Sabía que tus huellas durarían poco, siempre se quedaban ahí algo más que un momento. El mar las cubría. Al regresar a su cauce, ya solo quedaban dos pares. Despertaba gritando en medio de la noche, mis padres me preguntaban qué pasaba. Me daba vergüenza decirles. Los brazos de mamá me rodeaban: ya pasó, es un mal sueño. Se quedaba a mi lado, hasta que me vencía el cansancio y soñaba cosas buenas.
En esos años, mamá me compró una lamparita. La dejaba encendida. Era un tipo de ritual, un pacto que hacía con la noche. En mi cabeza de niño, si no dejaba que entrara la noche, tampoco entrarían las pesadillas. Nunca les conté qué era lo que veía. Ellos atribuyeron mi silencio a la pena que me daba mojar la cama. Siempre que te metías en mis sueños, me orinaba. Tal vez entonces me atemorizaba tu sombra.
Recuerdo los primeros años de independencia. En la luz del balcón o en la sombra de la estancia, aparecías y desaparecías, con una especie de torpeza suplicante: callada, íntima. Me daba vergüenza. Me daba curiosidad. Eran como vagones melancólicos que iban frenando al tren que ya no sabía lo que era atrás y adelante, adentro o afuera. Estabas en los reflejos de los cristales, en la tachadura de un papel de cuadrícula grande, en la mesa de la cafetería, en la botella de leche que se quedaba en la esquina profunda del refrigerador. Estabas en el cielo limpio y en la nata de contaminación. Estabas en los escombros y en los rascacielos. También aparecías en las montañas con nieve y en las palmeras cocoteras de mi casa junto al mar.
Pero, no estuviste en mi primera comunión ni graduación de primaria ni en el baile de entrega de diplomas de la universidad ni en la capilla el día que me casé. No estarás en el bautizo de mi hijo ni lo escucharás gritar mi nombre ni lo recogerás de la escuela. No lo verás nacer. Y, con todo, un día acumulé el valor necesario. No te imaginas lo fácil que es abrir expedientes, preguntar y encontrar respuestas. Fui discreto, no por ti, por ellos, sobre todo por ella. Si hubiera sabido lo sencillo que iba a resultar, tal vez lo habría intentado antes. Me hubiera ahorrado tantas noches de dar vueltas en la cama, con el ojo pelón, pensando por horas y horas.
Todo está en línea. Si saber tu nombre fue poco complicado, buscarte y dar contigo resultó cosa de juegos infantiles. Era como si fueras Hansel o Gretel dejando pistas para poder encontrar el camino. Los rastros no requirieron la deducción de Sherlock Holmes ni la astucia de Hércules Poirot. Pero, no hay momento más terrible que el de la verdad. Estar aquí, requirió coraje y valentía. Se lo dije. Le conté que te busqué y que logré encontrarte. Sus ojos se llenaron de lágrimas, le tembló la mandíbula, guardó silencio. Me dio la bendición y me deseó que encontrara lo que estaba buscando.
Sí. Era el cuarenta y ocho de la fila y ella lo sabía. Se abren las puertas de vidrio de la librería y dentro de nada, las fieras del tiempo me darán permiso de pasar para cumplirte un gusto que no me has pedido. Te felicitaré por tu nuevo libro. Me verás, te veré. ¿Sabrás? Sabré.