Todos hemos nacido, en alguna parte, en algún momento de la historia. Eso todos lo tenemos en común. Todos estamos en esta misma condición humana. No lo hemos escogido. Nos encontramos como ubicados, deseados o sencillamente presentes en este planeta Tierra que compartimos. Eso, lo que parece banal, de hecho, no lo es en absoluto. Porque henos aquí: en un aquí y ahora, el de cada uno, en su diferencia única e insoslayable y, a la vez, metidos en el espacio de la comunidad humana, la «familia humana», como lo dice clara y sencillamente la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Esta constituyó, en su tiempo que continua, el máximo de la reflexión de la humanidad entera sobre el sentido ya inscrito en ella; la luz que trasluce de su propia estructura inteligible; la esencia de lo que es universalmente humano sin importancia del dónde y del cuándo. Un conocimiento trascendente al espacio y el tiempo. Qué afirmación y qué seguridad esta nos brinda en el momento cuando sentimos más bien el riesgo de ver todos los valores inscritos en este Humano Universal amenazados a través del globo.
Intentemos acercarnos a nuestra búsqueda con estas reflexiones meditativas y racionales.
El que mira la vida alrededor de sí lo sabe; el que lee las noticias del mundo lo sabe; quien mira lejos, «tele-viendo», se percata a distancia de las pruebas a través de sus ojos. Hoy vemos y sabemos tanto, por primera vez en la historia; y ese saber puede llevarnos a una sabiduría nueva, recabada a partir de lo concreto, de lo real —la palabra saber proviene del verbo latín sapere que significa saborear con todos los sentidos—. Si nuestro deseo nos lleva hacia el infinito, nuestro conocimiento real, sin embargo, queda fragmentario. El espíritu humano se manifiesta así, como siempre, ya involucrado en los tejidos de la realidad, esta que es aparente, consciente, inconsciente o reprimida. Nacemos, como parciales, como incompletos intelectualmente, teniendo a nuestro alcance solamente fragmentos de comprensión. Eso todos lo tenemos en común, esta escasez de información y podemos elegir; sea para contentarnos, incluso para complacernos en lo fragmentario como parcial, lo mío, lo del grupo, lo del clan, lo del país, o más bien, podemos abrirnos a lo que es universalmente humano, a lo que vale en sí.
Reconocer esta esencia de lo humano, significa seguir las verdades expresadas en la Declaración Universal con respecto a la dignidad humana y de los derechos inalienables, y de lo que ellos inspiran, como consecuencias entre los seres humanos de buena voluntad, porque el saber llama a su realización. La plenitud es lo que todos perseguimos. Hemos nacido para ser felices, llenos de una felicidad que anhelamos. Nuestros deseos no son en vano. Es preciso entrever sus direcciones, intuir sus sentidos para recoger el mensaje metafórico que nos transporta hacia un cumplimiento que reúne el aquí y ahora, con una mirada que lleva más lejos en el futuro, hacia una cultura eco-psicológica sostenible, puesta al provecho de, lo que desde antaño, se le llamó el Alma. Esta misma asumió otros nombres al mantener el mismo fondo de referencias, el «yo» profundo, el espíritu, la esencia; que dicen el alma individual indestructible, quizás sin inicio y sin fin, como se atreven a afirmar tradiciones espirituales muy antiguas de la humanidad.
Es verdad que nuestra vida cotidiana nos ubica en un campo de experiencia y de visión interior, que nos hace centrarnos en esta instancia de control que vigila el buen funcionamiento de nuestra sobrevivencia y que solemos llamar el «ego». El pronombre personal de la primera persona, en gramática, apunta efectivamente a nuestro punto de vista en este mundo complejo para hacerlo accesible, simplificándolo: yo veo, yo hago, yo pienso (ego, aham, ani, anna, I, ich, yo); «soy yo que veo y he aquí mi punto de vista». Ahora, este es parcial y yo estoy corriendo el riesgo de convertirme así, en un partisano de mi mente, de mi opinión, si no me abro a otros puntos de vista, a los otros con sus puntos de vista, al espacio intersubjetivo que nos reúne a todos en un mismo mundo.
Nacido naturalmente parcial, tomando una parte y convirtiéndome por ende, potencialmente en un partisano de una vista limitada, con una sola perspectiva, mal entendida, como el único fundamento de mi saber, soy sin darme cuenta, fundamentalista de un saber que me presenta mi ego, en riesgo de convertirme en fanático (fanas: templo). Mi pensamiento defendería a toda costa un templo de verdades. Ahora, es también verdad que me es posible, en virtud del espíritu en mí, elevarme por encima de lo parcial hacia lo universal, poder reconocer esta referencia universal que me rebasa, arrojando luz sobre mi propio lugar individual y único en lo que, en mí, hay de universalmente humano. Así que yo, quien vive a partir de mi ego, puede elegir salir de mi ego, me descubro como universal. Liberado de la constricción limitante de mi ego, me encuentro alumbrado, lleno de la luz del espíritu que reconozco en mí, convirtiéndome en un ser humano completo, realizado en su saber esencial.
Respirar, soplar el Espíritu
Desde que hemos nacido, respiramos. Eso todos lo tenemos en común. Todos re-spiramos, in-spiramos el aire, invisible, y esta actividad vital la tenemos hasta el momento que ex-spiramos, cuando paramos de respirar. Hablamos de una ciencia, por decirlo así, experimental. Esta que nos es común a todos y la cual queremos entender a continuación, discernir su sentido para compartir la experiencia primordial del espíritu.
Al percatarme del Espíritu en mi espíritu, un ser individuado, encarnado, comprometido, posicionado, estoy avanzando hacia este espacio donde yo soy mí mismo; y paralelamente estoy vislumbrando la universalidad. Visto desde esta perspectiva, estamos hablando de lo que es la espiritualidad. En muchas lenguas, como en las lenguas románicas, el origen de la palabra evoca un imaginario de movimiento de animación, de respiración, del aire que nos permite respirar y movernos. Así el Espíritu nos inspira un estado de espíritu, una espiritualidad (atman en sanscrito que se encuentra en el atmen, respirar en alemán; rouchaniut, de rouach, pnevmatikotita de pneo – soplar; douchovnost de dich, spiritus de spirare). Lo que nos hace movernos, lo que nos inspira, lo que nos hace soplar, como seres humanos, es el Espíritu en nuestros espíritus, que también se dice consciencia. El hombre ha nacido, por naturaleza, como ser espiritual. La espiritualidad nos reúne como género humano –el corazón de la Humanidad es la espiritualidad–.
El espíritu trasluce como una evidencia; el carácter espiritual designa este aspecto del espíritu que le otorga esa luz interior, que todas las tradiciones de la humanidad nombraron y señalaron como el centro, el corazón, el interior del Hombre, efecto y el reflejo de su alma. No ver esta luz interior, significa no tomar consciencia de lo que nos anima del interior, este espacio alumbrado en el cual nos vemos, gracias a esta luz que nos ilumina nos hace ver el Universo. Hay momentos para cada uno, estos que nos inspiran, como se suele decir, los que nos inspiran verdaderamente y nos hacen ver lo que, en sí, es evidente. Ver en toda consciencia esta luz es salir de la ignorancia, de esta oscuridad u opacidad en la cual, sin saberlo, nos encontrábamos antes. Después, uno sabe. Lo tocamos, lo saboreamos como lo propone el origen de la palabra sapere: saber es disfrutar.
De la ignorancia, de la privación del saber, llegamos al saber, es decir, al conocimiento. Una etimología, aunque sea errónea, vislumbra evocadora: nacemos a nosotros mismos, nosotros conocemos –con-nacemos, es el nacimiento a nosotros mismos, nuestro conocimiento con–nacimiento–. Es gracias al Espíritu, que nuestros espíritus se descubren como espirituales, en la medida en que nos es dado el tener este conocimiento, esta luz sobre el interior de nosotros, este núcleo desde donde surge esta capacidad de darse cuenta de esta luz consciente. Así nace en nosotros una espiritualidad que nos libera de esa ignorancia, de esta falta de luz y de consciencia que nos haría faltar del sabor de respirar, creando la desesperanza, el aburrimiento, la «acedia», esta actitud que podría tornar la dirección de nuestro espíritu en un contrasentido.
La espiritualidad es esencial para nosotros. La espiritualidad es vital. Nuestra espiritualidad es nuestra vida. Lo que nos es común, en nuestras espiritualidades individuales, en nuestros ritmos individuales de respirar, se encuentra el Espíritu. La razón de esta ventaja sobre la parte inconsciente y pesada de nuestro ser frágil, es que ella nos permite abstraernos de lo individual, único, hacia lo que apunta lo universal. En resumidas cuentas, de la reflexión, nuestra mirada se abre a lo que pertenece a todos nosotros, a la Humanidad. La Humanidad, para tomar consciencia de sí misma y para discernir su sentido, necesita esa luz interior del Espíritu que descubrimos como espiritualidad.
Nuestra humanidad se desarrolla en función de su autoconocimiento. Lo espiritual se manifiesta siendo una condición necesaria para que la humanidad acceda a su toma de consciencia de lo que ella puede ser, de lo que ella está llamada a ser. Este lenguaje que apunta lo esencial, lo sustancial, se compagina en realidad con el lenguaje del movimiento, del nacimiento, del crecimiento. Hemos nacido para nacer a nosotros mismos en plenitud. Cada uno, como también la humanidad en su conjunto, abstracción necesaria, útil, ideal-realista, se encuentra en crecimiento de consciencia; esta que arroja luz sobre el sentido del inacabamiento, de este movimiento de pasaje, como también sobre el sentido del acabamiento personal y universal en la historia.
Ahora, este sentido es el más arduo por captar. Rebasa lo que se puede decir en este lugar. La espiritualidad facilita un saber que va más allá del saber. Refiriéndonos al origen de la palabra saber, es verdad que podemos, por así decirlo, saborear una comprensión de la cual nos falta ordinariamente la expresión. Expresiones extraordinarias las encontramos en el arte, en la música, la literatura y la poesía.
Nos superamos a nosotros mismos en virtud de nuestro espíritu y la espiritualidad resulta como una evidencia. Yo me percibo, así como espiritual y reconozco a los otros como espirituales. Espiritualidad y Humanidad constituyen una unidad. Esta evidencia es liberadora, es decir, cuando ella adviene a mi espíritu tal como una anunciación, un apelo, un despiert, metáforas que (literalmente del griego meta-pherein) nos transportan en este espacio de libertad primordial, el espacio interior infinitamente más grande que el que ocupa, hasta nuestro último soplo, lo que llamamos nuestro ego. El Yo profundo, este Sí Mismo (sva, selbst, self), esta alma en crecimiento de consciencia de sí misma, he aquí los nombres que designan este interior de nosotros el cual tiene su espacio y que nos tienen en su espacio propio, el espacio del Espíritu.
Este espacio se amplifica por las diferentes prácticas de respiración espiritual que existen en las tradiciones de sabiduría, el pranayama-yoga, la oración, la elevación del espíritu, la meditación, la contemplación, el recogimiento, todo tipo de concentración que nos ayuda a centrarnos, a recogernos para construirnos y constituirnos. En esta respiración profunda, al presenciarnos a nosotros mismos, crecen las energías o fuerzas positivas que agilizan nuestras actitudes libres, que nos permiten actuar, lo que tradicionalmente se llaman las virtudes y se merman en este espacio; lo que vician nuestros actos de libertad que se llaman a propósito los «vicios». La espiritualidad es la referencia a esta experiencia de cada uno consigo mismo; la espiritualidad constituye así, la referencia al espacio que compartimos todos en cuanto Humanidad.
Yo soy parte de la Humanidad; yo, ser humano, entre millares. Todos seres humanos individuales y, del punto de vista que se añade al mío: todos, universalmente como seres humanos. La Declaración Universal de los Derechos del Hombre se refiere a esta realidad: a lo que es común a la humanidad en su conjunto, en su integralidad.
Desde mi yo al «inter»
La experiencia de ser sí mismo, la de vivir en su libertad de expansión significa salir de toda constricción a menudo pensada como destino incurable, adelantarse hacia lo Humano Universal, hacia lo que la humanidad suele designar al balbucear la palabra «Dios»: lo Divino. La Declaración Universal de los Derechos del Hombre, con sabiduría y prudencia, decidió de no nombrar el principio subyacente y fundador de la dignidad humana como «Dios», sustantivo tan venerable y al mismo tiempo fuente de tantos malentendidos y conflictos. Lo Divino estriba en el corazón de lo humano. Se encuentra ahí, pero muy a menudo sin ser nombrado, aunque percibido de alguna forma también para los que se llaman ateos o se dicen agnósticos, como lo que es profundamente humano y que constituye el ser en su humanidad.
El saber esencial sobre nosotros mismos es accesible y posible. El hombre puede descubrir este espacio de auto-referencia en sí mismo y este espacio de libertad, porque aquí la definición precede toda asignación o afirmación exterior. El contacto consigo mismo, tocar su alma así, significa reanudarse a lo que en nosotros es lo más individual y también lo que nos une a los otros, a la Humanidad, como si, al volver en mí, ahí yo estoy descubriendo también a los otros, siempre a mi manera, pero presintiendo la verdad de la humanidad que habita en mí. Esta percepción es subjetiva, y al reconocerse entretejida con lo que me aportan los otros, se reconoce intersubjetiva en el sentido de que el «inter» designa este espacio de todas las posibilidades que se abren para apercibir en nosotros la Humanidad.
Hemos nacido en este espacio «inter». Inter-venimos en este mundo desde nuestro nacimiento, rodeados de los otros. Nos debemos a los otros, empezando con nuestros padres. Así que la alteridad nos precede y nos rebasa. Efectivamente, hemos nacido en el corazón de la humanidad. Vivir en consciencia de eso es vivir la espiritualidad, o mejor dicho, vivir en un espacio de inter-espiritualidad, existir como humanos universales espiritualmente conscientes. Inter-actuamos, inter-comunicamos, nosotros seres inter-subjetivos, viviendo en una red de inter-net planetario.
Haría falta tiempo (objetivo y subjetivo) para reconocer en fin la evidencia que toda referencia a un país, a una tradición, a corrientes, a pensadores, a autoridades religiosas o étnicas, por cierto, útil y necesario para identificarnos y reunirnos. Sin embargo, parece en profundidad definitivamente como superflua y literalmente como fluyente encima de lo que es más profundamente subyacente a la definición de la Humanidad. Con un retraso considerable, al final estamos reconociendo la autonomía inalienable del espíritu –con textos escritos con la sangre de los mártires, de los héroes de la lucha por la verdad, como si hiciera falta este sacrificio, todos esos sufrimientos aportados como testimonios, como prueba de la verdad de lo que es inscrito en cada hombre en cuanto hombre–. Esta autonomía, una vez que reconoce los límites de su libertad individual, vivida en el respeto de la libertad del otro, una vez que respeta no hacer sufrir a los otros lo que ella no desearía para ella misma. Bajo estas condiciones reunidas, esta autonomía del hombre es su reino; el reino no de los cielos, sino de esta tierra; el paraíso al fin encontrado, la alienación siendo imposible en su principio, porque en teoría, con vistas a la liberación consciente hacia la autenticidad de su vivencia única como persona.
Quien dice espiritual dice auto-referencial y universal. La espiritualidad permite descubrirme a mí mismo en la luz del Espíritu quien me rebasa por ser universal. Mi experiencia me lleva a la aprehensión de este espacio interior y me reúne conmigo mismo. Este hallazgo, capital porque vital, este encuentro con su yo profundo. ¿Cómo se efectúa o cómo organizarlo? ¿Mediante qué consejo exterior se puede abordar?
La búsqueda del saber esencial y de la liberación que ella brinda. Una sola respuesta se impone: si es verdad que todo tipo de pedagogía, de instrucción, de aprendizaje o de iniciación es útil y propicio, algunos dirían indispensable y necesario: el trabajo esencial es individual ; el trabajo sobre sí, expresión tan acertada para esta atención continua a sí, que se asemeja a una terapia de cirugía sutil, a saber, de auto-psicoterapia, que recoge, también, lo que antaño se llamó los ejercicios espirituales. Para asegurar ese trabajo sobre sí mismo hace falta que sea sostenido y aclarado por una actitud meditativa, contemplativa, de interioridad, para concientizar y poner en práctica esta responsabilidad que nos incumbe a cada uno como seres humanos para vivir individualmente la dimensión universal de la Humanidad inscrita en cada uno de nosotros. Solo mi propio espíritu puede encontrar y reconocer el Espíritu de las verdades expresadas en la Declaración Universal que nos hace falta leer y releer.
Acceder a este espacio interior donde estas evidencias se abren a nuestro espíritu depende de nuestra disposición y de nuestra voluntad, esta de gente de buena voluntad. Más que de un método, se trata aquí de una ciencia personal que es un arte y hay tantos caminos de artistas como hay de seres humanos. Siendo artista es mi manera de entrar en este espacio y de habitarlo, estoy curando las trabas y las limitaciones que toda ciencia aportada e importada del exterior me obliga a seguir y me impone deber creer en ella. Aquí, solo el arte cura y quien encontró su arte está curado. Artista de mí mismo, siguiéndome a mí mismo, a esta inspiración que es la mía, así estoy curando la grieta en mí, producto de mi ignorancia al fin aclarada e iluminada definitivamente por la dimensión liberadora de lo Universal que surge en el seno mismo de mi espíritu.
Todavía parece casi utópico visualizar una situación cuando la sinergia y la confluencia de los genios individuales de las personas brinden su dinámica carismática como aporte a la sociedad sin que se prioricen en este proceso los deseos de poder y de preponderancia. ¿Cuándo se prioriza lo que favorece la convivencia creativa sin mermar o aplastar lo individual único en cada uno –¿sería el Cielo en la tierra? Sí, ya mucho de eso– y sabemos que es eso lo que más trabajo nos cuesta a cada uno. He aquí la insistencia en el trabajo sobre sí, este trabajo que ni la sociedad ni mi vecino pueden efectuar en mi lugar. Ahí estoy yo, con la libertad de mi Yo.