Llegó a decir el haijin (poeta de haikus) Bashó, en serio y en broma, que las reglas del haiku —que son muchas— hay que aprenderlas muy bien, porque si no, ¿cómo haríamos para olvidarlas?
¿Cuándo es que se olvida una ley que se aprendió? Pues cuando se pasa de la disciplina a la coherencia. Al empezar con la disciplina nos vemos obligamos a determinadas conductas, a seguir particulares caminos y dominar fuerzas y líneas de acción. Con la coherencia, en cambio, conseguimos espontáneamente que nuestros esfuerzos no se disparen sin rumbo: coherencia es una herencia en común de nuestros actos sin que nuestra voluntad aparezca manifiesta. Cuando dejamos de gritar y patalear sin significado y empezamos a caminar con cierta elegancia, moderando fuerzas y apetitos, habremos dejado el ruido del grito y habremos conquistado el silencio del lenguaje; y ahí, es cuando podemos abandonar la barcaza con entera confianza y empezar a caminar sobre el agua.
No obstante, nos hemos ajustado a una tradición que nos quiere llevar por las amplias avenidas de la velocidad en vez de pasear a campo traviesa. La clave que propongo es el paseo lento hasta comenzar a distinguir lo que llamé: El Delicado Sendero.
El Delicado Sendero
Cierta vez escribí:
Caminar entre las montañas áridas de la lógica. Escuchar cómo retumban, yendo y viniendo por las paredes abismales, los ecos formidables del intelecto. Ver entre los valles y las cimas, cómo luchan los ejércitos de las ideas, porfiando cada una en inacabables disputas por el estandarte de la Razón. Todo es fragor y lucha en derredor. Pero el Delicado Sendero se abre paso por entre las raíces portentosas de los montes... El Delicado Sendero deja al mundo que se deshaga y se reconstruya a su alrededor tantas veces como quiera y pueda. El Delicado Sendero se puebla de rayos de sol y de sombras, pero nada lo interrumpe; nada evita que fluya... y a veces lo transitó un Hombre... Nunca ese Hombre interrogó al camino sobre sus metas u orígenes. Jamás El Delicado Sendero quiso saber el nombre del caminante.
Ese sendero tan delicado que no pide nada a cambio para llevarnos como criaturas entre los embates del Universo, es la mejor síntesis —no matemática— que logra hacernos ver inseparables espacio y tiempo; y una vez distinguida la fuerza organizativa y creadora del orden, podremos aplicar ese orden desde nuestra potencia creadora.
El «aquí y ahora» muy afines a Occidente, reclaman en el formato haiku entender que son «siempre» y «en todas partes». El ajuste a las exigencias del haiku nos liberan para encontrar el tiempo y el espacio al escribir el instante: el haijin busca el instante que no refiere a ningún aquí o ahora para no atarse al espacio y el tiempo, cosas de las que carece el instante. Parece sencillo «capturar» el instante del haiku, pero no lo es. Si seguimos el delicado sendero de la tradición haiku (frágil, fantasmático, incierto) podremos empezar a tener en nosotros ese mismo delicado sendero de orden y armonía, de paz y serenidad. Sin la tiranía «del aquí y del ahora», sino con la libertad del «siempre» y del «en cualquier parte»: allí es dónde y cuándo moran los «instantes» del haiku.
En Occidente predomina la desorientación, pero la orientación es casi siempre una forma solapada de violencia. En la desorientación debemos pedir por un camino, por un sendero: algo transitado por otros y que nos lleve a cualquier parte: una tradición.
Aunque resulte desconcertante que un instante reclame tradición buscando perpetuarse y negando el tiempo, remitiendo a lo infinito y negando el espacio. Muy vinculado con el zen, hay negación en el haiku, y así, no interesa la duración del instante porque es un período de tiempo imposible en un espacio imposible. El «aquí y ahora» del haiku no es el aquí y ahora de nuestra cotidianeidad. Es contemplación absoluta, donde no hay espacio ni tiempo para que haya un «aquí» y un «ahora». Esta clase de contemplación requiere que la mente alcance cierto grado de silencio generado de sí misma.
Pero no somos orientales: nuestras mentes occidentales buscan la paz y el silencio orientales, desde nuestra turbulenta y occidental necesidad. Nadie «se recibe» de japonés, chino o indio siguiendo prácticas orientales, las cuales no son buscadas desde nuestra naturaleza, sino que se las busca como reacción al barullo mental occidental; y eso solo cuando nos damos cuenta del alboroto «de nada» que suele llenar nuestra consciencia. Y no es que estos pueblos orientales sean modelo absoluto de paz: ellos han tenido y tienen sus violencias psicológicas y físicas como cualquier occidental. No es casual que el Kalaripayatu (milenaria arte marcial de India) haya nacido en el mismo país en donde nacieron el orden, paz y quietud absolutos del dharma y del yoga; o que artes marciales hayan también surgido en tierras del taoísmo —como el kung fu Shaolin— y ni qué hablar de la plétora de artes marciales japonesas, coreanas, etc. Pueblos que nos hablan de paz, de armonía, de nadas existentes, de meditación, etc., y que luego presentan una faz violenta análoga y hasta superior a la occidental y que sabemos utilizan efectivamente en el mundo real. Así pasa con el arte guerrero del bushido o código moral del guerrero japonés: guerreros que suelen anteponer en su formación, un haiku de alta influencia zen.
De hecho, han sido en su mayoría naciones expansionistas —imperialistas— que entraron en feroces guerras hasta llegar a la Segunda Guerra Mundial con regímenes políticos autoritarios, diametralmente alejados de la política que enseñaba Lao Tsé. No podemos hablar de un mundo paradisíaco en Oriente porque dista mucho de serlo, sino porque es muy propio de nosotros esa tendencia a asimilar lo lejano a lo utópico. Si utópico quiere decir «lugar que no existe», Hiroshima y Nagasaki fueron todo lo contrario a «lugares inexistentes».
En cualquier caso, estamos hablando de seres humanos indios, chinos o japoneses que tienen mucho para hacernos mejores occidentales. Tanto Lin Yu Tang —que introdujo la China tradicional a Occidente— como Daisetzu Suzuki —que hizo lo propio con la tradición zen—, han servido para que aprendamos ciertas estrategias de pensamiento que pueden sernos muy útiles: «El zen hará del cristiano, del judío o del musulmán, mejores cristianos, judíos o musulmanes», nos decía Suzuki. A pesar de estas diferencias epistemológicas, la entrada a Occidente de lo oriental nos puede ayudar, aunque no cambiar lo que somos. ¿Y cómo podemos ayudarnos con estas prácticas y estilos de pensamiento? Viendo que existen otros estilos de pensamiento.
El haiku es otra forma de hacer poesía que dista mucho de la poesía occidental. Y vemos que libera otras formas de entender el tiempo y el espacio por lo que el instante del haiku es muy diferente del nuestro. Pensemos: ¿cómo reaccionaríamos si viéramos la luna por primera vez? ¿Y ver una mata de pasto por primera vez? ¿Y ver que cae agua del cielo? ¿Y ver los árboles bambolearse sin que nada a la vista los mueva? La lluvia es rara. El viento es raro. El sol y su luz y calor son raros. Vivimos en un mundo asombroso ¡Si uno entendiera que siempre es el elegido para estar allí donde está y en el tiempo en el que toca vivir! Si entendemos estas «rarezas» que nos asombran, entenderemos que los instantes valen por lo infinito y lo eterno: son el «instante» del haiku.
Cada instante encierra toda nuestra tarea en el mundo y la lógica vive ese instante de vida con total y sincera dedicación. El ver al mundo como occidental, pero por primera vez, es el «aquí y ahora» del haiku. Ver el mundo por vez primera siempre: con sinceridad, con clara higiene mental y espiritual.
El poeta tiene una conexión especial con el mundo en algún momento de su vida poética. El haijin trabajará sobre la necesidad y urgencia de la conexión. El haijin no trabaja su haiku, aunque le pueda llevar mucho tiempo terminarlo. El occidental, en cambio, trabaja su poema habiendo poemas hermosos de uno y otro lado. El «trabajo» de observar será un buen ejercicio para el poeta occidental que piensa poéticamente, sintiendo las vibraciones de su alma mientras busca la palabra, el verso, la metáfora que necesita, hasta sufrir el agobio de que «no se le ocurre» la palabra, verso o rima salvadoras; hasta que al final, tras un tiempo, lo poético «se le ocurre», pero a quien «se le ocurre» es a su ego. Al haijin, en cambio, el haiku «le ocurre»: prescinde de sí y despierta al instante metafísico, viendo lo universal en lo intrascendente. Intuye que ahí, en ese pájaro que voló, en esa nube que llamó su atención, en el perro que pasa, hay un poema sintético. El haijin será paciente. Sonríe. Confía en el Delicado Sendero, porque es en esa confianza donde «ocurre» el humilde encantamiento del haiku.