Para Adela Martínez, con un recuerdo emocionado. Asimismo, para Virginia, Jorge, Daniel, Patricia y Raquel Nunes.
Parece ser que la España de los años sesenta no fue tan truculenta como algunos pretenden. Cierto: la dictadura del general Franco fue una experiencia que traumatizó a millones de ciudadanos que, anonadados ante la mezcla de represión y precariedad existente, no acertaban sino a sobrellevar sus vidas de la forma más anodina posible. Sin embargo, en el interior de aquel país, contra viento y marea y desafiando las leyes inicuas de un régimen opresor, la vida se las arreglaba para decir aquello que no podía sino insinuarse de forma elíptica, tangencial, con sobreentendidos que, a la par que curiosidad, despertaban complicidades de todo tipo.
Ese, al menos, fue el mensaje que le dirigió a Max Aub el conocido dramaturgo Antonio Buero Vallejo. Para Max, que en el año 1969 volvió a España después de treinta años de exilio, su visita, si bien no se malogró, sí estuvo cargada de cierta desazón. Una angustia moral que nunca más le abandonaría y que alcanzó hasta su lecho de muerte, sobrevenida en México en 1972. Al parecer, el gran escritor que fue Aub no valoró suficientemente los logros obtenidos por aquella España que ya se preparaba para salir de la pesadilla del franquismo, decidida a embarcarse en la gran aventura que fue la transición hacia la democracia.
Creo que Buero Vallejo tenía razón en esa controversia que sostuvo con el autor de La gallina ciega, dietario de aquel viaje español que tantos lectores ha cosechado. Un ejemplo —y casi perfecto— lo tenemos en la evolución del cine español, que pasó de cantar las glorias patrias a producir películas que transmitían el espíritu de inquietud y rebelión que, desde principios de los años sesenta, empezó a manifestarse en el ámbito de la Escuela de Barcelona.
Integrada por jóvenes realizadores con escaso bagaje cinematográfico, dicha agrupación se caracterizó por su espíritu de rebeldía, así como por cierta audacia al abordar proyectos sin demasiados medios. En alguna medida, fue un movimiento que se hizo eco del free cinema inglés y de la Nouvelle vague francesa; pero hay quien dice que esas influencias fueron —cuando se dieron— puntuales y poco significativas. Son opiniones encontradas sobre las cuales no hay un amplio consenso.
De esa fuente, sin embargo, brotaron quienes más tarde serían reconocidos como creadores cuyo discurso, bien articulado, formularía propuestas en abierta ruptura con un cine comercial folklórico y rancio. Así, su nómina más representativa estaría integrada por directores tan conocidos luego como Gonzalo Suárez, Jaime Camino, Jacinto Esteva, Vicente Aranda, Jorge Grau, Pere Portabella... y José María Nunes, entre otros.
Precisamente Nunes, el realizador más enragé de todos ellos, fue uno de los pilares de esa Escuela de Barcelona con filmes tan representativos de la misma como Mañana, Noche de vino tinto, Biotaxia, Iconockaut, Sexperiencias... y un pensador cuyas ideas libertarias dieron libros tan poco comunes como Cenestesia (Una cierta sensación de vida al margen de los sentidos) y Asesinato pluscuamperfecto, del que el historiador Minguet Batllori ha dicho que se trata de «Literatura en estado puro, no escritura funcional puesta al servicio de un fin mayor».
Así pues, con estas y otras notas propias de su biografía pública, podemos decir de José María Nunes que además de encarnar a un gran cineasta fue un pensador cuya raíz libérrima, propiamente anarquista, fertilizó durante largos años el panorama de Barcelona, ciudad a la que estuvo profundamente unido y de la que sus películas dan un fiel reflejo henchido de entusiasmo.
Entusiasmo es la palabra que mejor define el espíritu de este portugués de origen que, a los trece años y en Sevilla, empezó a trabajar como meritorio en rodajes de películas hasta conseguir trasladarse con su familia a Barcelona. Luego, en la Ciudad Condal, y desempeñando toda clase de labores en el ámbito cinematográfico, logró formarse con el director Enrique Gómez y con el productor Ignacio F. Iquino. A partir de ese momento y tras los estrenos de Mañana y Noche de vino tinto, su carrera como cineasta despegó con fuerza inusitada hasta situarse como uno de los miembros más destacados de la Escuela que nació, con esas y otras películas, en Barcelona.
Precisamente en dicha ciudad y en los albores de la democracia que empezamos a inventar a partir de 1977, lo conocí en una librería propiedad de un histórico del antifranquismo cuya matriz libertaria hundía sus raíces en una familia de larga tradición anarquista: Salvador Gurucharri.
La librería, desde luego, no era otra que Los Artales, situada en el corazón del Barrio Gótico, y en ella participé en una tertulia integrada, entre otros, por los escritores Abel Paz y José Martín-Artajo; los pintores Armand Cardona i Torrandell y Antonio Beneyto; la actriz María Espinosa y José María Nunes. En dicha librería tuvo lugar un encuentro que, a la postre, sería decisivo para mí: en ella trabé conocimiento con una joven muchacha cuyo destino de modelo y actriz se vio truncado por imponderables que toda existencia conlleva. Me refiero a Renée Calvi, mujer de rutilante belleza y gran talento interpretativo cuya vida tomó otros caminos que, aquí y ahora, no son del caso su relato. El amor, como la liebre, salta donde menos se lo espera.
En la atmósfera propia de esa época, plena de libertad compartida y de proyectos prometedores, fuimos tejiendo una amistad que, en el caso de José María Nunes, resultaría imperecedera. Fueron, en efecto, treinta años de diálogo creador y fructífero, multidisciplinar, pletórico de instantes agrestes y felices.
Nunes era, entre otras muchas cosas, un epicúreo; un hombre que sabía disfrutar de los placeres de la vida; a la búsqueda siempre del bienestar o armonía entre cuerpo y mente. Alguien que sabía proyectarse en los demás con modales exquisitos, de una sencillez y profundidad admirables. Un maestro de la imagen, fiel servidor de la palabra, y cuya fuerza moral resultaba cautivante y arrebatadora.
Uno de los lugares que frecuentábamos durante esos años era Casa Leopoldo, el restaurante dirigido por nuestra querida e inolvidable Rosa Gil, y al que solían acudir con cierta frecuencia Vázquez Montalbán, Félix de Azúa, Eduardo Mendoza y tantos otros escritores, artistas, poetas, editores... Un templo de la mejor cocina barcelonesa y un lugar donde explayarse y charlar durante horas.
El paso de esos años, que tantas ilusiones se llevó y tantos deseos dejó truncados, nos legó un recuerdo que solo la evocación pictórica de ciertos artistas plásticos ha sido capaz de transmitir: una luz profunda, mediterránea, incandescente; una luz que, palpitando en la tela, aún vive en lo más profundo del alma que nos lleva hacia no importa qué destino infrecuente.
Otra luz; otro tiempo.
En la producción de Nunes hubo un hiato, un período largo en que la industria del cine solo apostaba por guiones y proyectos más que trillados: películas previsibles, historias equiparables a los peores modelos importados, de carácter comercial y sin interés artístico alguno. Nadie invertía un céntimo en películas que explorasen las posibilidades del lenguaje cinematográfico, ensayos menores de un arte mayor destinado a promover una mirada propia acorde con la evolución de nuestra historia. Fueron para Nunes —y para tantos otros— años crueles de ostracismo, de reclusión en labores de escritura de guiones o de ideas susceptibles de ser llevadas a la gran pantalla.
Hubo, durante este período, personajes bien situados en el establishment televisivo y/o cinematográfico que tuvieron el dudoso gusto de caracterizar el conjunto de la obra de Nunes como la de alguien perteneciente al pasado, y que difícilmente podía responder a planteamientos o exigencias de futuro. Estos actores secundarios de una obra sin atributos ni cualidades de ningún género no estaban ni están capacitados para comprender el sentido de su obra. A pesar de la industria, de la nula o escasa visión de distribuidores «autorizados», en los últimos años de su vida y hasta el último momento Nunes dio sendas muestras de su talento con filmes tales como Amig@gima, A la soledad y Res pública.
Precisamente en esta época, y poco antes de su muerte, se inscribe uno de mis últimos y más entrañables recuerdos.
Tras rodar las dos últimas películas antes reseñadas y poco antes de su postrer cumpleaños, Nunes fue distinguido por el presidente de la República Portuguesa, Aníbal Cavaco Silva, como Gran Oficial de la Orden Militar de la Espada de Santiago de la Cultura, un justo y merecido reconocimiento al conjunto de su obra. Sin embargo, aquella condecoración suscitó no pocas vacilaciones y titubeos en el ánimo de Nunes. Así, un día, en el transcurso de una cena en su casa, me preguntó directamente:
—José Enrique, ¿crees que debo aceptar esa distinción que quiere concederme el presidente de la República de Portugal?
No dudé ni un segundo en darle mi respuesta:
—José María, no solamente puedes, sino que debes aceptar dicha condecoración... Y voy a decirte el porqué: A lo largo de la historia, los anarquistas habéis sido perseguidos, encarcelados, asesinados, escarnecidos, ninguneados... Os han cubierto de oprobio y mentiras, han deformado el sentido más noble de vuestra conducta y el afán de vuestros fines. Aceptar esa distinción supone, entre otras cosas, dar visibilidad no solo a una obra personal, sino a un esfuerzo colectivo que ha pagado un alto precio por la libertad, aquí y en todo el mundo.
Creo que este argumento, así como la vehemencia que puse en mis palabras, le convencieron. La ceremonia, a la que fuimos invitados un numeroso grupo de amigos y compañeros de fatigas, fue un acontecimiento memorable que muchos aún recordamos con cariño y ternura. Fue el broche de oro a una carrera personal que, gracias a Dios, pudo salvar toda clase de obstáculos.
Mas no acaba aquí nuestro relato. Días antes de cumplir ochenta años, sentí la necesidad de invitar a Nunes a un conocido restaurante de Barcelona, cercano al de Casa Leopoldo, en el que tantas veces compartimos mesa y mantel. La comida resultó todo un éxito, y fue ocasión propicia para comentar un sinfín de anécdotas que acontecieron a lo largo de nuestra amistad. Así, recordamos al escritor argentino Raúl Núñez, y con él, ya que no whisky, derramamos vino tinto sobre el recuerdo de tantos amigos muertos. Después, tras los cafés, decidimos dar una vuelta por aquella Barcelona que se nos iba de las manos inevitablemente.
Dimos un gran paseo por el barrio del Raval, deteniéndonos ante su antiguo estudio para hablar de los muchos guiones que allí, él había escrito; nos internamos por el dédalo de callejuelas del Barrio Gótico, y, ante mi antigua vivienda, situada en la Plaza de Sant Just, pudimos sentir los aromas del aire de ese rincón tan peculiar de nuestra ciudad. Hablamos y hablamos: de los proyectos, de las grandes esperanzas compartidas, de la vida vivida, con el sentimiento de que un tiempo único cerraba su círculo para internarnos en una onda gravitacional desconocida. Sí, nada se detiene y todo fluye.
Después, al acompañarlo hasta la parada del transporte público que lo llevaría hasta su casa, nos dimos un abrazo. Y mientras el autobús subía por Vía Layetana, de pronto, fui tomado por una nostalgia y una tristeza infinitas. La congoja se apoderó de mi garganta y sentí brotar un hilo de llanto que, a medida que descendía hacia el mar, traté de reprimir inútilmente. Sentí, por un instante, que el tiempo, como la Tierra, rodaban dentro de mí para preguntarme sobre el curso de las cosas y los seres queridos. ¿Qué destino nos aguardaba al otro lado del camino? ¿Qué sería de todos nosotros? ¿Hacia dónde iba la ciudad que tanto amábamos? ¿Cuál había sido la suerte de Renée Calvi, la mujer a la que tanto quise y que aún vivía en mi corazón?
Preguntas sin respuesta. Solo el mar, las olas que aquel levante estampaba sobre la playa, acogieron el desahogo de mi pena bajo la cúpula de un cielo invernal, donde el disco solar aparecía como única certeza de nuestra existencia.
«Somos la edad del Sol y nuestra soledad es infinita como el devenir del universo». Eran palabras que Nunes solía repetir a menudo.
Comprendí entonces que nunca más volvería a ver al amigo, al maestro, al compañero de este viaje maravilloso, caótico y terrible que despliega en el tiempo la escritura de la vida.
Como el grito de las gaviotas que revoloteaban en ese momento sobre mi cabeza, acudieron a mi mente los versos de Agustín García Calvo. Apenas un ligero, un leve aleteo:
Pero, con todo,
tú oye, y lo que entiendas no lo entiendas: solo
entiende lo que no se entienda; olvida todo
lo que se sabe, y haz de modo que tu olvido
sea tu saber.