Cuando apreciamos arte producido casi dos siglos atrás, estamos a menudo sujetos por nuestra cultura occidental a cierta linealidad que nos impide adelantarnos o atrasarnos con respecto al tiempo en que fue producido. Desde la perspectiva del nacimiento y la muerte, el tiempo es cuantitativamente lineal. Nuestro cuerpo en forma y estructura física es una clara referencia al paso del tiempo. No rejuvenecemos sobre esta tierra, sino que envejecemos. Sin embargo, en las culturas orientales, el tiempo puede ser circular cuando aplica a la conciencia que es la base de nuestro ser interior afectando como vemos y sentimos. En otras palabras, podemos separar nuestra dimensión física, material, de la materia mediante la conciencia.
Es así como podemos apreciar el arte en un contexto espacio temporal más amplio, sin las restricciones físicas del tiempo y el espacio actuales para comprender por qué obras producidas en el pasado siguen manteniendo vigencia e influyendo en las nuevas generaciones de artistas y espectadores.
Pocos artistas en la historia del arte han sido capaces de demostrar la circularidad del tiempo como el inglés, Joseph Mallord William Turner. Fui impactado por su obra en mi primera visita en la primavera de 1984, al Museo Metropolitano de Arte en Nueva York, como parte de un periplo a seis estados financiado por el Departamento de Estado norteamericano.
Atiné a sentarme en una banca en medio de la sala donde dominaba su óleo sobre tela de 1845, El barco ballenero. Quedé absorto ante la vastedad de la luz y la atmosfera de aquella obra. Turner la completó cuando tenía 70 años. Tanto seguidores como detractores coincidieron en afirmar, cuando se exhibió por primera vez en la Academia Real de Londres, que era difícil distinguir los botes de pesca y la ballena dando coletazos, aunque se ubicaban en el primer plano y hacia el centro de la composición pictórica.
Es una de las cuatro marinas de gran formato, en óleo sobre tela, sobre balleneros que pintó y la única en un museo estadounidense. La obra resume dos de los recursos compositivos que Turner llevó a los extremos: la luz, y la atmosfera. Es una obra que conmueve por dos razones principales: su intimidad y borroso caos.
Turner concibió la mayoría de sus obras de madurez no para ser observadas desde un ventajoso punto fuera del marco, sino como una atmosfera que envolviera literalmente al observador para impactarlo completamente. El formato trasciende la escala humana creando distancias ilusorias que fuerzan al espectador a participar en la obra. No menos importante es el hecho de que la iconografía, sin importar cuan vaga parezca, es frontal y se dirige a quien observa como en el arte primitivo.
No recuerdo cuanto tiempo estuve sentado en la banca del museo, inmerso en la obra, pero si debo confesar que perdí el sentido del espacio y la consciencia del cuerpo, por lo que ya no importaba cuanto tiempo había pasado.
Por otra parte, el borroso caos que me conmovió era, como descubrí más tarde, producto de una tensión entre opuestos; luz y oscuridad. No podemos, ciertamente, ver sin luz y ningún pintor que haya estudiado y conocido puede ver luz sobre un objeto sin ver también sombra u oscuridad.
¿Puede y debe el arte representar a la vez un mundo visible, y luminoso, así como uno oscuro y oculto?
Turner tuvo una pasión única por la luz turbulenta, desordenada y en movimiento. La estudió y pintó intensamente en relación con inundaciones, tormentas, nieblas, vapores, nieves y lo que algunos de sus críticos describieron como «eventos cataclísmicos».
Como artista, Turner fue estimulado desde temprana edad por su infatigable deseo de mirar y registrar su entorno, y su amor tremendo por la luz, pero su vida personal se volvió gradualmente un enigma oculto en la oscuridad.
Dos muestras organizadas este año a partir de la colección que Turner legó a su muerte en 1851 al gobierno británico, la primera en el Musée National des Beaux Arts du Quebec (MNBAQ) y, la segunda, en el Museo Moderno Tate en Londres exploran, respectivamente, el concepto romántico de lo sublime y su contemporaneidad artística y política al reposicionar al artista en medio de los cambios paradigmáticos en las ideas, los conflictos y la revolución industrial de la que fue testigo.
Drama en el caos
Turner nació en Maiden Lane, Covent Garden en 1775, aunque se desconoce el día exacto de su nacimiento. Fue el único hijo varón de William Turner, quien trabajó elaborando pelucas y terminó estableciéndose como barbero, y Mary Marshall, quien provenía de una familia de carniceros y que, afectada por la pérdida de su única hija por una grave enfermedad, se volvió mentalmente inestable y debió ser recluida en un asilo para dementes en 1800, donde murió cuatro años después.
La trágica vida familiar de Turner condujo, probablemente, a que fuera enviado en 1785 a vivir con un hermano de su madre a Brentford, un pequeño pueblo cerca del Río Támesis, donde pudo asistir a la Escuela Libre por cinco años. Ésa fue la única enseñanza académica recibida por Turner, pero una que le permitió revelar por primera vez su interés por la pintura. Por entonces ya había realizado varias obras, que fueron exhibidas en el negocio de su padre.
A los 14 años, logró ser admitido en la Academia Real de la Artes, donde rápidamente estableció mediante sus habilidades una reputación como pintor al óleo y acuarelista. Fue el más joven pintor en exhibir en la muestra anual de la prestigiosa institución. A los 24 años ya era miembro asociado de la Academia y, a los 26, logró el rango de académico real, el más joven en la historia de dicha organización.
Todos estos logros implicaron sendos sacrificios en sus relaciones afectivas y sociales. Turner se volvió profundamente transaccional. Es decir que no tenía paciencia o disposición para la amistad o el amor. Sus conocidos lo describían desde joven como un «introvertido» que resistía la vida social.
De hecho, Turner a pesar de haber procreado dos hijas ilegítimas, se refería solo a sus pinturas como sus «hijas». No obstante, explicaba que odiaba a los hombres casados porque «nunca hacen ningún sacrificio por las artes, pero siempre están pensando en su deber para con sus esposas y sus familias, o alguna basura por el estilo».
Dos deseos consumían a Turner: perfeccionar constantemente su oficio, buscando incansablemente asegurar un lugar en el panteón de los grandes pintores, y satisfacer su voraz curiosidad por comprender el mundo que le rodeaba. Abordaba el primero mediante su casi interminable proceso de copiar y volver a copiar las obras de los maestros franceses, como Nicolas Poussin y Claude Lorrain, y los maestros holandeses, como Rembrandt y Peter Van de Velde.
Turner era extremadamente autocrítico, a pesar de sus talentos y disciplina técnica. Por ello, cuando vio por primera vez el óleo sobre tela realizado en 1648 por Claude Lorrain, Puerto con el embarque de la Reina de Saba, se mostró extrañamente agitado y al borde de las lágrimas. Presionado a explicar su estado de ánimo respondió: «Nunca podré pintar algo como esta obra».
La historia demuestra que incluso superó a sus maestros, pero nunca lo abandonó cierta autocompasión que compensó ampliamente con su singular habilidad para representar la luz, el paisaje y el mar, buscando constantemente nuevas perspectivas. No obstante, declaraba, que «cada mirada a la naturaleza es un refinamiento del arte».
Innovación técnica
Un aporte notable de Turner en su proceso de perfeccionamiento técnico fue la introducción de sus técnicas como acuarelista en sus composiciones pictóricas al óleo. Parte de su experimentación se evidencia en obras como Mar Tormentoso, completada en 1830, un gouache y acuarela sobre papel de color azul. La superficie oscura le permitía destacar el uso del blanco para crear mayor efecto cuando pintaba olas espumosas o el reflejo de la luz de la luna.
Su obra progresó hacia composiciones con base en colores disueltos, sugerentes y a medio definir, mediante lavados propios de la acuarela que dominaba como técnica sus cuadernos de bocetos. Descansando en el medio a base de agua se difuminaba la diferencia entre las fuerzas que representaba, logrando que formas aparentemente sólidas se fundieran.
Pero la acuarela también añadió significado al agua en Turner. La humedad del medio, según el historiador Richard Ambrose (1981) «hacía sangrar y ahogar imágenes con un efecto sensual atmosférico».
Turner nunca se consideró a sí mismo como un acuarelista profesional, pero conocía la técnica a fondo y sus riesgos en términos de control con respecto al óleo. Sin embargo, la usó para su ventaja, como prueba el hecho de que, entre 1830 y 1840. la distinción entre sus acuarelas y sus óleos prácticamente desapareció. Sus delicados barnices con base en óleo flotaban sobre la superficie blanca como si tuvieran el carácter de una acuarela creando efectos traslúcidos y evocando una superficie «profunda».
La cualidad de una luz interior que parece emanar del centro de sus pinturas, lo que conocemos como la luz espiritual de Rembrandt y luz medieval, establece una definitiva y palpable conexión con el espectador que ya ha sido absorbido en su atmosfera.
Lecturas opuestas
Las muestras en Quebec y Londres, aunque se nutren de la misma colección legada por Turner al gobierno inglés difieren en sus enfoques curatoriales: por un lado, la búsqueda romántica de lo sublime en la naturaleza en Quebec y por otro, el reposicionamiento de la pintura de Turner como crítica social y política en Londres.
A través de seis salas, la exhibición en Quebec revisa su trayectoria desde sus tempranas obras empezando con Pescadores en el mar, pintada al óleo en 1796, cuando tenía 21 años, y continuando con paisajes de magníficos lagos en Suiza e Italia, incluyendo la serie de panorámicas de Venecia en la que el agua como motivo es usado para convenir una interpretación poética de la naturaleza.
Por otra parte, se examinan las marinas y estudios del cielo proponiendo imágenes fantásticas y sugestivas que evocan el infinito. La última sección empata el tema del progreso de la revolución industrial mediante máquinas vapores y trenes que Turner adopta como componentes de su obra. La muestra es acompañada de tres video instalaciones que incitan a la audiencia a experimentar lo sublime a través de efectos espaciales y lumínicos.
La tesis central de la muestra canadiense es evidenciar en la obra exhibida la influencia de la estética y crítica de arte romántica alemana e inglesa de finales del siglo XVIII que se extendió por toda Europa en el siglo XIX.
La propuesta central era proponer un nuevo concepto de belleza, centrado en la emoción que despierta la fuerza de la naturaleza. Una generación entera de artistas adoptó entonces la noción de lo «sublime» articulada por el escritor irlandés Edmund Burke en su obra seminal de 1756, Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello.
Esta noción de lo sublime encuentra en la obra de Turner un eco rotundo mediante paisajes dramáticos que representan tormentas espectaculares, océanos tumultuosos y espacios naturales abiertos y grandiosos.
Ocultas emociones
Turner estaba lejos de ser un intelectual y muchas de sus disertaciones en la Academia se vieron empañadas por su pobre educación formal. Esto solo afirmó su introversión en el plano social, mientras en el artístico cualquiera que fuera el medio se liberaba a través del conflicto representado en el plano bidimensional con acento apocalíptico.
De las muchas tormentas que pintó ninguna tiene las cualidades del Barco de esclavos, donde dos fuerzas destructoras, el viento y el mar, convergen demoledoramente de manera simbólica.
El rojo del atardecer se refleja en las olas avivadas por la tormenta mezclándose con la sangre de las víctimas y el barco mismo. La luz que emana desde el sol representa una catástrofe de dimensiones cósmicas que engulle a los esclavos, el mar y los peces. La pureza del color enfatiza la tragedia.
Cuando Turner exhibió esta obra puso a un lado un verso de su obra «Falacias de la Esperanza» evidenciando sus emociones tanto de esperanza, como de desesperación.
En alto, todas las manos, golpeen los mástiles superiores y relax;
ese sol poniente enojado y nubes de filo feroz
Declara la llegada del Tifón
Antes de que golpee sus cubiertas, tírelos por la borda
Los muertos y moribundos, nunca escuches sus cadenas
Esperanza, esperanza, esperanza falaz
¿Dónde está tu mercado ahora?
Todo apunta a que Turner, más que un romántico, era alguien que, a pesar de sus logros, había fracasado al confrontar su propia naturaleza. Hay en sus obras, por una parte, una fascinación con la convulsa naturaleza y, por otro, un pasado cuyas reminiscencias afloran en lo que representa. Conforme madura, se aliena de la sociedad artística que le brindó su éxito inicial.
En obras como Aníbal cruzando los Alpes, Tormenta de nieve y El barco de esclavos sublima su alienación e inseguridad mediante el vórtice. Este se convierte en la composición en su forma principal, en detrimento de la geometría de la línea y la curva de su obra anterior.
El vórtice es una forma espacial que revela un complejo sistema de tensiones internas con su propia dinámica. En sus paisajes se vuelve simbólicamente sensual con su ascendente elevación. Mientras que, al combinarse con temas dramáticos de vida o muerte, se transforma en una especie de vientre creado para escapar del caos.
Esto resulta patente en su última muestra en la academia inglesa en 1850, cuando introduce Visita a la tumba, el tercero de una serie de óleos basados en la mitología. La reina de Cartago, Dido y Eneas, acompañado de Cupido disfrazado, visitan la tumba del esposo de Dido con la esperanza de que su memoria limite su pasión fatal por Eneas. Turner mostró la obra con una línea de su poema Las falacias de la esperanza: «El sol se puso furioso ante tal engaño».
Cada obra de madurez realizada por Turner es un ejercicio en la monumentalización de las emociones que cargaba consigo. Su deseo era desarrollar una pintura cuyo tema fuera la vastedad, la simplicidad y la claridad. Por ello, estamos ante una pintura profundamente humana y no verbal.
No obstante, la atmosfera de sus obras se vuelve más vasta y ambigua, ilustrando el contraste entre la infinitud de Dios y la pequeñez de sus criaturas. Al evocar las ideas del dolor y el peligro, resume una y otra vez otra cualidad de lo sublime; sentir placer en medio de la tragedia.
Dios en medio de la basura
En la muestra londinense, que fue suspendida originalmente por la pandemia y reinaugurada el 17 de mayo del presente año, la curaduría asume una premisa que satisface el interés contemporáneo, pero que no tiene un firme sustento fáctico.
Al examinar la vida de Turner es evidente que, a pesar de sus logros, nunca fue un activista político, un crítico social o un cronista de su tiempo. Esto no quiere decir que fuera ajeno al entorno que devoraba con curiosidad insaciable. Fue uno de los primeros pintores en representar un ferrocarril envuelto en el vórtice de lluvia y vapor como podemos apreciar en su óleo sobre tela de 1844, Lluvia, Vapor y Velocidad.
También plasmó la esterilidad de las guerras como evidencia en El campo de Waterloo, pintado en 1817, donde se representan los cuerpos de soldados desmovilizados esparcidos en la base, o su óleo sobre tela, Guerra: El exilio y la roca con moluscos, de 1842, donde se representa a Napoleón en la isla de Elba mediante una figura del fracasado emperador plantada contra un impactante crepúsculo de fondo.
Alquiló un bote para tener una mejor vista del Parlamento cuando se incendió en 1834. Uno de sus óleos sobre esa tragedia completado al año siguiente evidencia su tenacidad y sentido de la oportunidad. Sin embargo, no se puede inferir de sus acciones que estuviéramos ante un periodista acopiando información para la primera plana. Ni siquiera cuando representa en 1835 Desastre en el mar, una composición piramidal de influencia francesa sobre la horrible historia de un capitán que abandona su carga consistente de mujeres convictas, argumentando que él era el único autorizado para transportarlas a Gales del Sur.
Sin embargo, en esta como en las obras ya citadas, Turner subordina el drama de la historia en primer plano, a un segundo plano gobernado por la luz, la oscuridad y la atmosfera. El pintor estaba obsesionado con la turbulencia y el poder de los elementos naturales más que con la muerte de las víctimas de un acto criminal y absurdo.
Años atrás le preguntaban a un famoso fotoperiodista de la agencia Magnum si podría elegir entre salvar una vida para prevenir una tragedia o cumplir con su deber como profesional en fotografía de registrar la dolorosa imagen. La elección fue la segunda.
Turner no es menos ético por privilegiar la luz sobre el drama humano de lo que puede ser un fotógrafo por cumplir con su misión. El carácter introvertido y antisocial de Turner no permite concluir que estuviera exento de cualidades humanas. Se sabe que fue generoso y protegió a artistas mucho menos privilegiados que él.
Ruskin, quien fue un ardiente defensor de Turner, sostuvo que el pintor nunca tuvo temor de introducir elementos sucios y sórdidos en sus representaciones como «humo, hollín, polvo, y texturas polvorientas; viejos costados de barcos, maleza en el camino, estercoleros, establos, y todos los suelos y manchas propios de la labor común. Y más aún, él no solo soportaba, pero disfrutaba y buscaba la basura, como Covent Garden después de un día de mercado… disfrutaba de la grava, los escombros y las pilas de piedra derrumbada. Las últimas palabras que me dijo sobre una pintura fueron una gentil exultación sobre ‘esa pila de basura que me esfuerzo en representar’».
Turner fue mayormente un autodidacta, de origen humilde y con un trágico entorno familiar, que trató encontrar forma en medio del caos, luz en medio de los escombros de la realidad o como lo describió el crítico y poeta Eli Siegel, padre del realismo estético, «Dios en medio de la basura».
Como muchos artistas antes y después de él, Turner uso la maldad mundana, la fealdad que veía en el mundo como un lugar para refugiarse y sublimarla en su obra.
Desesperada empatía
Un error en la lectura de su obra es comprensible, porque los títulos con frecuencia largos con que acompañaba sus obras brindaban información que alimentaba interpretaciones ajenas a la representación final hasta el día de hoy.
La empatía que la muestra en el Tate busca establecer con una nueva generación de espectadores y artistas peca por sobredimensionar lo histórico en detrimento de lo artístico. Es cierto que Turner abordó el urbanismo, la industria, los ferrocarriles y el poder del vapor en la navegación, pero como resulta evidente al ver el óleo que pintó en 1842, titulado Tormenta de nieve sobre el mar, no se trata de una apología del progreso humano y tecnológico.
La obra incluida en la muestra del Tate representa un diminuto barco a vapor, súbitamente inmerso en la tormenta, que lucha por no hundirse. La nieve, el humo de las máquinas de la nave y el mar se mezclan en una masa agitada que el autor representa con osadía. Esta pintura que fue la favorita del crítico John Ruskin, como dejó patente en su obra, Pintores Modernos, publicada en 1843.
Sin embargo, fue vilipendiada por sus contemporáneos tildándola de «espuma y blanqueado». Turner había escrito detrás de la pintura:
No pinto para ser comprendido, pero deseaba mostrar cómo era tal escena; hice que los marineros me ataran al mástil para observarla; fui golpeado por cuatro horas, y no esperaba escapar, pero me sentí compelido a registrar la escena y lo hice.
Si bien hoy se cuestiona que haya sido atado al mástil en plena tormenta, no hay duda de que fue testigo de esta su más oscura, famosa y sublime representación.
En la última producción de Turner, el sol es el gran protagonista transformando la materia en energía, convirtiendo al mundo en una suerte de espejismo. La muestra más reciente en el Tate al apelar a un público beligerante y crítico niega la realidad de que todos los detalles listados en los títulos de sus obras se desvanecen en la atmosfera de sus representaciones casi abstractas: no hay anécdota o para los efectos, naufragios, paisajes de la costa o ballenas.
Lo que ambas muestras comparten en común es la influencia imperecedera que Turner tuvo al adelantarse a las teorías impresionistas que identificaban el pigmento con la luz —artistas, desde Monet a Matisse, admiraban la intensa libertad cromática e incertidumbre atmosférica del maestro inglés—, y la abstracción de sus últimos óleos y centenares de sus acuarelas que pueden ser reclutadas en defensa del expresionismo abstracto de mediados del siglo pasado, particularmente en obras vinculadas con Mark Rothko, así como los experimentos relacionados con la luz y la atmosfera que ocupan a autores contemporáneos como Olafur Eliasson, y James Turrell en sus instalaciones.
Si un artista del pasado, asumiendo, como dije al inicio, que el tiempo puede ser circular, sigue provocando e inspirando a los artistas contemporáneos, es porque esconde una profunda vitalidad espiritual que no termina de ser liberada mediante sus portentosos lienzos de los que emana la luz del sol que en su lecho de muerte atribuyó a Dios.