Es vieja y recurrida, aunque no menos veraz, la anécdota del dictador Augusto Pinochet, cuando el embajador de España, que llegó a presentarle sus credenciales a poco de consumado el golpe militar, le preguntó si había leído a Ortega y Gasset. Muy aplomado, respondió el sátrapa: «Por supuesto, los tengo leídos a los dos».
En noviembre de 1975, Pinochet asistió al sepelio de su homónimo (en cuanto tirano) Francisco Franco Bahamonde. Refiriéndose al célebre monumento madrileño, dijo que le habían encantado «Las Cibeles» (debe haber buscado la otra con denuedo, sin lograr encontrarla). Francisco Umbral dio cuenta de aquel suceso.
La Cibeles era la diosa de la Madre Tierra, que fue adorada en Anatolia desde el neolítico. Como la Gea o su equivalente minoica Rea, Cibeles era la personificación de la fértil tierra, diosa de las cavernas y las montañas, murallas y fortalezas, de la Naturaleza y los animales, en especial de los leones; por eso, su carro es tirado por dos felix leo de recia estampa, en el corazón de Madrid. Su equivalente romana era Magna Mater, la Gran Madre. Su título «Señora de los Animales», que también ostentaba la Gran Madre minoica, revela sus arcaicas raíces paleolíticas. Es una deidad de vida, muerte y resurrección. Única, no posee hermana gemela ni símil alguno.
Sebastián Piñera, vástago modernizado y liberal de Pinochet, incurrió en parecido error, en su visita a la capital de España, en su primer mandato, algo menos funesto que el actual, agregándole el cambio de artículo, cuando afirmó que había estado en «Las Cibeles».
Estamos lejos de la época en la cual, a los mandatarios de las naciones, a los integrantes del parlamento, a los magistrados y diplomáticos, se les atribuía el merecimiento de poseer una sólida «cultura general», manifestada, sobre todo, en el buen decir.
A principios de los 90 del pasado siglo, un periodista chileno, de ascendencia francesa, entrevistó al entonces presidente de Francia, François Mitterrand. Al promediar el interesante diálogo, Mitterrand le comentó al periodista que era entusiasta lector de Nicanor Parra, como antes lo había sido de Pablo Neruda. Se refirió con propiedad a los grandes poetas de Chile y recordó algunas de las peripecias literarias de Vicente Huidobro, en los años de su residencia en París. El periodista afirmaría en el colofón de la entrevista que «François Mitterrand es uno de los últimos gobernantes cultos del siglo XX».
Era cierto; hoy lo es de manera rotunda. Al respecto, un periodista estadounidense afirma que ya no son necesarios los estadistas para gobernar a sus pueblos. Basta que sean funcionarios pragmáticos y eficaces —aunque no tanto, parece—, al servicio de los poderes fácticos y las corporaciones sin rostro que manejan el orbe.
Recordemos que, a mediados de 1924, el mílite dictador, Miguel Primo de Rivera —padre del creador de Falange, José Antonio— castigó a su ilustrísimo tocayo, Miguel de Unamuno, con el destierro, cuyo destino este pudo escoger; no obstante, inclinándose por la Ciudad Luz. Un año más tarde, otro general, esta vez sudamericano y chileno, Carlos Ibáñez, provocó, tras un golpe de estado, el autoexilio del presidente constitucional, Arturo Alessandri Palma quien viajó también a París, metrópoli tan ilustrada como libertaria.
Coincidió con Unamuno en una de varias tertulias de notables que se reunían para intercambiar ideas, conocimientos y opiniones. Se cuenta que don Miguel conversó afablemente con don Arturo. Todo iba bien, hasta el momento en que el rector de Salamanca inquirió al «león de Tarapacá» por la situación actual de la literatura y del pensamiento en Chile, citando de memoria los nombres de los principales poetas y novelistas de nuestro Último Reino. Alessandri evidenció en sus gestos la confusión y se disculpó, diciendo:
—«Don Miguel, excúseme, no estoy muy al tanto de las manifestaciones literarias en mi país… Usted sabe, las múltiples obligaciones de gobierno me lo han impedido».
Unamuno arqueó las cejas, por encima de sus pequeños lentes, para responderle:
—«Hombre, ha dicho usted “obligaciones de gobierno” … Hágame el favor, eso es asunto de subsecretarios».
Hoy en día la semántica y la gramática andan traídas de los cabellos, en los negocios, en la prensa escrita y hablada, y, sobre todo, en la televisión. Los «comunicadores» comunican mal y definen peor. Se habla de «condiciones claves», cuando lo apropiado es decir «condiciones clave», porque el adverbio de categoría tiene uso de valor singular y plural, sin necesidad de la ese postrera. Las claves son otra cosa, como artilugios del piano o fórmulas más o menos secretas para abrir un determinado proceso. Casi todos los sucesos llevan la infame muletilla «un antes y un después». Los aconteceres son «obvios» o son «complejos». Desde hace dos años, no hay nada que no sea complejo, es decir inexplicable e inentendible.
Escuchamos a menudo un curioso plural inventado para el adverbio nadie, el «nadien», que pronuncian por igual, políticos y periodistas, pensando que tiene un alcance aún más universal si le plantan al final la ene cacofónica. Está el uso del «hubieron», reemplazando burdamente al hubo. El «erran», que sustituye al correcto «yerran», para referirse a los balones perdidos en la boca del arco por los jugadores de fútbol. Los sets del tenis ahora se denominan «mangas»; el césped del campo de fútbol pasa a ser «arena», como si se tratase del coliseo romano.
En España hay especialistas en recoger estos auténticos atentados contra el lenguaje. Carezco de tiempo y de paciencia para elaborar un catastro, pero les invito a coleccionarlos para difundirlos por el blog o Facebook. No sé si servirá de algo; a estas alturas a nadie parece importarle el uso apropiado de un idioma tan rico como el nuestro, que se disgrega y empobrece en los medios cibernéticos, en la calle, en el trabajo, en el hogar.
«Quien habla mal, piensa de igual modo y actúa peor». Es una afirmación de Ortega y Gasset, quien sigue siendo uno, como La Cibeles, única en su mármol perenne.