I
El perro que sostiene la balanza me mira a los ojos. Tiene mirada serena, solemne. Coloca una pluma en uno de los platillos y espera. Al ver que no sé cómo reaccionar, apunta con esa nariz tan puntiaguda y noto que tengo una piedra en la mano derecha. Entiendo que es mi turno de colocar algo en el otro platillo. No tengo otra cosa que apostar, pongo mi única pertenencia. El contrapeso lleva al fiel de la balanza a señalar el desequilibrio. El marcador se precipita y llega al último número. El perro suspira y mueve la cabeza de un lado al otro. Deja la balanza sobre la mesa. Abre un cajón, saca una tarjeta que tiene el número diez. Se rasca la cabeza y, en un movimiento imperial, me entrega la ficha, trece monedas y mueve el carpo de la mano izquierda, como lo haría un monarca para indicarle a su criado que se puede retirar.
II
Escucho lamentos mientras camino por la oscuridad. No alberguen esperanza, susurra una voz que suena como un eco tan sordo. Avanzo como puedo, a tientas y llego a la falda de un monte del que brota un arroyo. Lo sigo hasta llegar a un lago. El barquero se yergue al escuchar mis pasos. Estira la mano. Entrego la dádiva del perro. Cuenta una a una las monedas. Se echa hacia atrás y me da paso para entrar a la barca. Me indica que me siente en el único lugar vacío. Se me eriza la piel, de un lado está una loba con dientes afilados y del otro una cegua luciendo una cabeza de caballo putrefacto. Ambas tienen un rasguño que va de la clavícula al cuello. Miro al barquero para exigirle que me cambie de lugar. El barquero alza el remo y de un empujón me obliga a tomar asiento.
III
El viaje en la barca me tiene con el pulso agitado. Jamás me gustaron esos paseos, me mareo. Sudo frío. Muchos de mis acompañantes lloran y otros rechinan los dientes. Otros van en silencio, con el labio inferior temblando, los ojos cerrados y la postura jorobada. Los primeros en bajar de la barca son los que llevan una tarjeta con el número uno. Entran a un túnel, en la puerta se lee: «Por aquí se va a la ciudad doliente». El barquero verifica que no quede nadie que deba bajarse en esa parada. Seguimos el trayecto. Conforme vamos avanzando, un viento frío e intenso sopla sin descanso. Aprieto los brazos contra las costillas. Trato de no hacer ruido con mis temblores. Los poseedores de las tarjetas con el número dos salen volando por los aires como si fueran bolsas de plástico vacías, giran y giran hasta entrar a la puerta del túnel que les corresponde. El barquero empieza a remar con más esfuerzo. Una lluvia mezclada con granizo cae sobre nosotros y nos golpea la cabeza y el cuerpo. Siento como si se me estuvieran rompiendo los huesos. Los que tienen la tarjeta número tres bajan y al pisar el barro, se hunden hasta medio cuerpo. Tienen que dar brazadas grandes para empujar el fango y lograr avanzar. A los que les dieron el número cinco, van con el rostro arrugado, el entrecejo contraído y los puños apretados. El barquero les hace una seña. Bajan de inmediato. Pisan las cabezas de los que van hundidos que les sirven como huellas para alcanzar la entrada al túnel. Corren como si se fueran quemando las plantas de los pies hasta perderse en la oscuridad de la puerta que les corresponde.
IV
Avanzamos. Cambia el clima. Sube el calor. Vamos flotando por un líquido rojo y espeso que está en ebullición. Me jalo la piel del cuello y me paso la mano por la frente para retirarme el sudor. Al pasar los dedos por la clavícula, siento las marcas de una herida. La loba muestra sus garras y la cegua tuerce el cuello. Arde el cuerpo. Tiembla el pulso. Hace rato que una parvada de zopilotes vuela en círculos sobre la barca. A lo lejos se ve al Minotauro que corre por un desierto en llamas. El hedor de la cegua aumenta conforme el calor aprieta. El olor es tan fuerte que la boca adquiere un gusto a coladera sulfurosa. Un líquido verde supura por la herida. La lluvia se convierte en una tormenta de fuego. Es la primera vez que logro ver bien al barquero. Es un anciano en los huesos con una barba tan larga que le llega a la punta del pie y una melena blanca que le alcanza los talones. Sus ropajes son negros. En el bolsillo izquierdo de su túnica, están las ramas de oro que le proporcionaba la Sibila de Cumas a los pasajeros como Orfeo y Psique; el derecho lo lleva lleno de las monedas que le dimos como óbolo para pagar el viaje. Usa un antifaz que le da un aire de marinero viejo. Los portadores de las tarjetas con el seis se bajan corriendo de la barca, son perseguidos por pequeñas flamas que los van quemando. A los del número siete, son relámpagos incandescentes los que los dirigen a la puerta que les corresponde. A los que llevaban las tarjetas del número ocho, el viejo barquero los bajó uno a uno, poniendo en sus espaldas comales ardientes que se les pegaban a la piel.
V
Los gritos de los de la tarjeta número ocho iban perdiendo intensidad conforme el barquero remaba. Se quedan atrás. Cada vez quedamos menos pasajeros. Solo los cinco que tienen tarjetas con el número nueve. Ellos siguen sentados en un extremo y yo de frente en medio de la loba que jadea con la lengua de fuera y la cegua que cada vez ocupaba más mi espacio. El barquero se sienta y se sujeta del borde de la balsa. Caemos por una cascada. La temperatura desciende y el paisaje queda envuelto en hielo. El gran frío congela todos los rostros. Es como si los sentimientos nos hubieran abandonado. Ya ni siento la piel erizada ni escucho el castañeteo de los dientes. Solo queda el olor a azufre. Al terminar de caer, la barca se estrella contra el hielo. Los cinco pasajeros con el número nueve vuelan por los aires y un perro de tres cabezas los engulle. ¿No los reconoces?, la voz del barquero me paraliza el corazón y me aprieta los pulmones. Sabe que sí sé quiénes son y que me esfuerzo por disimularlo.
VI
Me quedo con el barquero, con la cegua y la loba. Hace mucho que no bajo tan profundo, me informa. Los ojos de la loba brillan y los de la cegua se opacan aún más. Un coro recita fuerte: en breve será cuando tus ojos encuentren la respuesta que este soplo envía. Parece como si las voces hubieran leído la pregunta en mi mente. A ti alma cruel te ha tocado el último lugar, dice la cegua. A ti que eres la fruta del mal huerto, confirma la loba de dientes afilados. Bájate, ordena el barquero. «El pozo de Malasgarras» dice sobre la puerta del túnel número diez. Todos sabemos lo que eso significa, me dicen la loba y la cegua que me siguen acompañando.
VII
El suelo es resbaloso. Patino y trato de guardar el equilibrio. No veo nada. La penumbra es apretada. Al salir del túnel, me encuentro en un estadio de futbol. Es grande, más que el Azteca, más que el Maracaná. Es el pozo de Malasgarras. Un fraile camina para recibirme, trae frutas en las manos. En la izquierda tiene un higo, en la derecha un dátil. Me indica que lo siga. En la espalda, trae pegada una hoja en la que se lee: «Sé prudente». Se vuelve a verme y me guiña el ojo. La loba gruñe, la cegua relincha. Una niebla espesa se desintegra conforme va pasando. En el centro de la cancha, está un presentador de programas de televisión matutina. Tiene los ojos rojos y la piel morena. Usa un traje oscuro con un clavel rojo en el ojal de la solapa, la camisa blanca tiene holanes en el frente y en los puños y en la corbata tiene lunas crecientes color negro. Eleva los brazos y recibe ovaciones. El presentador espera a que llegue a su lado. Por fin. Comienza a arengar. De pie los que negaron la verdad. Todo el estadio se para. De pie los que se dejaron arrastrar por la lujuria y la gula. Fueron muchos, pero no todos. De pie los miserables y los derrochadores. Muchos viejos se quedan parados, se oye un chasquido y son abucheados. De pie los vengativos, los apóstatas y los herejes. Me parece ver muchos rostros conocidos, aunque no recuerdo sus nombres. De pie los violentos, los suicidas, usureros y arrogantes. Cada vez eran menos las personas que se iban parando de su asiento y algo en la cabeza parecía recitar nombres que, tal vez, me resultaban conocidos. En este grupo, los que quedaron de pie, no tenían una posición vertical, tenían una postura jorobada y miran el piso. De pie los traidores. Son los cinco que llevaban las tarjetas con el número nueve. Me rodean. Extienden los brazos. Se acercan. La loba aúlla. La cegua relincha. El fraile se abre paso mostrando las dos frutas que trae en las manos. De pie los que han golpeado a su madre. Todos en el estadio se sientan. Desaparecen por un hoyo. No hay nadie más. Silencio. A mis pies se abre un socavón y quedo flotando. En el fondo hay lagartos que nadan en círculos y se asoman. «¿Estás muy sola, verdad?, elige: higo o dátil; es tu única oportunidad». Doy un paso al frente y caigo, una vez más. La cárcava se alarga. Voy en caída libre. ¡Ayuda!
Abre los ojos.