Punta Ballena (Uruguay), 2012.
La razón se pierde razonando.
(Acción poética Montevideo, fotos sobre Feria Tristán Narvaja)
Nadie había previsto que aquella pareja que decía llamarse Colmenero se presentase al asado sin haber sido invitada. Pocas veces coincidían todos en Uruguay. Rubén había llegado a Punta Ballena para pasar tres semanas en familia antes de que arrancara el año, cuando la casa podía alquilarse a los precios más altos. Era muy costoso mantenerla doce meses a más de diez mil kilómetros de su primera vivienda. Rubén conocía a Lucas, habían trabajado juntos antes de que aquel abandonara el país y, cada vez que llegaba a Uruguay procedente de Roma, le escribía a su correo electrónico para saludarlo. Reunirse era más complicado, los ritmos lentos del verano de Maldonado lo hacían imposible, pero ese año la casualidad propició un encuentro fortuito en el aeropuerto de Carrasco. El recién llegado se ofreció espontáneamente —feliz por encontrarse de nuevo en su país— a preparar un asado en su casa de la playa. Se intercambiaron los celulares y una semana después llegó la perturbadora llamada. Rubén no supo encontrar una excusa y aprovechó para convocarlo a una reunión con sus amigos el domingo siguiente. A Lucas lo recordaba como una persona agradable de trato, interesante de conversación, y creía que sería discreto con la irreverencia política que solía alimentar las conversaciones de fin de semana. No siempre era fácil despegarse de las convenciones sociales. Cecilia, su compañera, intentaba evitar ese tipo de trampas que acababan llenando el tiempo libre de eventos que uno prefería no frecuentar. Rubén se lo había pedido como un favor excepcional y ella accedió, aunque le manifestó sus quejas por no haberlo citado en un restaurante.
Esa mañana Rubén se había levantado temprano para dar los últimos retoques al jardín: ramas que sobresalían, tierra que revolver, flores que cortar para llenar los jarrones de la casa. El día anterior había estado podando y el ambiente todavía conservaba la frescura de la hierba recién cortada. El resto del año era Darío, el jardinero, quien se encargaba de su cuidado, pero durante su estancia anual en Uruguay, Rubén disfrutaba del contacto directo con las plantas, sobre todo desde que los chicos crecieron y ya no demandaban tanta atención.
Helena fue la primera en llegar: justo a tiempo para darse una zambullida en el mar con Cecilia. Rubén ya había empezado a preparar las brasas y Darío comprado la carne en una chacra cercana. Mientras reposaban sus pies en una arena que parecía recién estrenada, Cecilia le narró a Helena la tragedia de los emigrantes procedentes de África que morían antes de arribar a Italia o quienes se hacinaban a la espera de otro destino. Ya en el agua, hablaron de Berlusconi y otros personajes de opereta que se exhibían como modelo de la descomposición social. Daba igual tener palacios llenos de menores para prostituir o que la corrupción hubiera prendido la mecha en la función pública: uno triunfaba si podía despilfarrar y sobreponerse de las resacas nocturnas. Para Cecilia, Italia era un vértice más de la pérdida de rumbo del viecchio continente, la misma que había difuminando los proyectos de sociedades más equitativas.
La preparación del asado era un ritual que Carlos y Verónica no se perdían por nada del mundo; fueron los siguientes en llegar. Cecilia y Helena todavía se despegaban la arena del cuerpo en el jardín. La anfitriona aprovecho los saludos para prevenirles, con señales de resentimiento hacia su marido, de que a la reunión se sumaría un viejo amigo de Rubén a quien todos recordaban de años atrás. Había sido convocado un poco más tarde y las preguntas sobre cómo habían transcurrido los últimos meses cubrieron por casi una hora las preocupaciones de Cecilia. Cuando Lucas llegó, junto con aquella pareja emperifollada, encontró a los amigos instalados en las conversaciones relajadas de siempre, con el Stagnari bañando sus paladares. Bastó el saludo para que Helena reconociera el origen colombiano de ambos y una mirada a las caras de los anfitriones para adivinar que no esperaban tanta compañía. Durante los primeros minutos todos actuaron como si solo hubieran pasado a saludar, pero la pareja no tardó en sentarse a la mesa y servirse vino en las copas de los demás. Cecilia se levantó de mala gana para añadir la vajilla usurpada. Helena, percibiendo su malestar, la siguió hasta la cocina para escuchar sus quejas y apaciguarla argumentando que no debería estar dispuesta a que nadie echara a perder su encuentro anual.
Lucas esperó a que todos estuviesen en el porche del jardín para justificarse: «Es un gran honor que Luis Colmenero y Angélica hayan aceptado la invitación de compartir este modesto asado uruguayo» —a Cecilia se le empezó a poner el rostro verde. «Me llamaron anoche, después de una ajetreada semana de negocios, para proponerme algunos business, y mañana mismo están saliendo hacia Bogotá. Les dije que sois gente muy hospitalaria y que estaríais encantados de conocerlos». La extraña pareja sostenía sus máscaras con sonrisas que podrían haber salido corriendo del marco de su rostro. La poca familiaridad y pleitesía rendida denotaba desconfianza, interés recíproco más que amistad. Angélica explicó con circunloquios y generalidades incomprensibles el motivo principal de su visita a Uruguay, aunque no sonó muy convincente. Cecilia se levantó bruscamente maldiciendo en charrúa. Había dejado de preocuparle mostrarse descortés. Helena la siguió de nuevo. Rubén prefirió quedarse junto al asado para evitar la oportunidad de increparlo. En la cocina, la romana volvió a la carga: «¿Pero qué se habrá creído este idiota? Al menos podía haber avisado, se me hubiera ocurrido una forma de suspender la reunión para Lucas a tiempo. Ya le dije a Rubén que no pintaba nada entre los amigos de siempre. Y además se presentan con las manos vacías y a mesa puesta. ¡Hay que tener cara!». Helena trató de poner paños calientes, pero en el fondo pensaba lo mismo que Cecilia y, desde la ventana de la cocina, se detuvo a observarlos sin que ellos pudieran verla. Su aspecto desentonaba en el asado informal de domingo. Angélica, subida a dos zancos que deformaban sus piernas, embutida en su vestido fucsia, escondida tras una espesa capa de maquillaje, adornada de kilos de oro que distribuía en muñecas, orejas, dedos y cuello; su marido de camisa rosa pálido de tienda de aeropuerto, desprendiendo un perfume que hacía rato había anulado los aromas del jardín: ave de plumas estiradas con gomina para disimular la calvicie, que sabía esconder las garras como le enseñaron los curas salesianos. Sostenía un vaso que se vaciaba con mucha rapidez y eso parecía no pasarle inadvertido a su esposa.
De nuevo afuera, Helena prefirió continuar de pie su observación mientras ayudaba a Darío en el parrillero. El colombiano trataba de sumarse a las conversaciones de corrillo, aunque sus comentarios machistas y homófobos provocaron el distanciamiento del grupo, que fue apagándose, dispersándose y callando por respeto a los anfitriones. Lucas trató de mediar matizando las palabras de obscenidad clasista, pero ya era imposible tender puentes entre dos mundos tan alejados. Los silencios empezaron a pesar; la ausencia de risas y llantos, habituales en otras reuniones, eran el síntoma inequívoco de que la armonía de aquel ritual había sido atacada. Entre ellos nunca necesitaban aparentar lo que no eran y a ninguno se le escapó el sabor de la atmósfera metálica que reinaba en esa casa desde la llegada del trío impostor.
Helena fue sacando las primeras morcillas, chorizos y resto de las achuras mientras Darío daba el punto a la colita de cuadril y a la tira de asado. Le preguntó si había nacido en Punta del Este y el jardinero asintió: «Allí, por el Devoto». Solo mostraba un diente cuando hablaba y lo hacía pausadamente, a fuego lento, como preparaba el asado. «¿Y vives todo el año aquí?», siguió Helena. «Nunca salí de Maldonado, aunque me desplazo de una punta a la otra porque hago la jardinería de muchas de las casas que se quedan cerradas en los meses fríos. Ni los fantasmas quieren venir en el invierno. Es mi momento preferido: todo está en calma». Le acercó un tenedor con una morcilla dulce que parecía estar a punto. «Se pone muy húmedo. Igual a mí me gusta hablar con las plantas. Siempre fui jardinero y no creo que pueda hacer otra cosa mejor». Darío se concentró de nuevo en la carne mientras Helena observaba el espectáculo del mundo, que en esos momentos se reducía a personajes dispares en un jardín que había dejado de oler a hierba recién cortada. Albergaba el presentimiento de que iba a presenciar algo insólito. Todos salvo Cecilia estaban ya congregados en torno a la mesa. La rabia de su amiga merecía pensar en la siguiente escena. El muro era visible: Rubén, con la sonrisa más social que tenía, intentaba seguir las notas de la conversación de los impostores. Helena trató de socorrerlo. Ya había cargado la pistola. Contaba con la ventaja de haber vivido en Colombia. «¿De qué parte son?» —les preguntó para romper el hielo—, «¿a qué se dedican exactamente?»: «Somos gente de negocios, emprendedores —se precipitó Angélica antes de que su marido pudiera reaccionar—, vamos a cualquier lugar donde aparece una oportunidad». Helena encontró en aquella respuesta demasiada imprecisión y continuó con sus pesquisas. «Ahora estamos en el sector de la minería de gran porte, que supone gran parte del crecimiento económico de nuestro país» —dijo por fin Luis ante la mirada de reproche de su esposa. «¡Acabáramos! —se dijo para sí Helena mientras palidecía—, ¡y tengo que encontrármelos aquí, en casa de Ceci y Rubén!». La sombra de Angélica, fumando un cigarrillo de pie, se fue proyectando alargada en el césped. El gobierno y el sector privado llevaban años lanzando mensajes de que el país necesitaba diversificar su economía y sus mercados y, sin duda, la minería a cielo abierto había sido una de sus apuestas, por más que le pesara a Helena y a sus amigos, quienes de una manera u otra rechazaban el secretismo de esas propuestas y la explotación del territorio nacional para el lucro de unos cuantos. A los Colmenero, como ya habían manifestado en la comida, les daba igual los colores políticos: no tenían escrúpulos ideológicos si de lo que se trataba era de ganar dinero. Habían desarrollado una habilidad particular para distinguir a los especímenes de la clase política susceptibles de soborno.
Para romper el silencio, Luis Colmenero preguntó si oficiaban misa en alguna iglesia cercana, a lo que ninguno de los presentes supo qué responder. Helena pensó en los fantasmas de su pasado en Colombia, en las aceras con rampa bogotanas, en una ciudad rodeada por montañas. Hubiera salido corriendo, pero la educación le exigió deslizarse por alguna rendija para refugiarse en el cuarto de baño. Cuando pudo recuperar la fuerza, acabar su copa de vino, y respirar diez veces abdominalmente, como lo hacía en sus clases de yoga, volvió al jardín. Ahora sí, no podía fallar con la carga.
Rubén había servido la colita de cuadril y la tira de asado y el colombiano, algo bebido, hablaba de la conveniencia de invertir en las torres de pisos que estaban programadas construir en Punta del Este. Conocía, dijo como si no tuviera nada que ver con él, un fondo de inversión de gran rentabilidad y animó a los presentes a que se sumaran a la iniciativa, pero no suscitó ningún interés en el resto de los comensales, quienes, por otro lado, cobraban sueldos de profesionales que no daban para grandes excesos. Lucas también añadió algunos otros detalles del proyecto, dejando al descubierto el verdadero motivo de aquella visita. Le interesaba poco el devenir de Rubén, lo que realmente quería era ganar nuevos clientes. No daba puntada sin hilo, sin reparos para invadir la intimidad. El colombiano siguió representando burdamente su papel de Rockefeller, pero una y otra vez dejaba a la vista su pellejo de peón de construcción. Tendría que pasar el año convenciendo a trepadores como él y pendiente del celular mientras los inversores descansaban en islas africanas o en playas caribeñas privadas a las que solo ellos podían llegar. De nuevo el silencio medió como muro entre los comensales. Helena, una vez recuperada la fuerza, supo traducir su intuición en una sospecha asentada. Se lanzó al contraataque:
—La verdad, no me queda muy claro si vinieron por el fondo de inversión o alentados por los anuncios de expansión de la minería a cielo abierto en este país.
—Mis amigos —Lucas se vio forzado a intervenir— como ya le dijeron, son personas serias, de negocios. Donde está la oportunidad van ellos.
—¿Pero ustedes creen realmente que este país chiquito tiene futuro en el rubro de la megaminería? —preguntó Helena con un sarcasmo que solo podían identificar quienes la conocían.
—Bueno –dijo Luis—, no sabemos bien todavía. Hay una persona del gobierno que...
—Luis querido, no hables más de negocios —le cortó Angélica, quien sí se había dado cuenta de que en aquel lugar no habría más bacalao que cortar—. Seguro que esos temas aburren. Los domingos son para ir a misa y ver el partido de fútbol. ¿Qué tal si nos cuentan qué podríamos ver en Punta del Este?
—Claro que sí Angélica —otra vez Helena hablaba punzante—, te contaremos todo sobre las esculturas y museos, las boutiques caras y los restaurantes con estrellas Michelín, pero tengo curiosidad por conocer vuestra visión sobre la minería a cielo abierto. Por lo que nos habéis dado a entender es un sector en el que tenéis experiencia. Lamentablemente somos un país sin gran trayectoria minera si se compara con otros como Perú o Colombia. ¿Creen que realmente tiene potencial de futuro? —preguntó impostando interés.
Seguro que sí, pero al parecer llegamos tarde —decía la colombiana mientras pisaba a su marido para que no se le ocurriera intervenir—. Hay una empresa hindú que tiene la concesión y las puertas están cerradas de momento.
Ahora sí, su cara había llegado al punto de ebullición del histrionismo. Sus labios, repasados de rouge, se reflejaban en los tesoros incas de sus muñecas.
—¿Y el contacto del que hablaba Luis en el gobierno? Seguro que les será útil para nuevas concesiones. Los economistas están convencidos de las ventajas que dejará esta minería de gran porte en el país.
—¡Está claro! Hay que aprovechar los recursos naturales para que la gente tenga puestos de trabajo y ampliar el bienestar en el campo —dijo Luis automáticamente, en un lenguaje que sonaba a canción repetida—. Es por la diversificación de la matriz económica. Parece un equipo muy entendido.
—¿Y a quién conocen?, ¿a algún alto cargo del Ministerio de Industria?, ¿de la Oficina de Presupuesto y Planificación? —ahora Rubén, el anfitrión comedido, envalentonado por la destreza de su amiga, le secundaba.
—En realidad —se anticipó Angélica antes de que su marido abriera la boca—, solo es un tipo con el que coincidimos en una reunión; nos dejó su tarjeta, no recuerdo bien el nombre. Quedamos en hablar más adelante en caso de abrirse nuevas posibilidades.
—¡Bravo —esta vez el sarcasmo de Helena provocó en su amiga Cecilia cierta satisfacción—, ya me imaginaba que una vez subidos al carro del progreso la codicia no tendría límites! Las personas de este país nos merecíamos más trasparencia, aunque siempre hay seres dispuestos a traficar...
Tras asestar ese golpe de efecto, Lucas buscó la manera de zafarse rápidamente de aquella situación incómoda y propuso a sus amigos salir antes de que anocheciera a recorrer Punta del Este. Se había equivocado pensando que también podían sacar partido de aquella visita, pero era evidente que Rubén y sus amigos estaban del otro lado, uno que ellos nunca habían habitado y al que nunca podrían pertenecer.
—Una pena —ironizó Helena—, ¡cuando por fin habían encontrado un tema de conversación que suscitaba el interés de todo el grupo!
Antes de que se marcharan, Cecilia contempló el Mercedes de vidrios ahumados de Lucas, un lujo impagable en Uruguay. Sin duda, había medrado rápido en los negocios de los últimos años en el sector de la exportación de soja. Junto al auto, la bicicleta destartalada de Darío le pareció más apetecible. Era del mismo color cobrizo de su piel y, cuando se subía a ella, parecía ser parte de su osamenta. Con el último adiós, volvió a llenar los vasos y brindó con sus amigos para que nunca más se les ocurriera invitar a sus reuniones a personas como aquellas. Todavía quedaba tarde por delante para disfrutar. Prepararon mate y se dispersaron perezosamente a lo largo del porche para charlar, llorar y reír como tantas otras veces.
Por fin corría una ligera brisa fresca que anunciaba un cambio en el tiempo.