En mayo de 2015 el mundo entero atestiguó un hecho realmente extraordinario, emergido de la ciudad del Vaticano. Se trata de la promulgación de la encíclica Laudato Si’. Sobre el cuidado de la casa común, cuyo título proviene de la expresión «Laudato si’, mi’ Signore», es decir «Alabado seas, mi Señor». Concebida y escrita por el papa Francisco, dicha encíclica está fuertemente arraigada en el contenido del Cántico a las criaturas, que conociéramos de niños en la escuela salesiana Don Bosco.
En nuestra mente infantil quedaron firmes e indelebles las hermosas alabanzas con las que San Francisco de Asís agradecía a Dios su inmensa bondad, por prodigarnos tantos dones como parte de su Creación. Y, también, desde entonces se nos quedaron grabados algunos fragmentos del poema Los motivos del lobo, en el que el gran poeta nicaragüense Rubén Darío alude al «mínimo y dulce Francisco de Asís» quien, en un prolongado e incisivo debate con un lobo hambriento y destructor que asolaba el villorrio italiano de Gubbio, termina por reconocer que «en el hombre existe mala levadura» y, también, que «mas el alma simple de la bestia es pura».
Pureza en el alma de los animales silvestres, pues no hay ninguno que sea intrínsecamente maligno ni perverso. Aún los animales considerados muy peligrosos, como los grandes felinos, las águilas arpías, las serpientes venenosas, los tiburones o los cocodrilos, no tienen noción del mal, y lo que hacen es cumplir su función instintiva e innata de depredadores en las cadenas alimentarias de las que forman parte en la naturaleza. Además, más bien le temen y hasta evitan al hombre, en quien perciben una especie extraña en sus hábitats. Por eso, reaccionan de manera agresiva solo si se les perturba, o si se invaden sus territorios en ciertas épocas.
Así lo percibió San Francisco de Asís, y lo manifestó en su cántico, al expresar: «Alabado seas, mi Señor, con todas tus criaturas, / especialmente el señor hermano Sol, / el cual es día y por el cual nos alumbras», para continuar con «la hermana luna y las estrellas», «el hermano viento», «la hermana agua» y «el hermano fuego», y culminar con «nuestra hermana la madre tierra, / la cual nos sustenta y gobierna / y produce diversos frutos con coloridas flores y hierbas».
Se trata de un mensaje de amor puro y de hermandad hacia todas las manifestaciones del mundo natural, ya sean abióticas (los astros, el viento, el agua y el fuego) o bióticas, como las plantas, los animales y la especie humana (Homo sapiens), culmen de la creación esta última, por estar dotada de raciocinio. Eso sí, justamente por ese atributo particular, «el cuidado de la casa común» al que se refiere el papa Francisco nos corresponde única y exclusivamente a nosotros, al ejercer una ineludible y bondadosa mayordomía hacia las demás criaturas silvestres.
Conviene agregar que, en uno de los acápites introductorios de su encíclica, el papa Francisco remarca que «en ese hermoso cántico [San Francisco] nos recordaba que nuestra casa común es también como una hermana, con la cual compartimos la existencia, y como una madre bella que nos acoge entre sus brazos». Asimismo, en otro pasaje, fiel a su preocupación por el ambiente y por los más pobres, el papa señala que:
…el desafío urgente de proteger nuestra casa común incluye la preocupación de unir a toda la familia humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral, pues sabemos que las cosas pueden cambiar… La humanidad aún posee la capacidad de colaborar para construir nuestra casa común. Deseo reconocer, alentar y dar las gracias a todos los que, en los más variados sectores de la actividad humana, están trabajando para garantizar la protección de la casa que compartimos. Merecen una gratitud especial quienes luchan con vigor para resolver las consecuencias dramáticas de la degradación ambiental en las vidas de los más pobres del mundo.
Sirvan tan importantes conceptos y reflexiones para destacar que, aunque los problemas ambientales se agudizan cada vez más en el planeta —hasta poner en riesgo la existencia de la propia especie humana—, son de muy larga data, e incluso han ameritado una firme postura de parte de la Iglesia católica desde épocas remotas, como se verá a continuación.
Al respecto, en el caso de nuestro país, tuve la fortuna de hallar una reveladora carta, escrita hace 120 años, la cual recién di a conocer el año pasado en el artículo «Monseñor Thiel y la naturaleza en Costa Rica» (Herencia, Vol. 34, No. 1). Sin embargo, antes es importante contextualizarla.
En primer lugar, el sacerdote alemán Bernardo Augusto Thiel Hoffmann (1850-1901) se había radicado en Ecuador desde 1874, pero, tras grandes convulsiones políticas y anticlericales, se trasladó a Costa Rica, con el fin de ejercer labores docentes en el recién fundado Colegio Seminario. Para entonces no había obispo, puesto que se mantuvo vacante por un decenio, tras la muerte de monseñor Anselmo Llorente y Lafuente. Dos años después de su llegada, y cuando frisaba los 30 años de edad, fue electo obispo, mandato que ejerció de manera vitalicia, aunque vivió apenas 50 años. Hombre de vasta cultura e intereses diversos, sus biógrafos lo califican de evangelizador, etnógrafo, lingüista, antropólogo, historiador y demógrafo.
Tuvo la inmensa virtud de que, infatigable y tenaz, recorrió casi todo el territorio nacional, en largas y penosas jornadas evangelizadoras. Eso explica que, por el genuino amor hacia sus semejantes, así como por el conocimiento que tenía del país, a inicios de 1901 aceptó una invitación —que para muchos pasó totalmente desapercibida—, la cual tuvo un gran significado, así como vigencia hasta hoy.
En efecto, en febrero de 1901, preocupado por la deforestación que ya se advertía en el país y por la carestía de agua en la capital, en una sesión de la Municipalidad de San José el regidor Ciriaco Zamora Villalta propuso instituir el Día de los Árboles, para educar a la población, y sobre todo a los niños y jóvenes, acerca de la importancia de conservar los árboles y las fuentes de agua. Su propuesta fue bienvenida y aprobada, y se acordó celebrar esa festividad el 1 de mayo siguiente, aunque después debió trasladarse para el 15 de mayo, día de San Isidro Labrador.
Se ignora exactamente cómo ocurrió esto, pero en cierto momento sus organizadores consideraron pertinente y oportuna una reflexión de parte del obispo Thiel, y le solicitaron un pronunciamiento para tan importante ocasión. Es de suponer que, al menos en parte, ello obedeció a un artículo intitulado «Repoblación de árboles», aparecido en la edición del 23 de febrero en El Eco Católico, muy posiblemente escrito por Thiel y, si no, al menos avalado por él.
Dicho artículo aludía a la necesidad de reforestar, sobre todo para conservar el agua de los manantiales que abastecían la capital. En un pasaje preguntaba con vehemencia: «¿Cuántos son los bosques y los árboles que se derriban constantemente, sin pensar nunca en repoblarlos ni reponer los tan interesantes [importantes] de las cabeceras de los manantiales y orillas de las quebradas y ríos?». Asimismo, más adelante argumentaba:
Se presenta una cuestión, un problema, y es que el derecho de propiedad permite al propietario hacer dentro de su terreno lo que quiera, así como destruir los árboles y dejar por consiguiente las orillas de los manantiales escuetos: mas, comprenderemos que este es si se quiere un abuso, porque se infringe una ley natural que perjudica no solo a los mismos poseedores sino a tantos otros semejantes que derivan un beneficio positivo del sostenimiento y conservación de las fuentes de agua.
Con este antecedente, más el gran respeto que se le profesaba al obispo, quizás los ediles josefinos no dudaron en cuanto a que Thiel podría expresar ideas y planteamientos que provocaran un remezón en la conciencia de los ciudadanos. Y, en efecto, en respuesta a su invitación, los regidores recibían la siguiente misiva, fechada el 4 de mayo:
Muy señores míos:
Durante mi último viaje a la provincia de Guanacaste, recibí su atenta carta del 15 de abril pasado, contraída a convidarme a que colabore con U.U. en la solemnidad de la «Fiesta de los Árboles».
Veo que U.U. quieren imitar en Costa Rica la idea iniciada en Italia por el Ministro de Instrucción Pública, del Doctor [Guido] Baccelli, y acogida con entusiasmo en algunas repúblicas sudamericanas; y que al efecto se ha formado aquí un Comité organizador de la fiesta en el cual U.U. figuran como miembros.
Con gusto correspondo a su invitación de colaborar en cuanto me corresponda a la realización de su proyectada fiesta.
El proyecto de despertar en nuestra juventud de ambos sexos, tanto de enseñanza primaria como secundaria, el amor por la naturaleza exterior, y con preferencia a los árboles, por medio de exposiciones teóricas claras y sucintas, y la práctica de la siembra de árboles, rodeada de todo el aparato de una solemnidad exterior que conmueva los ánimos juveniles y les deje impresiones favorables y permanentes para toda la vida, es digno de toda alabanza, por la utilidad que ha de producir en el porvenir a la patria.
Durante muchos años, especuladores sin escrúpulos, sin previsión de los daños que hacían, y sin sentimientos estéticos, atraídos únicamente por el lucro del momento, se ocupaban en Italia en cortar todos cuantos árboles podían comprar, ya en los bosques, ya en los caminos públicos, en las orillas de los ríos y en las propiedades privadas. Su proceder hubiera sido funestísimo para el país, si el gobierno, justamente alarmado, no hubiera puesto término a sus devastaciones y ordenado una nueva siembra general de árboles en todo el Reino.
El Doctor Baccelli, uno de los médicos más célebres de Italia, entonces Ministro de Instrucción Pública, fue el principal promotor de la medida gubernativa. Él no solo demostró que los árboles son muy útiles y de gran ornato, que dan sombra y alegran la vista, que impiden el lavamiento y empobrecimiento de los terrenos altos, que favorecen y regularizan el descenso de las lluvias, sino que quiso también que el recuerdo de la replantación de árboles en Italia fuese celebrado por medio de una solemnidad, en la cual debían tomar parte todas las escuelas primarias y secundarias, los profesores, inspectores, y hasta el Ministro debía realizar una solemnidad en favor de los árboles y arbustos con su presencia.
En 1900 asistieron el rey y la reina en persona a la fiesta de los árboles. El Ministro o alguna persona designada por él pronuncia un discurso, sigue la siembra de árboles por los alumnos de ambos sexos, con un entusiasmo admirable. Durante la plantación se canta un himno a los árboles, sigue un ligero refresco con brindis diversos, y por fin desfilan niños y niñas delante del Ministro y demás autoridades.
En Roma fue escogido el vasto terreno de la Farnesina, situado cerca de Ponte Molle, para la siembra de los árboles, y ya sueñan los habitantes de Roma en las alegres tardes que han de pasar más tarde a la sombra de los árboles sembrados por manos juveniles, saboreando los vinos de los Castelli romani.
En Costa Rica la destrucción de los árboles está muy lejos de sentirse de la misma manera como en Italia. Tenemos todavía bosques inmensos seculares, y aún en el interior, en donde prevalecen las plantaciones de café, y la siembra de ese arbusto de regular tamaño, es favorable a la de los árboles protectores; sin embargo, sentimos aquí la desaparición de ciertos árboles utilísimos en construcción, como el cedro [Cedrela odorata], la caoba [Swietenia macrophylla] y otros. Los centenares de miles de cedros y caobas que existían al principio del siglo XIX en el interior, en las provincias de San José, Heredia, Alajuela y Cartago, han sido cortados, sin sembrar un solo árbol. Esto es triste, y ahora lo sentimos viéndonos en la necesidad de traer las maderas de construcción de los lugares más remotos accesibles, en donde también disminuyen cada día más. En la provincia de Guanacaste se han explotado igualmente las maderas útiles: el cedro, la caoba, el Brasil [Haematoxylon brasiletto] en los últimos veinte años en tal escala, sin pensar en la resiembra, que estos árboles se deben llamar ya raros y escasos en la provincia.
El peligro de la desaparición de los árboles valiosos y útiles nos amenaza, luego, necesario es que se despierte el interés y entusiasmo por la replantación de ellos.
El constante aumento de la población exige que cada año se dedique un área mayor a la agricultura y pastos de animales, luego han de disminuirse paulatinamente los bosques. Sin embargo, como estos desempeñan un papel importante en la climatología del país, la misma legislación que ahora prohíbe el corte de los árboles en las orillas de los ríos y quebradas debería también reglamentar el desmonte de los bosques, eximiendo, por ejemplo, las zonas altas y cumbres de las montañas, y ordenando, en los puntos en donde el hombre por inconsideración ha ido demasiado lejos en los desmontes, la resiembra de cedros, caobas y otros árboles útiles.
La «Fiesta de los Árboles» iniciada por U.U. despertando el entusiasmo en la juventud e ilustrando con discursos prácticos y adecuados las masas populares sobre el papel importante que tienen en la naturaleza los árboles, preparará el terreno para que las disposiciones legislativas que en tal sentido fueren dadas, sean recibidas con aplauso por los pueblos, y respetadas y ejecutadas con buena voluntad.
Bajo estos puntos de vista aplaudo la fiesta nueva proyectada y deseo U.U. alcancen un éxito feliz.
El peligro que asoma en esta clase de empresas, como se ha notado en Italia y otras partes, consiste en que ciertos elementos de la sociedad que carecen de fundamentos religiosos sólidos, aprovechen estas ocasiones para hacer propaganda para sus falsas ideas naturalistas y positivistas que rechaza el pueblo cristiano. En varios discursos pronunciados en tales fiestas en otras partes, se nota una tendencia a encomiar cierto neopaganismo moderno, ideal de algunos ilusos. Con tales tendencias malsanas se hacen sospechosas y se destruyen medidas en sí utilísimas.
Espero que en Costa Rica se sabrá evitar estos escollos.
Siento que mis ocupaciones no me permitan tomar personalmente parte en la «Fiesta de los Árboles», que como he visto, ha sido transferida al 15 de este mes, pero la acompaño con mis simpatías más vivas.
De U.U. Atto. Servidor y Capellán,
Bernardo Augusto, Obispo de Costa Rica.
Cabe acotar que en nuestro artículo en la revista Herencia —disponible en internet— hay varias notas aclaratorias, que permiten entender mejor el contenido de esta carta.
Llama mucho la atención que, al final, Thiel no hiciera ninguna alocución en la Fiesta de los Árboles, efectuada con gran boato en La Sabana, y a la que asistieron unas 6,000 personas. Más bien, el orador de fondo fue el gran intelectual cubano Antonio Zambrana, quien fue sucedido por el célebre poeta peruano José Santos Chocano —que había llegado al país tres semanas antes, con fines diplomáticos—, con un poema inédito, escrito para la ocasión.
Pocos días después, Thiel partió de San José, en una gira por San Ramón, Puntarenas y Guanacaste. Mientras transitaba por esta última provincia, enfermó seriamente, al punto de que murió en la capital el 9 de septiembre, cuatro meses después de escrita la carta. De alguna manera, dicha carta representaba un legado póstumo, pero quedó soterrada en el olvido. Es de suponer que el edil Zamora la conservó en sus archivos. Lo cierto es que apareció en la prensa 22 años después (Diario de Costa Rica, 12-X-1923, p. 3), cuando se inauguró la estatua de Thiel en los jardines de la Catedral Metropolitana, y fue de ahí que la transcribimos para nuestro artículo.
Para concluir, no hay duda de que el pronunciamiento de Thiel fue esclarecedor, oportuno y visionario en cuanto a la deforestación que ocurría en Costa Rica y, sobre todo, a la necesidad de emprender acciones concretas, con programas de reforestación adecuados. Aunque casi de seguro sus ideas tenían una fuerte influencia del botánico suizo Henri Pittier, el ingeniero forestal sueco Alfredo Anderson y el ingeniero agrónomo Austregildo Bejarano Solano —graduado en Bélgica—, lo importante es que esta carta provenía del máximo jerarca de la Iglesia, algo insólito en Costa Rica, y sobre todo en una época tan distante.
En tal sentido, plenamente congruente con la actual encíclica Laudato Si’, la carta de Thiel es de gran valor histórico pues —aunque habría que indagar más al respecto— posiblemente sea la primera en América Latina en la que un alto jerarca de la Iglesia católica se pronunció con tal conocimiento y amplitud acerca de la deforestación y la conservación de la naturaleza.