Edwin Cantillo Castro fue un pintor abstracto-geométrico, un indagador en el camino de las intenciones geométricas hermanadas con las relaciones colóricas. Su obra plástica emergió a partir de su interiorización de la vida, es decir de la búsqueda de Dios en el sentido del orden y la armonía implícita en la naturaleza.
Nacido en 1939 en Limón, Costa Rica, este pintor escogió las montañas de San Ramón de Tres Ríos para indagar en la geometría sin abandonar sus estudios por casi doce años. Su obra pictórica ha sido conocida merced a marchantes y coleccionistas que han visitado su espacio y limitadas adquisiciones en museos estatales.
El mismo grupo Cofradía que aglutinara durante su existencia artistas como Gerardo González, Otto Apuy, Rafa Fernández, Alvaro Bracci y Mariano Prado, tuvo en Cantillo a su mayor polemista y catalizador. En su estudio se dio la génesis y ocaso de Cofradía.
La pintura de Cantillo busca la simplicidad, lo que lo convierte en cómplice del artista-músico Olivier Messiaen (1908-1992) quien evocaba con su música las estructuras planetarias, como bien apuntaba el extinto pintor constructivista costarricense, Alberto Berrocal Binde.
Su obra transita desde una pintura figurativa de acento tropical y contemplativo a una abstracción geométrica analítica que sublima su entorno figurativo en un balance formal donde la horizontal indica armonía y la vertical orden. Su producción artística a lo largo de cuatro décadas se enfocó en la razón y la emoción en un perfecto balance de línea-forma y color.
Del cocal a los cafetales
Edwin Cantillo Castro, cuyo padre se llamaba exactamente igual, nació en Limón el 14 de septiembre de 1939, la víspera de la independencia centroamericana. Desde niño mostró preferencia por la naturaleza; respeto y asombro que mantuvo durante toda su vida y carrera.
Sin ambigüedad, se puede afirmar que vivió entre dos mundos; mar y meseta, cocal y cafetos; abuelas y padres; ritos católicos y pocomías africanas.
El contraste visual y emotivo aumentaba cuando, por un lado, su madre Socorro dibujaba cruces en limones agrios murmurando alguna oración, y por otro, su padre, contador de profesión, hacía columnas y líneas ordenadas que llenaba de números sobre papeles cuadriculados.
Un mundo bullicioso era su entorno, espectacular, por los ferrocarriles para los que su padre laboraba; la fuerza colosal y la belleza de las locomotoras, las campanas brillantes, el alboroto de los viajeros, el motocarro, los marañones, las oficinas llenas de máquinas de escribir y de calcular, Orotina, los puentes con líneas negras entrelazadas, Moín, los túneles interminables y misteriosos, el mar susurrante y autoritario…
Conocí a Edwin Cantillo en 1983 para registrar audiovisualmente su obra y testimonio de cara a un proyecto de historia y crítica artística que vio la luz dos años más tarde. Me contó de su infancia en el Atlántico y su herencia multicultural. Afirmaba que fue un tiempo dulce y cálido, lleno de historias nocturnas contadas por su bisabuela de la etnia chorotega que liaba con paciencia cigarrillos amarillos mientras de su boca emergían las leyendas del cadejo, la segua, la bruja Zárate, interrumpidos solo por el humo en bocanadas que inundaba el espacio. Mezclaba de manera creativa el paganismo con la Biblia, relativizando lo real fantástico de la tradición cristiana y la indígena.
El papá de Edwin era amable y tranquilo, pero la madre, Socorro, siempre se posicionaba cuando se trataba de crear misterio por su fama de contar con «poderes mágicos» que le permitían, según sus vástagos, desde adivinar el futuro hasta curar a los enfermos.
El recuerdo más presente que guardaba Edwin de su madre era verla esparciendo incienso por todos los vértices de la casa invocando las fuerzas positivas del universo.
La historia oral familiar se transforma merced a cambios socioeconómicos en escrita cuando emigran para sobrevivir, el padre viaja a trabajar en las plantaciones de banano. mientras los hijos deben dejar momentáneamente los estudios para apoyar en diversas tareas.
Edwin, el mayor de los cinco hermanos Cantillo, conoce a un hombre en esta época llamado Miguel que lo introduce a la filosofía de Marx y Engels, así como a la música. Este estímulo lo lleva a ampliar sus horizontes con lecturas adolescentes de Verne, Salgari y Twain. A partir de 1953, se interesa de manera creciente en la física y las matemáticas. Por entonces ingresa al Liceo de Costa Rica en la capital donde la camaradería se mezcla con una sensación de libertad heredada de la infancia.
El reposo de la horizontal que se dibuja en la lejanía del océano le inducía a la quietud y el éxtasis. La fogata piramidal que iluminaba el campamento en la plantación frutera tuvo para sus ojos y espíritu una atracción casi mágica. La frecuencia con que participaba en giras campestres se acentuó igual que una sensación de libertad y plenitud internas.
Entre los 16 y 18 años, el artista recuerda que «la vida se me presentaba como todo un regalo, un regalo que quería apreciar y sentir hasta lo más profundo, fue entonces cuando conocí por primera vez el amor». Ella era blanca, delgada, de ojos pardos profundos. Le escribía sonetos cursis y se perfumaba mientras los tangos y los boleros creaban la atmósfera idílica.
Por entonces, muere su bisabuela cuentacuentos dejándolo sumido en silencios y depresiones, que solo serán superadas por la práctica de la pintura, pero que se repetirán con la muerte de su padre en 1973.
Con un gran esfuerzo económico Cantillo padre le había pagado en 1956 estudios en dibujo arquitectónico. Los compases, la regla «T» y los escalímetros se convirtieron en sus nuevos brazos y piernas.
Un nuevo suceso determinante para su carrera artística ocurre dos años después cuando, tras obtener una plaza en la Junta de Protección Social como «contralor de tiempo», es trasladado al departamento clínico del Hospital Psiquiátrico Chapuí como «psicometrista».
A pesar de que lo que allí ocurría difería profundamente de sus experiencias de la infancia y la adolescencia, la confusión y el dolor, la angustia y la soledad le fascinaron. «Los laberintos de la mente, emoción y espíritu, se me antojaron líneas misteriosas e indescifrables».
Las pruebas psicológicas que, con fines de diagnóstico, aplicaba en el psiquiátrico le familiarizaron con elementos visuales como el número y la curva de Gauss, así como la prueba del psiquiatra suizo Hermann Rorschach (1884-1922).
Ruptura inminente
En su período formativo, esta prueba fue determinante porque estimulaba la visión del paciente con manchas que ofrecían amplias posibilidades de respuesta. La simetría manifiesta en sus láminas, las manchas aleatorias y casi expresionistas, así como su uso para proyectar cierta vida interior que mejoraba el conocimiento del ser humano determinan al futuro artista.
Rorschach asigna, además, una vital importancia a la respuesta que se vincula con el color, la forma, el todo con las partes, la luz y la sombra.
Edwin Cantillo ya tomaba tiempo de su trabajo en el nosocomio para pintar, cuando un médico amigo recomienda la pintura como terapia recreativa en 1959. Observa con curiosidad a los internos disponer de pinceles y pigmentos sobre una tela que se convertía a veces en un medio para expresar su interioridad.
Su creciente interés llega a superar su entrega a la profesión, por lo que a menudo le llamaban la atención en el hospital. Lo que había empezado como un medio de escape se transforma gradualmente en una necesidad ligada a un conocimiento de la abstracción del arte.
Alimentado por lecturas críticas de Freud, Adler, Jung, Jaspers y Fromm, entre otros, declara que «lo invisible en el hombre es el aspecto primordial para entenderlo; su mundo interior va más allá de la célula y su corriente sanguínea; su espíritu no se reduce a una pierna, a un delirio o a una compulsión».
La aceptación y la confrontación de «lo que somos» es imprescindible para crecer internamente de lo contrario —declaraba Edwin— si se insiste en querer «representar lo que no somos», vamos a ser infelices.
Sin percatarse totalmente de ello, Edwin Cantillo, abona el camino para abandonar la práctica psicológica y dedicarse al arte, pero pasará aun algún tiempo, en este período formativo.
En esta etapa produce obras que más tarde le parecerán «insulsas y pobres», jugando entre tendencias como el realismo y el estilismo, continuamente asediado por el recuerdo de la costa y la montaña en libertad.
Primero, opta por escapar algunos días a una casita con fuente y árboles en Sabanilla de Montes de Oca, que alquila con algunos pintores como Cecilia Amighetti, César Valverde, Carlos Salazar Ramírez y el doctor Rafael Ruano. Entre 1967 y 1969, pinta allí algunas temporadas mientras mantiene una familia compuesta de su esposa y tres hijos, pero su pasión por la pintura conduce inexorablemente a una ruptura:
Abrupta y absolutamente convencido de lo inútil de mi lucha por continuar manteniendo una conducta y una situación ambiguas, opté por escoger la supervivencia de mi espíritu. Aunque el precio era enorme (respetaba mi profesión, amaba a mis hijos, quería a mi esposa) algo especial e inexplicable decidió que abandonará todo eso a cambio, aparentemente de muy poco.
1969 fue el año de decisiones y necesidades. Pasó la mayor parte de ese período buscando nuevos medios de subsistencia, entre ellos la joyería, hasta que se instaló definitivamente en San Ramón de Tres Ríos, al noreste de la capital costarricense.
La práctica de la pintura ocupaba para entonces un 50% de su tiempo, dedicando el resto al estudio de los maestros, especialmente Rembrandt y Velázquez. Del maestro holandés del siglo XVII toma para su análisis el papel protagonista concedido a la luz y los efectos del tenebrismo, la pincelada empastada, y el tono intimista. Mientras del español aprecia la pincelada suelta, el dominio del tique justo de color, la perspectiva aérea, la profundidad lograda a través de la luz, la penetración psicológica y la composición equilibrada.
No debería sorprender el afecto de Cantillo por estos maestros y aún más por Caravaggio, el pintor italiano que influyó en Rembrandt y Velázquez, especialmente. Caravaggio se ocupaba esencialmente de lo humano, material e inmediato. Su lenguaje es durísimo y trágico, privilegiando los modelos populares, tratados mediante contraluces violentos.
Con el estudio de estos tres maestros, Cantillo crece como pintor mientras «el óleo, la chispa de los colores aprisionados en tubos, los pinceles limpios…todos esperaban mi entusiasmo y mi búsqueda».
En esta evolución su vida se ve sacudida nuevamente por el deceso de un familiar entrañable. Su padre muere en 1973, mientras Edwin, llegado a este punto sufre una transformación muy particular. En la dimensión personal asume un ceremonial que ofrece diariamente para justificar su condición de hijo: «Su muerte me dolió mucho; él estaba muy unido a mí y su deceso me llevó por síntesis a considerar que la muerte induce a buscar la vida en el arte, sobre todo, el orden».
Esta ofrenda diaria perdura en la espiritualidad con que el artista concreta su expresión abstracto-geométrica en sus telas, por el resto de su vida.
Apoyado por su nueva compañera Yolanda Mendoza, inseparable desde 1969, aumenta su aislamiento físico por dos razones:
intimidad- búsqueda de identidad a través del retiro y la meditación;
profesional- conquista de la disciplina en su quehacer para estudiar y trabajar.
Su ruptura con el medio físico urbano costarricense se extiende de 1970 a 1980 y, en el curso de este, pasó de un período formativo a otro más maduro, donde admite que su yo interno no está aun plenamente reflejado en su obra.
Yo no creo que un ser humano para hacer lo que tenga que hacer deba ir a la luna, a Panamá o a Nueva York, considero que el que quiere hacer algo lo va a hacer en San Ramón de Tres Ríos o en el cuarto de su casa siempre que tenga disciplina, conocimiento y entrega total.
Las palabras siguen a una obra que asienta contundentemente un proceso integro de evolución plástica y, por ende, humana, que una revisión de sus ciclos pictóricos puede ilustrar.
De objetividad a no objetividad
A los 45 años Cantillo empezó a ser conocido por un público ávido de su testimonio, limitado expositivamente hablando, a coleccionistas privados nacionales y extranjeros, principalmente.
En su obra distinguimos seis etapas claramente diferenciadas.
Etapa I: formación (1964-1969)
En este período formativo representa el mundo objetivo mediante la figuración a partir del paisaje y la figura humana. Prevalece el empaste y dominan los colores primarios (ocres pálidos). Respetuoso de la técnica del óleo cuida la calidad del pigmento, de la tela y del bastidor.
Antes de poner un color al lado de otro se tomaba su tiempo. Para entonces, disponía de una modesta biblioteca donde dos litografías de pintores del settecento le impactaban mucho; «Retrato de una madre» de Rembrandt y «Juan de Pareja» de Velázquez.
Una influencia tardía, pero importante en esta etapa es la del neoimpresionista francés, Georges Seurat (1859-1891), por sus aportes analíticos que afirmaron los derechos del cuadro y de lo que representa por medio de una definición clara de un lenguaje propio de la pintura.
Para entender mejor este aporte, debemos agregar que Seurat descompuso el tono de los componentes elementales de la pintura para organizarlos en relaciones y dependencias internas, fundadas en reglas constantes. Hizo otro tanto con respecto al espacio pictórico, descomponiéndolo en líneas verticales, horizontales, diagonales y zonas puntiformes de color que integró en una estructura que se explica sola.
Cantillo tempranamente opta por la perspectiva analítica en el arte es decir que empieza a disociar «hacer arte» de «hacer el discurso del arte», lo que no quiere decir que realiza en momentos diferentes ambas cosas, sino que, al hacer arte, se obliga a la autorreflexión constante. De hecho, este análisis no se puede hacer sin pintar.
Así, Cantillo abandona al cabo de cinco años el entorno tropical de Limón (antillano-africano) de sus temas, lo que implicó también, una ruptura con el criterio según el cual la referencia a lo objetivo —visual externa— es la base de la expresión plástica. Fue, no obstante, «una época de obviedad congruente con mi inmadurez», según Cantillo.
Seurat, además del estudio de Cézanne, De Chirico, Bonnard y Dalí (todos artistas analíticos) le aclararon conceptos y dieron sentido a su búsqueda de una identidad propia. La mayoría de las obras de esta primera etapa fueron destruidas y algunas regaladas o cambiadas por pinceles, telas y pigmentos.
Etapa II: neofiguración (1970-1980)
Mientras en la primera etapa la figuración dominaba su atención, en la segunda, se enfoca en la línea y el color. Las influencias más notables son el expresionismo y el puntillismo. En cuanto a la primera, es evidente su presencia en cuadros de Cantillo verdaderamente ambientales por su gran formato, así como por sus empastes, colores vivos y vehemencia gestual. La segunda, destaca por ser más un procedimiento técnico de pintar con base en la expansión sobre la tela de puntos de color puro.
En esta segunda etapa ya no abordará ningún paisaje en el sentido tradicional. La mancha y lo aleatorio desaparecen de los óleos que produce en esta época, pues esos elementos resultaban de una pintura emotiva-efectista, originada en un comportamiento creativo impaciente más que uno reposado y analítico.
Pese a su aislamiento físico, Cantillo no está solo y mucho menos desinformado. En esta etapa son determinantes sus relaciones con artistas extranjeros establecidos como Octavio Toral, Rudy Ayoroa, Gabriel Sencial, René Capriles, José Manuel Rodríguez Bergé y nacionales como Disifredo Garita, Carlomagno Venegas, Alberto Berrocal, Antonio Arroyo, Gerardo González y Rafa Fernández que le visitan o pasan temporadas en su casa de la montaña.
Los colegas amigos que le llaman por entonces «Monsieur» por no abandonar casi nunca su boina oscura llevan a su atelier originales de Miró, Dalí, Vasarely, Obregón, Soto, Lam, Abularach y otros más.
Ya el pensamiento de vanguardistas como Kandinsky, Malevich y Mondrian le son familiares, así como la música atonal de Messiaen, Stockhausen y Cage que crean la atmósfera propicia para cambios que el artista definirá con voz propia en última instancia.
La práctica con modelos naturales (personas y paisajes) le abren la puerta a la creación de composiciones estructurales en donde el espacio pictórico y las relaciones limpias de línea y color son prioritarias.
Incorpora también con sutileza el testimonio plástico precolombino, egipcio, asiático y el contemporáneo de los holandeses del movimiento De Stijl para llenar una necesidad íntima, pero consciente, que le lleva a pintar con creciente pureza y con conocimiento, sin «accidentes mágicos».
Aquel horizonte reposado en el límite del océano y el cielo, que heredó de su infancia, es sintetizado en nuevas relaciones lineales, colóricas y estructurales (por su misma naturaleza válidas y bellas como el recuerdo) que le permiten conjeturar y deducir más libremente el entorno visual externo. En otras palabras, convierte el recuerdo en perenne al eliminar lo obvio temático, colórico y lineal de ese momento maravilloso pero fugaz.
Ninguna obra de este período se expone públicamente, lo que no resulta obstáculo para que artistas y compradores visiten el taller-estudio del pintor limonense de origen, pero universal en su proceso de transformación continua.
Antes no vendía por una conducta honesta, porque mi pintura era formativa, más que nada oficio. Al concluir mi segunda etapa, y encontrándome en la tercera, creo que la entrega de mi tiempo, trabajo y conocimiento a lo que hago, merecía una recompensa en el sentido de trabajo.
Etapa III: abstracción geométrica (1981-1986)
En esta tercera etapa, el artista se obliga a nuevas propuestas en cuanto a lo que testimonia en un mundo sacudido por la violencia y la falta de orden y propósito. El dominio técnico ha sido alcanzado por lo que la aventura plástica está hermanada con el concepto y la expresión.
Hay un misterio vital, tal vez velado, pero latente en la nueva obra a la espera de un destinatario natural, libre de prejuicios, humano, afectivo, que el artista busca esclarecer en el degradé o en una relación de líneas. Estamos ante una obra producida con calma, ceremonia, interioridad y espíritu.
Los postulados plásticos de Mondrian, Torres-García y Albers encajan con su expectativa y decide escoger «el camino de las intenciones geométricas hermanadas con las relaciones colóricas. Era y es mi espíritu. Ya en esos tiempos (1982, cuando ya existía el grupo Cofradía) soy padre de nueve hijos (seis con mi esposa-amiga Yolanda y tres en mi primer matrimonio). El color y la alegría se han entremezclado y el resultado ha sido una plenitud existencial que agradezco y respeto».
En este período se forma el Grupo Cofradía del que Cantillo es miembro fundacional, entre noviembre de 1981 y fines de 1986. El colectivo integrado en distintos momentos por artistas como Otto Apuy, Gerardo González, Alvaro Bracci, Rafa Fernández y Mariano Prado fue establecido para que, garantizando la libertad artística e individual, se emprendieran proyectos grupales y revisiones críticas de la obra particular en sesiones abiertas, independientemente de los miembros que se sumaran o partieran.
Los distintos lenguajes plásticos practicados por los cófrades confluyen en una sola expresión: Actitud.
Actitud hacia el arte. Se demanda entrega y estudio en la práctica de la pintura. Solo se respeta al artista que trabaja y tiene disciplina. En un cofrade el arte es una vivencia diaria, desde que se despiertan piensan, crear, trabajan, llenando así una necesidad físico-biológica-espiritual y artística.
Actitud hacia la vida. No importa que se produzca individualmente en términos plásticos, sino con que actitud se haga. Es decir, se dignifica, dedica, identifica, analiza, estudia y sintetiza el arte como conducta existencial.
Como explicó en su momento el artista Rafa Fernández a este crítico en 1984:
…en algunos momentos de la vida del hombre, sobre todo cuando madura, descubre que el lugar que ocupa en la sociedad —en el desarrollo cultural— es la medida de su lucha a la que corresponde una actitud diaria, de enfrentamiento. Descubre que el destino le permite tomar parte en la lucha junto a otros iguales y surge Cofradía. No ha sido una lucha por exponer, participar, en que tenemos que demostrar al público nuestra evolución y la maravilla que somos. No, ha sido una integración espiritual, de mutuo enriquecimiento.
La participación de Cantillo en Cofradía permite que su obra sea conocida ampliamente dentro y fuera del país, pero sin comprometer su integridad. Hay un patente rechazo a la retórica artística, grupal e individualmente, si bien obligados por el medio y la demanda conceptualizan su obra y su condición humana en numerosos intercambios con artistas y público en general.
Etapa IV: construcciones (1987-1991)
En su cuarta etapa, su obra gana en su expresión colórica, en particular por su uso de la luz a partir del empleo de los pigmentos de óleo. Profundiza en líneas gruesas y colores degradados en espacios dominados por figuras geométricas —rombos que semejan por su movimiento pequeñas pirámides vistas desde arriba— que combina con una suerte de estelas de inspiraciones precolombinas y atávicas a los lados y en la base de la composición.
Estamos ante «construcciones» con base en líneas y planos, que vibran lumínicamente según se oriente la luz al este o al oeste —amanecer y atardecer—, evocando un mundo objetivo de luz y color que ya no representa.
Produce en esta etapa, rodeado de un ambiente natural, lo que para algunos observadores resulta incomprensible porque su estilo es aparentemente racional, no objetivo. Olvidan que lo racional es también parte de la naturaleza y que, partiendo del punto, la línea, el juego de las horizontales y las verticales, Cantillo reserva en cada elemento de sus composiciones la memoria de un amanecer, la música que soñaba, las tortillas que preparaba su compañero, la discusión con un amigo.
En esta cuarta etapa, hay una clara intencionalidad en cada elemento y, por ende, en la obra. Su expresividad, aunque parezca meditada y fría, está enfocada en el orden, la armonía, la disciplina, la entrega y el respeto.
Etapa V: espiritualidad (1992-2002)
Su quinta etapa está dominada por una seria búsqueda espiritual que es marcada por dos sucesos existenciales cruciales: por un lado, el progresivo quebranto de su salud física y, por otro lado, su distanciamiento físico y emocional intencional de familiares, amigos y colegas que le obliga, al final del período, a mudar su atelier a la urbe de la vieja capital costarricense, Cartago.
Su pintura del período está dominada compositivamente por altares rectilíneos y gradientes ascendentes que evocan una «escalera al cielo». Se trata en muchos casos de obras de gran formato dominadas por gamas de azul y dorados.
Con base en un primer catálogo razonado de su obra, realizado para la presente investigación y crítica, encontramos que, en algunos momentos, deriva a modo de «pentimento» hacia investigaciones pictóricas ya completadas en el ciclo anterior. Es como si el artista recordara algo pendiente que no puede dejar inconcluso.
Sin embargo, la mayoría de sus obras de esta fase evocan templos simbióticos de las tradiciones precolombinas y cristianas. Continúa esta fase mediante la representación estilizada de vitrales góticos en los que introduce disonancias aparentes como manos o rostros, recordatorios de su entorno objetivo, amigos y familiares.
Edwin Cantillo Castro fue ante todo un ser humano, un autodidacta en aprendizaje continuo, que no separaba su condición finita e imperfecta de su vocación artística por lo que afirmó: «mi pintura aparentemente, la más racional, está brotando del tipo humano más irracional».
La frase no debería sorprender si advertimos que hay una forma primordial de expresar arte: la que resume en cada testimonio plástico el amor, el conocimiento y la sensibilidad. Pero, no existe una diferencia radical en cómo se expresan estos tres elementos mediante la técnica y el oficio. Tampoco podemos decir que el concepto abstracto geométrico de Cantillo sea nuevo, ya que mucho antes de Kandinsky y Mondrian los textiles prehistóricos les antecedieron con diseños geométricos simbólicos.
Consecuentemente, Cantillo expresó que «nadie tiene secretos. El que cree que tiene secretos está engañándose. ¿Quién engaña a quién? Nadie engaña a nadie, nadie puede esconder nada. El artista menos, cuando precisamente es el que está abriendo su pecho».
Para él pintar era una forma de comunicarse con el tiempo, o con el ser humano o con los dioses, solamente un pretexto. A la afirmación de Kandinsky, «crear una obra es crear un mundo», acota «crear una obra no es crear mi mundo».
Etapa VI: preparación final (2003-2009)
Afincado en Cartago, su producción se reduce notablemente por temas de salud. Termina abandonando la técnica del óleo en favor del acrílico que aprovecha por su secado rápido, explotando el acabado mate en sus últimas obras.
La luz parece abandonar sus composiciones. Los tonos dominantes son variaciones del morado que proviene, como sabemos, del azul y el rojo. Este color asociado con el lujo, el poder, la sabiduría, la creatividad, y la magia, también simboliza en la dimensión religiosa preparación espiritual y penitencia.
La iconografía de este último ciclo consiste en una revisión meditada de los elementos compositivos de su producción anterior centrada en la búsqueda de orden. No obstante, una de las características sobresalientes de su carrera fue su búsqueda de un orden natural dentro de la superficie de sus cuadros, que cooperara en poner orden, en dar sentido a la vida humana.
Por ello, valida las expresiones artísticas efímeras como «instalaciones», «intervenciones» y «happenings», en la medida que «el tiempo es un mito, es una mentira. Tal vez una cosa que tu vives en seis horas pueda ser más válida que 200 años».
Esta tesis se aclara al enfilar nuestras observaciones hacia el artista y la «política del espíritu» a lo Paul Valery, que en criterio de Cantillo cohabitaban armoniosamente mientras rechazaran la vulgaridad y la transitoriedad de la vida. «Quien se encarame en un árbol, en una antena de televisión verá los muertos que lo rodean. Muertes causadas por la emoción, el instinto, la irracionalidad social e individual, nunca por la razón o el orden clásico».
Vivimos en un mundo saturado de instinto, de expresionismo, por lo que requerimos de un poco de orden, alguien que grite por la razón y Edwin Cantillo fue esa persona en Costa Rica tanto en su condición de artista como de mentor cultural. Porque, sin negar el criterio externo, imponía el suyo alimentado por una síntesis universal.
Concreción y legado
Solo en sus obras geométricas este limonense no negó el concepto de volumen ajeno a la bidimensionalidad aceptado normalmente en la abstracción geométrica. De la existencia de dos dimensiones partió hasta la fecha este género artístico, rechazando la perspectiva y con ello el volumen o tercera dimensión.
En esta tradición modernista Robert Delaunay (1885-1941) es innegable pionero; se partió de las matemáticas para crear estas dos dimensiones que gozan de movimiento merced al color plano y sus contrastes, que son percibidos de una sola vez por el espectador.
Cantillo rompió en su obra de madurez —tercera y cuarta etapas— con esta «economía de tiempo» estimulada por su «maestro» el suprematista ruso Kazimir Malévich (1879-1935), sin negar el poder de lo estético, agregando volumen para desarrollar otra sensibilidad.
Utilizando estructuras volumétricas, principalmente, dota de tercera dimensión a sus composiciones dándoles movimiento en el espacio pictórico no merced al color únicamente, como en la abstracción geométrica modernista, sino por las propias relaciones de las cualidades de los elementos presente en este.
Su concreción y legado debemos verlo a la luz no solo de su afición por las matemáticas, sino de su urgente necesidad interior de adicionar emoción a la obra no figurativa. Esto no quiere decir que sea suprematista anteponiendo la supremacía absoluta de la sensibilidad del arte, sino que, por el contrario, buscó en su producción más madura orden en el caos, razón ante el instinto primigenio, un equilibrio necesario.
Ante la crítica local y externa —especializada o no— que recibió de su trabajo a lo largo de su carrera respondió que «ningún hombre puede decir que tiene el control total de sí mismo para testimoniarse, o control total de lo externo a él, para no testimoniarlo».
En su obra resulta lógico, entonces, que concurran dos momentos: el del contexto y el del pintor vinculados por la necesidad o pretexto de comunicarse con el tiempo, y el hombre como apuntamos antes.
Tanto como artista visual como en su papel de mentor de las nuevas generaciones nunca negó tiempo a quien se lo pedía, interrumpiendo su trabajo para comer, beber y conversar de todo en una atmósfera de respeto y confianza, solo roto por la pasión cuando esta irrumpía merced a un tema controversial.
Su última producción, aunque menos prolífica, especialmente a partir del 2003, cuando abandona su refugio y se establece en el centro de Cartago se explica por el reto que asume de discipular a jóvenes artistas a los que dedica la mayoría de su tiempo hasta su fallecimiento a los 69 años el 2 febrero el 2009 en el Hospital Max Peralta de Cartago.
Como artista, Edwin Cantillo, adoptó una actitud analítica, sustituyó la extroversión vitalista y las habituales preocupaciones por la representación del mundo objetivo por una actitud racionalista, no objetiva, que le permitió tomar partido, ascéticamente, por el análisis y la autorreflexión.
Por ello, no debe extrañar que en su práctica de la pintura se empeñara en un discurso sobre el arte, en el mismo momento, en que, de una manera concreta, hacía arte. Lo uno no era posible sin lo otro, como ya indicamos.
El proceso artístico completado por Cantillo, a lo largo de poco más de cuatro décadas de producción creativa continua, afirmó como legado una profunda actitud hacia la vida y el arte que resumió como querer «señalar que existen espacios, dimensiones, que existen mundos interiores que van a ayudar al hombre a crecer. El arte no significa dignidad, significa amor, significa continuidad en el tiempo, justificación de la vida».