Poderosa Gloria
Kurt sentía que su vida no valía nada. Sus tres intentos de suicidio, fracasados todos de manera algo bochornosa, le ratificaban su mediocridad. No servía para nada, ni siquiera para matarse, era su obligada conclusión.
Había entrado en la catedral desesperado, pensando que allí podría encontrar algún consuelo. O, al menos, el silencio que necesitaba para reflexionar. La idea de un nuevo intento, que ahora por nada del mundo debía fracasar, le perseguía con obstinación. Para su sorpresa, el templo no estaba en silencio; justo en ese momento la iglesia se había convertido en sala de concierto, y se estaba ejecutando la Missa Solemnis, de Juan Sebastián Bach. No era su intención escuchar música en ese momento, pero los melodiosos acordes de la obra lo retuvieron.
Se sentó en el único espacio que encontró disponible, pues el lleno era casi total. Mientras escuchaba orquesta y coro en su majestuosa interpretación, cavilaba sobre todos los recaudos que tomaría esta vez para no fallar. El viejo puente de E. era el lugar escogido. Caer desde más de 50 metros sobre afiladas rocas significaba una muerte segura. Ahora nadie se lo podría impedir.
Ya estaba tomada la decisión; caminaría desde la catedral hasta el puente. Por cierto, no estaba lejos, quizá dos kilómetros. Se regodeaba con la idea. Ahora sí, todos sus conocidos, que solían reírse de sus amenazas de suicidio, verían que hablaba en serio. Les taparía la boca a todos.
Respiró hondo, se levantó de su asiento y salió con decisión.
Justo en el momento en que caminaba por el pasillo central del templo, atrayendo sin quererlo la mirada de todos los oyentes, sonó el Gloria in Excelsis Deo de la misa. La potencia de la combinación de trompetas, timbales, orquesta de cuerdas y coro a tutti lo detuvo. La magia envolvente de ese fragmento —el más majestuoso de toda la obra, junto al Kyrie introductorio a cinco voces, según los entendidos— le golpeó. Quedó absorto por largos segundos en el pasillo de la nave central, con los ojos en blanco, escuchando en estado de éxtasis.
No se suicidó. Terminó de escuchar el Gloria, y salió de la iglesia. Caminó por varias horas sin rumbo fijo. Pasó cerca del puente, y sonrió con mueca burlona.
Ahora se entiende por qué, en la organización de atención al suicida que regentea desde hace ya más de cinco años, suena continuamente el Gloria de la Misa en si menor de Bach.
Padre Mauricio
Cura viejo: Padre Mauricio, ¿cómo le va? ¿Qué lo trae por aquí?
Cura joven: Padre Esteban, me quiero confesar. Usted es bastante mayor que yo, siempre lo respeté mucho. Lo admiro en todo sentido, por eso ahora lo busco como confesor.
Cura viejo: De acuerdo, hijo. Te escucho. ¿Qué te está sucediendo?
Cura joven: Es que…, me da un poco de vergüenza decirlo. O más bien: consternación. Me cuesta…
Cura viejo: Te entiendo. Pero no te preocupes: para eso estamos los pastores de almas, para saber escuchar a nuestro rebaño, y orientarlo. A ver… ¿qué te pasa? Tranquilo, dímelo.
Cura joven: ¿Sabe una cosa, padre? He pensado en suicidarme.
Cura viejo: ¡Uy, caramba! Eso es grave. Pero, ¿qué está pasando, padre Mauricio? ¡Eso es pecado!
Cura joven: Sí, sí... ¡Lo sé! Por eso estoy tan preocupado. No quiero hacerlo, por supuesto que no. Pero las circunstancias, la vida me está empujado hacia eso. Sé que está muy mal, pero lo pienso.
Cura viejo: Bueno, tranquilo. Veamos…, ¿cómo has llegado a esa idea?
Cura joven: Por las cosas que me están sucediendo. No aguanto más…
Cura viejo: Cuenta tranquilo, hijo. Con humildad, con respeto a nuestro Señor Jesucristo y al Sumo Hacedor, padre celestial omnipotente. ¡Cuenta!
Cura joven: ¿Puedo contar tranquilo, padre?
Cura viejo: ¡Pero por supuesto! ¿No estamos para eso acaso? Para saber escuchar las cuitas, las tribulaciones de estos gusanos inmundos y pecadores que somos todos. ¡Por supuesto que sí, padre Mauricio! Hay secreto de confesión, ya lo sabes.
Cura joven: Sí, claro. Bueno… sucede que embaracé a una mujer.
Cura viejo: Ajá… ¿Y por eso te quieres suicidar?
Cura joven: No, no… No es por eso. Eso se arregla. El problema es más grave.
Cura viejo: ¿Es casada ella?
Cura joven: Sí, efectivamente. Son una pareja que viene todos los domingos a misa. Usted los conoce, padre.
Cura viejo: Bueno, pero…. ¿qué te lleva a pensar en tomar una decisión así, tan tremenda, tan contraria a los designios de nuestro Señor todopoderoso?
Cura joven: Es que pequé más aún: me metí también con la hermana de esta mujer.
Cura viejo: Ah, eres bígamo.
Cura joven: Como usted.
Cura viejo: ¡¡¿Qué dices?!!
Cura joven: Como usted bien sabe…, eso quise decir. No, no… perdón. Como usted bien sabe, padre Esteban, la carne es débil.
Cura viejo: (silencio)
Cura joven: Y ahí viene la parte fea, tremenda, oscura. El tormento que me está llevando a pensar en esta salida improcedente.
Cura viejo: ¿Qué sucedió?
Cura joven: Con la hermana no tuve erección.
Faltan dos días
Beatriz sentía que todo lo hacía mal, que en todo fracasaba, que el mundo parecía conspirar contra ella. Hacía tiempo que quería consultar con un psicólogo, pero nunca se atrevía a dar el paso.
Aquel martes caluroso, molesta por tener que hacer ese trámite —odiaba hacerlos— fue al banco. Una de sus cuentas había quedado sin uso por más de un año, y necesitaba reactivarla ahora. La empleada que la atendió fue parca, con una fingida simpatía profesional. Sin mayor emoción le explicó que, al reactivar la cuenta luego de catorce meses de inactividad, tenía una penalización. Podía optar por una suma que debía pagar, o tomar un seguro de vida, equivalente a la misma cantidad. Beatriz se molestó terriblemente.
Resultaba una injusticia atroz ese cobro, pero la señorita que la atendió se limitó a decir que eran «políticas de la institución». Por tanto, no había mucho que discutir: el cobro era irreversible.
«Ni una cosa sale bien», pensó. Esa misma semana había ido mal en su examen en la universidad, y la semana anterior venía de separarse de su novio. «Me cambió por la que era mi mejor amiga», mascullaba con amargura. Su odio contra la vida era indecible. Este seguro de vida vendido obligatoriamente («¡exacción!, cobro ilegal», se dijo furiosa) fue la gota que derramó el vaso.
Salió muy ofuscada del banco, pensando una vez más que su vida era solo golpe tras golpe. Para completar su desgracia, la moto no le arrancó en el estacionamiento, por lo que debió esperar que llegara el servicio mecánico de su seguro. Mientras hacía tiempo, se sentó en un restaurante a tomar un café. Fue ahí que lo decidió.
Rauda, regresó a la agencia bancaria. Canceló al mecánico que ya estaba en camino, porque lo que debía hacer ahora era «mucho más importante, ¡primordial!». Debió esperar un nuevo turno para volver a hablar con quien la había atendido. Refunfuñando, pasó casi media hora en la sala de espera. Finalmente, la misma muchacha la recibió, siempre con su fingida sonrisa plástica. Quedó algo sorprendida ante el pedido de Beatriz: iba a aumentar la póliza en un dos mil por ciento. Si el seguro que le obligaban a tomar, que cubría suicidio, otorgaba una prima de diez mil dólares, ahora la cifra se hacía muchísimo más alta. También cambió el nombre del beneficiario: ya no sería su hermano menor, a quien adoraba y protegía en todo lo que podía, sino su madre, esa «vieja de mierda que me arruinó la vida. Así se siente culpable».
Se desentendió de la moto y el mecánico, y volvió a la misma cafetería. Ahí redactó la carta dirigida a su madre —pensó en la Carta al padre de Kafka. La retahíla de ataques contra su progenitora abarcaba tres carillas. El papel fue hallado en el bolsillo trasero de su pantalón, cuando los socorristas llegaron al lugar. No había nada que hacer; Beatriz había saltado desde la terraza de aquel edificio de veinte niveles. El cadáver quedó muy deformado, casi irreconocible.
Lo que no pudo saber es que nadie, ni su madre ni su adorado hermano, cobrarían nunca el seguro. El mismo entraba en vigencia 48 horas después de haber sido gestionado.
Cartas
Jean-Paul rayaba ya los 60. Divorciado tres veces, soltero ahora, se consideraba el mayor Don Juan de la ciudad. Su fortuna, hecha de un modo no muy santo precisamente —se decía que mantenía trabajadores esclavos en algunas de las colonias de ultramar, muchos de ellos utilizados para la pornografía «salvaje» que producía— le daba para atraer a granel incautas jovencitas deseosas de «prosperar». Brigitte era una de ellas.
La muchacha, de 19 años, resaltaba tanto por su belleza como por su malicia. Había dejado encerrada a su madre en un geriátrico para quitarle su casa, humilde morada que sus padres lograron tener luego de años de trabajo. De todos modos, una casa en el corazón de París nunca era un mal negocio. Con el producto de esa venta pudo conocer India, China y Tailandia. Su hermano Philippe había fallecido dos años atrás de una manera llamativa: atragantado con el carozo de un melocotón. Nadie lo creyó cabalmente, pero tampoco nadie, ni la policía, investigó más a fondo el hecho.
Cuando se vieron, hasta podría creerse que fue «amor a primera vista». En realidad, fue «conveniencia» a primera vista; ambos pensaron que habían encontrado lo que buscaban: él, la mujer que necesitaba para la película pornográfica que estaba produciendo. Ella, el millonario que la sacaría de penas económicas. Ninguno de los dos se enamoraba nunca; solo hacían cálculos.
Sin embargo, curiosamente hubo conexión afectiva y no solo sexo (fingido, aumentado y escenificado por parte de ambos en casi todos los casos). Lo que pensaron que podía ser efímero, obteniendo lo que buscaban, parecía que se perpetuaría. Después de varios meses de relación, se presentaron en público como pareja. Informaron oficialmente que Brigitte estaba embarazada.
Alguna vez, Brigitte le contó a su hermanastra —con quien la unía una especial amistad— que su nuevo amor le había prometido dejar parte de su fortuna como herencia. Ya había visto la mansión en Montecarlo que deseaba comprarse. Como vehículo, un Lamborghini estaba bien. El problema es que todo eso llegaría estando ya viuda… y eso no pasaba.
La noticia del embarazo sorprendió a todos, pero más aún, a Jean-Paul. Él se había hecho la vasectomía hacía años, por lo que le pareció sumamente extraña esa posibilidad. Sabía que había casos atípicos, y quizá el suyo podía ser uno de esos. De todos modos, aun dudándolo, no lo demostró ante su «princesita adorada». Comenzó a pensar, lamentándose, que haberle prometido parte de la herencia —habían redactado documentos al respecto— había sido una pésima idea. Por tanto, ahora debería cuidarse de un premeditado y bien calculado asesinato.
Brigitte, al ver que pasaba el tiempo y no podía consumar su plan (un accidente de tránsito donde Jean-Paul debía morir), comenzó a preocuparse, dado que el vientre no le crecía. Ni le podría crecer… porque no había embarazo. Ello era una preocupación: Jean-Paul ya estaría sospechando.
Parece una casualidad, o una macabra jugada del destino: lo cierto es que con diferencia de un día (un miércoles y un jueves) ambos esposos aparecieron «suicidados». Misteriosamente suicidados: los dos murieron por envenenamiento. Claro que… de productos distintos. Las cartas de despedida que ambos dejaron entre sus pertenencias anunciando el suicidio, aparecieron en los respectivos discos duros de sendas computadoras cuando la policía comenzó a investigar. Claro que en las computadoras invertidas: la carta de Jean-Paul, en la de Brigitte, y la de Brigitte en la de Jean-Paul.
«¿Suicidio?», dijo el jefe del grupo de investigadores. «¡No me hagan reír!».
Asesino
A Iván todo el mundo le decía «El asesino» como sobrenombre. A él, por supuesto, eso no le caía en gracia, pero era un mote bien ganado. Simpáticamente, si así puede decirse, se hizo acreedor a un pseudónimo que mostraba de cuerpo entero su realidad. En verdad, no mataba ni a una mosca; era el tipo más pacífico que pudiera concebirse… pero su «mala suerte», su raro «destino», el infortunio que le acompañaba a cada paso, lo transformaba en un auténtico asesino.
Más de una vez Iván había pensado consultar a un psicólogo por la angustia que le ocasionaba todo eso. No lo había hecho aún, pero la idea seguía rondándole de continuo. Cada vez se enojaba más, se exasperaba, cuando alguien —quizá sin la más mínima mala voluntad de ofenderlo— usaba ese apodo. Pensaba que en alguna oportunidad transformaría el alias en una cruda realidad contra quien osara llamarlo así. Pero nunca lo hacía. De hecho, jamás había empuñado un arma y, antes bien, se consideraba un pacifista.
Entonces, ¿por qué «El asesino»? Porque muchas personas que tomaban contacto con él, morían. Podía pensarse en puras casualidades, así de simple. Pero no faltaban otro tipo de «explicaciones». Aunque nadie lo creía seriamente, se elucubraban las más diversas y disparatadas teorías. Por ejemplo: que estaba pagando culpas de otra vida, que había una posesión diabólica, o un pacto voluntario con Lucifer. También se había especulado que era un psicópata peligroso disfrazado de «manso y tranquilo». Lo cierto es que eran innúmeros los casos en que se acercaba a alguien, y ese alguien fallecía al poco tiempo. O incluso, estando con él.
Había cuidado a su padre, internado en fase terminal de cáncer, durante sus últimos días. Fue Iván el único testigo de su agonía, una fría madrugada de diciembre, cuando el octogenario enfermo murió en su habitación acompañado solo de su hijo. Algo similar había sucedido con su madre, a quien cuidó en su casa cuando esta se reponía de una neumonía. Habiéndose dormido el muchacho, la madre no quiso despertarlo para ir al baño. No se sabe bien cómo, mientras Iván dormía, la señora cayó por las escaleras, falleciendo de un tremendo golpe en la nuca.
Con sus dos hermanos la situación fue distinta, pero igualmente, de alguna manera él tuvo que ver en su trágico final. Era Iván quien conducía el automóvil cuando chocaron contra un camión pesado. Él se salvó: hermano y hermana murieron en el acto. Con su sobrino, sobreviviente de su hermana muerta —era madre soltera— ocurrió algo llamativo también. Lo llevó una ocasión al pediatra, y en la sala de espera resbaló, cayendo sobre el niño, quien se fracturó dos vértebras cervicales, debiendo ser internado un par de días para observación. Nadie en el hospital pudo explicar fehacientemente cómo ni por qué, lo cierto es que el menor murió de una extraña infección hospitalaria al poco tiempo.
El día en que todos los compañeros de estudios fueron a festejar el final del ciclo lectivo, la gran mayoría terminó con una brutal infección intestinal, producto de algo que comieron en el restaurante donde tuvo lugar el encuentro. Solo Iván y una muchacha no murieron. O no murieron en el momento, pues Tatiana, a los pocos días, fue arrollada por un vehículo. Nuestro héroe fue el único sobreviviente del envenenamiento entonces.
La primera vez que viajó en helicóptero para hacer una pequeña investigación de campo junto a tres ingenieros más —uno de ellos prestigioso catedrático en la universidad de M.—, la aeronave cayó a tierra a poco de despegar. Iván fue el único sobreviviente. Algo similar, salvando las distancias, sucedió el día en que se vio atrapado en un tiroteo entre ladrones y policías. Además de dos agentes y cuatro malhechores muertos, de los ocasionales transeúntes que resultaron víctimas, fueron tres mujeres las que cayeron en el fuego cruzado, cinco varones resultaron heridos —dos de ellos fallecieron luego en el hospital— y seis niños presentaron crisis de pánico. Solo Iván salió completamente ileso.
Su fama de «asesino» comenzó a expandirse, acrecentándose con el condimento picante que le otorga el chisme, por supuesto, siempre morboso. Su figura, hasta en cierto nivel público —salió en la televisión luego de la caída del helicóptero y luego con la balacera— comenzó a dar que hablar. Mucha gente le huía.
Alguna vez, presenciando una exhibición de paracaidismo, expresó que él jamás haría una cosa así, por lo peligroso que eso le resultaba. Fue solo decirlo y una centella fulminó en el aire al campeón, que en ese momento hacía una espectacular caída libre. Su fama de «pájaro de mal agüero», de presagio lúgubre y patético, se hizo providencial. La vez que acarició al hijo de su primo, un hermoso bebito de meses, terminó de confirmarlo: a la semana siguiente, el niñito murió de modo inexplicable (parece que a causa de un paro cardiorrespiratorio).
Para Iván todo se hacía insoportable, insufrible. Lo único que quería era desterrar de una vez y para siempre esa horrenda fama. No encontrando la salida, desesperado ya, angustiado a un nivel que no le permitía vivir, decidió suicidarse. Después de interminables cavilaciones, saltó de aquel octavo piso del Ministerio de Finanzas. Tanta mala suerte tuvo, que su popularidad como «asesino» se acrecentó en forma exponencial: cayó sobre un transporte escolar sin techo que estaba realizando una excursión por la ciudad. Fueron ocho las niñas muertas. Iván, ni un rasguño. Solo se quebró el dedo pulgar izquierdo.
Una estafa repulsiva
Ana nunca se llevó bien con su familia. Con su madre mantenía una relación ambigua, de amor y odio. Para todos los otros miembros del grupo, ella era la oveja negra: madre soltera, se había ido de la casa sin casarse, tenía tatuajes, estudiaba Psicología.
Vivía atormentada por esa complicada relación con su mamá. Lo único que la mantenía medianamente tranquila era que, dado su bilingüismo, nunca le faltaba trabajo como traductora, siempre bien pagado. Era por eso que su madre se aprovechaba y vivía pidiéndole favores económicos. En estos últimos tiempos, prácticamente la estaba manteniendo. Y la mantenía con un muy buen nivel de vida.
Cuando la señora enfermó, fue Ana el único sostén financiero. Todos los otros familiares, en general de escasos recursos, desaparecieron. Pero no desaparecieron las críticas contra Ana, por «mala hija», por «no irse a vivir con su madre como correspondería». Ana jamás hubiera podido hacer una cosa así: por sus numerosas actividades —no le quedaba tiempo—, y fundamentalmente, porque no se soportaban.
Los gastos de una enferma de cáncer no eran pocos. La señora no tenía jubilación ni renta alguna, por lo que no disponía de dinero. Tampoco tenía seguro de salud. De todos modos, para sorpresa de Ana, siempre disponía de algún centavo para sus pequeños «lujos». «¿De dónde lo sacaría?», se preguntaba la hija. Ninguna de las dos enfermeras que ella pagaba sabía nada al respecto; lo cierto es que nunca le faltaban flores frescas, por ejemplo, o «gustitos» como buenos chocolates, o algún refinado perfume o un nuevo par de zapatos. Eso no lo pagaba Ana. «¿Tendría algún admirador secreto?».
Ana insistía que los tratamientos los llevara en algún hospital público, pero su madre lo rehusaba. Incluso la familia le hacía saber que ella «de buena hija, de buena cristiana, como tenía recursos», debía pagar las hospitalizaciones en centros privados. Así lo hacía, pero eso la estaba endeudando más y más. La compra de medicamentos, de pañales geriátricos más todas las intervenciones necesarias, constituían una más que abultada cuenta. El presupuesto de Ana no daba para tanto. Tuvo que pedir un préstamo en el banco para continuar afrontando los gastos.
Dos días después de la muerte de su madre decidió vender su vehículo —había comprado un automóvil antes del inicio de la enfermedad de su progenitora—; esa era una forma de remediar en parte las deudas. La sensación que experimentaba en ese momento era una confusa mezcla agridulce: la extrañaba, pero también se sentía libre de una asfixia.
Fue de casualidad que se enteró: una de las enfermeras, hablando sobre la deuda que aún quedaba por saldar, le dijo a Ana —en realidad se le escapó, pues la extinta señora le había pedido expresamente que eso lo mantuviera en secreto— que su madre sí tenía seguro social. Era así que siempre tenía una cierta disponibilidad de dinero —la pensión que recibía mensualmente. Y, por supuesto, hubiera tenido gratis toda la atención médica y de enfermería por la que ahora su hija estaba endeudada. Endeudada y sumamente angustiada.
La angustia que ya arrastraba se le disparó infinitamente al sentirse estafada. A Ana todo eso le pareció una burla cruel de parte de su madre. Sin pensarlo, lo decidió en un meteórico impulso. Llevó a su hija, de cuatro años, junto a la tumba de su abuela. Allí la mató de numerosas puñaladas, y allí mismo, antes de que otras personas pudieran acercarse para intervenir, también se abrió el vientre con el cuchillo. Los paramédicos, llegados a toda prisa en una ambulancia, nada pudieron hacer. Relataron los ocasionales visitantes al cementerio que antes del suicidio se le escuchó decir a Ana: «¡Vieja hija de la gran puta!».