Tomar café frío y remover las cenizas con la mano. Pensar en el campo, porque la luz de una mañana trae el recuerdo de la tierra infértil y los pájaros cruzando el cielo blanquecino. Sentir la aspereza de las piedras en las piernas, porque tal vez la silla no es cómoda, o quizá, porque la taza se siente demasiado dura en los labios. Correr los ojos en la cocina desalojada, y recordar con pesar las horas distantes en las que los atardeceres todavía cambiaban de color, cuando todavía se sentían auténticos. Sentir el correr de un escalofrío por la espalda, porque tal vez fue demasiado rápido: las reuniones, las risas y el silencio que dejó un comentario desafortunado.
¿Dónde quedaron los cubiertos sucios? Dejar la silla de lado y abandonar la mesa con los trastes sin usar. Ir hacia la ventana helada y deslizar los ojos al paisaje gris de árboles sin hojas y plantas secas. Volverse hacia la pared con un suspiro. Masajearse las sienes con los dedos: presionar fuerte, porque la advertencia de una migraña más sugiere otra mala noche. Abrir los ojos. Mirarse en el espejo que descansa en la pared de mosaicos blancos y sentir el efecto dominó sobre los hombros.
Respirar con dificultad. Exhalar a ratos, con la mirada perdida entre las letras del texto eterno que quiebra lentamente con el tiempo. Siempre ha estado ahí, pegado: es un poema sin autor ni fecha de nacimiento. Lo que está impreso nunca se modifica. Lo que dice cambia a ratos. Pensar en la posibilidad de una aspirina para aguantar el día, y luego el frío sobrecogedor de un amanecer de enero. ¿Dónde quedó el suéter? En la cama no: se sacó antes de bajar al primer piso. Dejarse de divagaciones, y tomar, mejor, una pastilla que induzca un sueño profundo. No hay nada que hacer, nada que arreglar: ya se encontrará una manera. Después, después habrá tiempo de pensar en cómo acomodar la vida.
Pensar en otra cosa, pensar en la pastilla. Seguro hay: siempre está el botiquín abierto, sin usarse. No ha sido necesario todavía. Los sonidos del campo vuelven: una bala perdida y el grito de pájaros despavoridos. ¿A quién fue a buscar? Más aún: ¿encontró en dónde detenerse? Volver: quedaron cenizas en las yemas de los dedos. Epifanía: son restos de tabaco, no de pólvora. La boca no sabe a nicotina. Es más bien saliva desgastada en palabras innecesarias. Y ahora el silencio ineluctable, de asfixia. Y, aun así, la voz no sale, no vuelve. Ha firmado su acta de renuncia irrefutable.
Salir de la cocina y encontrar la sala con manchas rojas que no estaban antes. Círculos perfectos de rojo carmín que luego cambian a ser verdes. Buenos días, dolor de cabeza. La televisión se desconectó sola. Las bocinas se jubilaron en un hilo de voz. La alfombra quedó inmaculada: por ahí no pasaron las botas despavoridas. Vinieron buscando algo y algo se llevaron. Ojalá se hubieran llevado solo eso, y el remordimiento también. Es más valioso: dura más. Entonces vuelve el sentimiento de vacío con un estremecimiento: aún se escucha el eco de los pasos rebotando en el cielo. Pesados, como sus rifles, y como los cadáveres que dejaron atrás.
Cabos sueltos, palabras en desuso.
Ya fueron demasiadas.
Olvidar la pastilla y sentarse en el sillón de tela blanca. Sentir el temblor mortecino de las manos, y ver en las articulaciones un patrón ineludible: las venas quieren salirse de ahí. Luego el adormecimiento en los pómulos que se extiende al pecho. Hay algo en el cuerpo sutil que huele a quemado, y luego, nuevamente, la incertidumbre de dónde vinieron las manchas cenicientas de las yemas de los dedos. Un hilito de sangre se escapa de las comisuras —uno de cada lado, como la cadena de un medallón— y va a dar al espacio vacío entre las costillas. ¿Dónde está el ritmo calmado que había ahí antes?
Silencio.
Hay una mesa de vidrio frente al sillón. Percatarse del reflejo que ahí se desdibuja, y mirar con curiosidad las líneas que se forman alrededor de los ojos. Ya no hay consuelo en el olvido del nombre, ni la sensación de seguridad en la soledad. Son unos ojos cavernosos, como desgastados de tanto mirar. Y luego los labios, que se curvan en una sonrisa caída, y la flacidez de las mejillas que ya casi se extinguieron. La piel está cenicienta, como todo lo que se olvida en un rincón oscuro, y no vuelve a ver la luz hasta mucho tiempo después, cuando el polvo lo ha poseído todo, creando una capa fina.
Una capa que permite cada vez menos el paso de aire. Una capa que sella los labios. Una capa que cubre los ojos, pero que no ciega por completo: permite ver lo evidente —pero en siluetas: sombras que pretenden ser, pero no alcanzan nunca lo que realmente es. Así trabaja el polvo. Convierte lo conocido en irreconocible, en ajeno, en lejano, y da paso para que el olvido lo consuma todo.
Escuchar un sonido en la planta de arriba. Es algo punzante que choca contra el piso de madera, y que se escucha como un golpeteo rítmico a intervalos largos, marcados. Dejar la imagen polvorienta del reflejo y salir del trance. Los puntos de colores se acentúan en la sala blanca. Redondos, magníficos: circunferencias perfectas que cambian de tono al ritmo del ruido de la planta superior. Subir los escalones mirando siempre al frente, tratando de evadir los puntos cambiantes con los ojos clavados en el mismo plano.
Tocar la madera debajo de los pies. Frotarse las manos y sentirlas sucias, como con una capa fina que recubre las palmas. Sentir las sienes pesadas, filosas: agujas que quisiesen traspasar la piel. Llevarse los dedos ahí, y olvidarse de todo: el dolor escala y las manos se adormecen, plúmbeas.
Pero el sonido persiste, con ese mismo ritmo castigado que no deja de ser.
Seguir el golpeteo con los ojos cerrados. La planta superior es un pasillo, nada más, con tres habitaciones cerradas: la primera, el cuarto; la segunda, el de visitas; la tercera, un baño común que ya nadie usa. Si acaso se prende la regadera una vez cada tantos días. El ruido se enfatiza en el silencio de la casa: se hace más grave y más pesado, como si fueran puños que pegan contra un muro falso, hueco. Caminar hacia él, sintiéndolo cada vez más cerca conforme el pasillo se alarga.
Percibir las puertas cerradas: la primera, la segunda, y un golpe. Retroceder y consumir el impacto de la nariz: resuena aún en la cabeza, pero no se sintoniza jamás con el golpeteo, que ahora parece estar a una puerta de distancia. Correr las manos por los párpados cerrados. Abrir los ojos. Sentir un arranque de energía súbito y empujar la puerta de madera blanca.
Encontrar el baño vacío con la cortina de la tina corrida.
Silencio.
Entrar y dejar correr el agua del lavabo. Recargarse en él, y dejar caer el peso sobre las muñecas. El ruido persiste, y se siente cerca, muy cerca: como si pudiese enredársele detrás de las orejas. Como si estuviese detrás, en ese vacío entre la bañera y la pared. Vuelven los puntos de colores, y entonces, se escucha una exhalación. Volverse y sentir un impacto en medio de los ojos.
Una mancha roja, un golpe contra el suelo, y un cuerpo, inerte, contra las baldosas heladas. Pasos en el pasillo blanco, en los escalones, un portazo. Un charco se forma sobre el piso del baño, y entonces, se hace el silencio. Es la mañana blanquecina, unas pupilas dilatadas, y nada más.