Violinista
Por años estuvo preparándose para ese momento. Era un aventajado estudiante de violín, y sus maestros le auguraban un gran futuro. La sala de conciertos del conservatorio estaba llena —familiares de alumnos fundamentalmente— y el «Capriccio» que iba a interpretar podría promoverlo a ganar una beca para viajar a Europa.
Pero él prefería el bajo eléctrico. Secretamente había formado un grupo con algunos amigos: «Los desaforados», aunque nunca habían actuado en público.
Cuando salió a escena lo decidió, no antes. Su profesor quedó estupefacto. La sonoridad era magnífica; la técnica, impecable. Pero nadie se esperaba un rock and roll fogoso allí donde debía sonar Paganini. Terminada la improvisación, rompió el violín.
Sus padres hablaron de internarlo en un psiquiátrico, mientras los de la revista de arte Nuevas tendencias propusieron que se le entregara el Premio Nacional de Música de ese año.
Ahora Ramiro toca el charango en un conjunto de latinoamericanos en una estación de metro en París. Por cierto, ya no se habló más con sus progenitores.
Jubilación
Era su última misión. «Más de cuarenta años dedicado a esto…», exclamó con una mezcla de alegría y resignación. Se calzó sus botas, sus guantes, su capucha. Nunca, en toda su carrera profesional, había tenido una mácula. Todo el mundo lo admiraba, aunque ahora, seguramente por lo avanzado de la edad, más de algún crítico anónimo ya había sugerido que era el momento para retirarse, que era mejor hacerlo ahora, aún en la gloria, y no esperar un deterioro que podría arruinar décadas de brillo. Él también pensaba así, aunque su deseo más recóndito hubiera sido seguir con su trabajo. Pero, inteligente como era, se dio cuenta de que ya iba perdiendo eficiencia. El momento para decir adiós había llegado. En la misión anterior, una de las bombas nucleares que debió detener en el aire con las dos manos le había producido alguna quemadura. «Mal presagio», se dijo, y fue ahí donde tomó la decisión. Lo que lo angustiaba era que, en todos sus años de super héroe, nunca había hecho aportes jubilatorios, y ahora no sabía de qué iba a vivir. No tenía claro si para pedir limosnas en la puerta de alguna iglesia convendría usar el traje con el que se hizo famoso, o eso sería un problema. Volando ahora entre las nubes, en su último vuelo, lo decidiría.
L'amour, toujours l'amour…
La quería entrañablemente. Había sido un amor fulminante, a primera vista. Cuando llegó a Tokio para estudiar su maestría en informática, temía que su precario japonés no le permitiera desenvolverse bien. Trasladarse desde Colombia a un país tan lejano, sin ningún familiar, sin ningún amigo, para estudiar más de diez horas diarias en un ambiente tan desconocido, era todo un reto. Muchas veces pensó que no lo lograría, pero conocer a la bella Takako —también estudiante de la maestría— le animó y le llenó de energía.
Noviaron por espacio de los casi dos años que duraba su beca. En Colombia, igual que en tantas partes del mundo, era una extendida fantasía estar con una geisha japonesa. A veces no podía creer todo lo que estaba viviendo. No fueron pocas las veces que les encontraba el amanecer luego de toda una noche de amor, aún con más ganas de seguir amándose.
Estaba comenzando a contemplar la posibilidad de quedarse en forma definitiva en Japón, incluso contraviniendo el contrato que le obligaba a retornar a su país natal. El amor por la hermosa Takako estaba más allá de todo. Hasta que sucedió lo impensable. Un mes antes de finalizar la beca la descubrió besándose con un varón. Jorgelina no pudo tolerarlo y mató a su novia japonesa.
Ahora, detenida en Tokio, ha contemplado la alternativa de suicidarse. Pero hay que ser japonés de origen para atreverse a practicar un harakiri.
El que ríe último ríe mejor
Jean-Pierre no entendía por qué la mujer a quien violó, «la negrita esa de provocativa minifalda que paraba siempre en la esquina de rue Bonaparte, a una cuadra de la plaza Etienne», como relató luego a los investigadores policiales, no opuso resistencia. Siempre las mujeres se oponían desesperadamente, forcejeaban, pateaban, gritaban. Esta, por el contrario, hasta parecía divertirse. Incluso llegó a animarlo para que la penetrara más veces. Cuando luego lo supo, entendió ese proceder: Zulma, la prostituta marroquí que Jean-Pierre violó —por supuesto, sin usar preservativo— esa noche de julio en aquella oscura callejuela de Bruselas, tenía Sida.
Conclusiones y recomendaciones
Luego de fogosas discusiones por espacio de un mes, el panel de veintidós expertos internacionales pudo llegar a concluir por unanimidad que:
La especie humana está condenada a sufrir. Sus condiciones de base la llevan inexorablemente a estar enfrentándose entre sus miembros, a vivir dominada por la idea del poder, a buscar siempre la eliminación del otro semejante. La infinita sucesión de hechos violentos que marcan su historia —guerras, enfrentamientos diversos, luchas interminables, agresiones mutuas— lo evidencian de modo patético.
Ahora bien, las recomendaciones no fueron unánimes. Un grupo sugirió que:
No obstante todo ello, y sabiendo que la victoria final no está asegurada, hay que seguir apostando al amor fraterno, aunque eso tenga mucho de quimérico.
Pero el grupo que se impuso, recomendó:
No habiendo otra salida, y ante la catástrofe a que se ha llevado la vida en el planeta, recomendamos que se active todo el arsenal termonuclear disponible.
Se dice que uno de los expertos expresó, en tono de broma: «al menos nos queda la posibilidad, si alguien sobreviviera, de empezar todo de nuevo. Y quizá así esta vez lo hacemos mejor».
Chapuzón inesperado: buena receta
Con 63 años, estaba en la plenitud de su carrera como director de orquesta. Especialista en Mozart y Haydn, sus grabaciones se habían hecho célebres, habiendo logrado amasar así una considerable fortuna. Wilhelm von Krauersaut era todo un excéntrico.
Luego del primer vómito de sangre, el diagnóstico fue inequívoco: le dieron no más de seis meses de vida. Mientras le duraran las fuerzas, decidió hacer una despedida que lo guardara en la historia como más célebre aún de lo que ya era. Y más excéntrico. Organizó un concierto final en las cataratas del Iguazú.
Le aconsejaron que no, que era demasiado arriesgado, pero nada lo hizo desistir en su determinación. Y el gran día llegó. Había más de cien profesores y un coro de cincuenta voces apostados en un escenario levantado sobre la Garganta del Diablo, y eran alrededor de tres mil las personas asistentes, ubicadas en improvisadas pasarelas que surcaban los otros saltos. El juego de luces que acompañaba el concierto era fascinante. El programa elegido contemplaba tres obras monumentales: la Sinfonía Fantástica de Berlioz, la Obertura 1812 de Tchaikovski y la Novena Sinfonía Coral de Beethoven.
Cuando sonaba la «Marcha del Suplicio», del compositor francés, sucedió lo inesperado. Una de las pasarelas cedió, cayendo más de mil oyentes a las cataratas. El golpe emocional fue tan grande para von Krauersaut que, contrariando todos los pronósticos, vivió cuatro años más. Dicen que en un baño público de su Múnich natal apareció la inscripción anónima: «Cura para el cáncer de pulmón: arrojar al agua a unos cuantos».
En el confesionario
—Padre, he pecado.
—¿Qué hiciste, hijo?
—Maté.
—¿Estás arrepentido?
—Un poco. Pero…, era mi trabajo.
—¿Tu trabajo?
—Sí, padre: soy militar. Estamos en guerra.
—¿Te consideras un buen hombre?
—¡Por supuesto! Soy buen cristiano, buen padre de familia, defensor de nuestros valores occidentales… Pero a veces siento que los comunistas también son seres humanos, y me agarran esas culpas.
—No te preocupes; reza diez padrenuestros y el Señor te acogerá gozoso.
—Gracias. Padre: no me reconoce, ¿verdad?
—No. ¿Quién eres?
—El general Francisco Franco.
—¡¿El generalísimo...?! Con dos padrenuestros es suficiente, Excelencia.