Yo me acuerdo de todo
Al principio, no me pareció particularmente inteligente. Sin embargo, durante la primera reunión mensual de profesores, los demás concordaban en que hacía comentarios extraños en clase. La de educación física señaló que se quedaba sentada a la mitad de la cancha de basquetbol, mirando al cielo porque, en sus palabras, quería ver si la primera gota de lluvia que cayera en el año estaba contaminada. Los profesores de las demás asignaturas hicieron observaciones similares, relativas al comportamiento de la niña en sus materias.
Solo entonces empecé a fijarme más en cómo interactuaba con sus compañeros. Al día siguiente, me di cuenta de que, en lugar de salir a jugar al patio, se quedaba encerrada en la biblioteca de la escuela. Cuando le pregunté a la encargada respecto a qué hacía mientras estaba ahí, me dijo que siempre se ponía a leer el mismo libro. Una, y otra, y otra vez lo empezaba y terminaba, de inicio a fin:
—Seguro lo trae de su casa —me dijo la bibliotecaria—, porque no es parte de nuestro acervo.
Los días siguientes, intenté hacerla participar más en clase. Yo era su profesora titular, y le impartía las materias de tronco común. Hablaba muy poco y respondía bien, detrás de un par de lentes gigantescos que no correspondían a su cabecita diminuta. Parecía como si se los hubiera robado a alguno de sus abuelos, porque tenían de esos marcos que se pusieron de moda en los 80. De altura promedio y facciones atropelladas, Esperanza no llamaba la atención. Alguno de sus compañeros me la describió como «una arañita de esquina». Lo regañé, pero muy adentro, sí estaba de acuerdo con él.
Conforme el año escolar avanzaba, me fui dando cuenta de más cosas. Acababa tan rápido los ejercicios de matemáticas que hacía la tarea en clase. No sé si estudiaba en casa, porque no tenía apuntes. Cuando le pregunté que por qué sus cuadernos estaban vacíos, se me quedó viendo. Luego me respondió:
—Yo me acuerdo de todo.
Con los primeros exámenes del curso, me quedó claro: salió con diez limpio en todo. Desde inicios de curso, me había dado cuenta de que le costaba poner atención. Mientras los demás copiaban del pizarrón, Esperanza se ponía a dibujar o a mirar el techo. Alguna vez, cuando los niños salieron a recreo, le encontré el trazo de los volcanes que se veían desde los ventanales del salón, porque la ciudad se limpia con los vientos de febrero. En la esquina inferior de la hoja, con una letra minúscula y apretadísima, se leía en lápiz rojo: «no quiero estar aquí». Ahí sí me preocupé.
Decidí consultarlo con la psicóloga de la escuela. Le llevé el dibujo a su oficina. Sencillamente me dijo:
—Cita a sus padres. Cuanto antes, mejor.
Me dijo que esa niña ya había llegado a clases con moretones en los brazos. Cuando mandé llamar a sus padres la primera vez, no pudieron venir. Intenté un mes después, a mediados de marzo. Me contestó su mamá en su teléfono celular:
—Discúlpenos, maestra. Somos médicos de tiempo completo. Llevamos dos jornadas. Qué pena que no pudimos asistir a la reunión pasada.
Le dije que no se preocupara. Me llamó la atención que parecía susurrar, como si estuviera en consulta. Intenté no quitarle mucho tiempo. Finalmente, le pregunté qué día tenía más libre, para poder reagendar la cita.
—Posiblemente el martes, a eso de las once de la mañana.
Cerramos la fecha. Coincidía con el tiempo de recreo de los niños, así que también me quedaba bien. Generalmente, cuando hago venir a los padres de familia me gusta apartar la sala de maestros para hablar con ellos. Siento que es más cómodo que verlos en un salón de clases: los escritorios son minúsculos, porque los usan niños de primaria, y no me gusta que los señores se queden parados mientras les hablo desde mi lugar.
¿Te sientes mal?
Al dar las once del martes siguiente, dejé salir a los niños a recreo. Esa mañana me dediqué a reunir las evidencias de Esperanza: sus exámenes de español, matemáticas, geografía y ciencias naturales, específicamente, y algunos ejercicios hechos en clase. Los metí todos en un fólder amarillo con un clip, para que no se me fuera a ir ninguno. Hasta el final del archivo, puse el dibujo de los volcanes que había encontrado. Justo antes de que se fuera, le pedí a Esperanza que se acercara a mi escritorio. Le sonreí:
—Hoy voy a ver a tus papás.
Frunció el ceño:
—¿Te sientes mal?
Me dio risa:
—No, les voy a presumir que te fue muy bien en las calificaciones de este mes.
Se encogió de hombros. Tenía unos bracitos verdaderamente diminutos.
—¿Ya puedo bajar?
Al salir del salón, me di cuenta de que traía un libro azul debajo del brazo. Le calculé unas quinientas páginas. En letras blancas, alcancé a leer el título: Astrología: ¿ya encontraste tu verdadero «Yo»? La verdad, intenté no soltar una carcajada en ese momento. Me paré rápido y salí hacia la sala de maestros. De camino hacia allá, me encontré una paloma muerta tirada en el piso del patio. Estaba desnucada. Me dio asco: quise pensar que alguno de los chicos le había dado un balonazo sin querer.
No es molestia
En la sala de maestros, el piso está alfombrado. Hay una mesa redonda de madera, una cafetera que no sirve y un refrigeradorcito que siempre está vacío. Muchas veces no hace falta prender la luz, porque los ventanales permiten su entrada natural todo el día. Desde ahí, se puede ver a los niños jugar en el patio, porque está en la planta baja del edificio de la dirección general.
Los señores ya estaban esperándome, sentados a contraluz, como dos fantasmas de casa vieja. La secretaria me dijo que no llevaban esperando mucho tiempo. Ambos traían bata de laboratorio, el pelo arremolinado y ojeras debajo de los ojos. Los saludé al entrar y les agradecí el esfuerzo por haber venido:
—Yo sé que tienen muchas cosas que hacer.
—No es molestia —me contestó la madre, con los labios apenas pintados y un movimiento seco de brazo.
Pensé que tal vez vendría de malas:
—Estoy muy contenta con cómo le fue a Esperanza en este periodo.
Me senté frente a ellos y les mostré las calificaciones de los primeros parciales de su hija. Uno a uno, acomodé los exámenes de cada una de las materias. Diez, diez, diez, diez. Nunca antes había visto un rendimiento así en una estudiante. Ninguno de los dos pareció particularmente emocionado. El padre tomó uno de los papeles y lo examinó con mirada científica. Se me antojó que fuera oncólogo, o algo por el estilo. Después de revisar todos exámenes con cuidado, el señor comentó:
—Le he dicho a Esperanza que tiene que mejorar su caligrafía.
Sentí frío. Me pareció momento de ir al punto:
—Señores, los convoqué por un dibujo que encontré en la banca de Esperanza. Me había dado cuenta de que no pone atención en clase, y prefiere hacer otras cosas mientras sus compañeros resuelven los ejercicios que les dejo —la madre resopló, como si no le sorprendiera—, pero me quise esperar a ver sus resultados en los parciales para decidir qué hacer. Con estas calificaciones, lo que me preocupa es más bien el contenido de la imagen que hizo.
Ninguno de los dos se inmutó. Me costó trabajo sostenerles la mirada: me veían como se ve a quien está a punto de dársele una muy mala noticia. Seguro estaban ya acostumbrados a ver a la gente así. Deslicé el fólder sobre la mesa hasta ellos. Con un movimiento breve de mano, los invité a abrirlo. Al hacerlo, fruncieron levemente el ceño. Sentí alivio de ver algún trazo de emoción en sus rostros.
La madre me volteó a ver:
—No entiendo, maestra.
—Yo sé, a nosotros también nos tiene preocupados.
Me cortó en seco:
—No, no. Nos entregó una hoja vacía —y la extrajo, mostrándomela.
Me quedé en blanco.
—No puede ser.
El fin del recreo
Nunca antes había sentido una vergüenza tan grande frente a padres de familia. Por más que busqué el dibujo entre las cosas que traía, no pude encontrarlo. Me disculpé mil veces por hacerlos venir el vano.
Sonó la campaña que marcaba el fin del recreo.
De vuelta en el salón, puse a los niños a leer un capítulo entero del libro de ciencias naturales. El salón entero estaba en silencio. Así, con todo el mundo callado, Esperanza se acercó a mi escritorio. Se paró enfrente de mí y desdobló el dibujo que le había confiscado. Me sonrío y rompió la hoja la mitad, en dos jirones iguales. Luego la tiró al bote de basura —el verde, que es de reciclaje. Nunca volví a revisar sus cuadernos.