Papá le trajo un balón de futbol soccer tradicional. De esos que tienen veinte hexágonos y doce pentágonos, blancos y negros que van cosidos —bueno vulcanizados— para quedar uno junto al otro y formar una esfera de setenta centímetros de circunferencia. Emiliano lo mira, sonríe con mucho trabajo y da las gracias. Papá se lo acerca y mi hermano da las gracias, casi en un susurro. Con esfuerzo eleva los brazos para recibir el regalo y mi padre lo ayuda a sostenerlo para que no se le vaya a caer.
Es para que juegues allá afuera, para que salgas a que te de sol, a saltar un rato en el jardín, para que se te tonifiquen los músculos y te pongas fuerte. Emiliano asiente agitando la cabeza, el pelo lacio y tan negro se mueve y vuelve a su lugar. Las ojeras le opacan la mirada azul agua y su piel es tan delgada y blanca como una hoja de papel del cuaderno de dibujo. Ya verás que pronto te vas a poner bien. Emiliano no alcanza a escuchar, ya le zumban los oídos. Lo sé porque se le nubla la mirada y dobla el cuello como si quisiera llevar las orejas a los hombros.
Mamá llora bajito. Nunca deja que mi hermano la vea así. Está del lado de los doctores que le aconsejan reposo a mi hermano. No quiere que salga al jardín ni que vuelva a meter arañas en frascos. Está segura de que una de esas le picó y le quitó la salud. Los médicos han ordenado muchas pruebas. Quieren picar los brazos de Emiliano tantas veces que me imagino que ya se parecerán a los coladores de las teteras que usa mi abuela para hacer las infusiones que no devuelven el color a las mejillas.
Los médicos lo miran con aparatos, le oyen el corazón, los pulmones, y le hacen que abra la boca bien grande y que saque la lengua. Todos ven las dificultades, pero yo creo que nadie sabe lo que tiene mi hermano. Ni el padre Marciano que viene a visitarlo; siempre sale del cuarto con cara de convencimiento. Me imagino que todos los que entran, van y pican a mi hermano con tenedores invisibles, para buscar el prieto en el arroz que le está haciendo daño. Pero no lo encuentran.
A mí, ya no me dejan entrar a su cuarto. La última vez me metí a escondidas. Lo tomé de las manos. Las tiene como hechas de agua fría. Me volvió a enseñar el piquete que tiene en la entrepierna. Le dije que no vaya a romper nuestra promesa, si se lo enseña a mamá nos va a matar. Se va a enterar que cogimos una araña cabezona de color rojo, de esas que nos advirtió que no fuéramos a agarrar si no queríamos que nos hiciera pomada a base de palos.
A veces, me dan ganas de decirle a Emiliano que ya hay que romper la promesa y que le enseñe a mis papás esas ronchas que ha escondido tan bien. Pero me arrepiento. Lo hubiéramos hecho antes, ahora está tan flaquito que, si mi mamá nos da con el palo, seguramente se va a quebrar en mil pedazos. Mejor, nos quedamos calladitos.