Una de las preguntas que más se repite, hoy en día, en la ventana cibernética de FB es «¿cuál ha sido el primer libro que le dejó a usted huella imborrable». Cuesta recordarlo, quizá, sobre todo si ese hecho, además de iniciar el «vicio impune», se remonta nada menos que a setenta y tres años en la ilusión contradictoria del tiempo. Creo que fue, en mi caso, El Molino sobre el Floss, de la escritora realista inglesa George Elliot, cuyo nombre civil era Mary Anne Evans, quien se vio forzada a escoger, no un simple seudónimo, sino un nombre literario masculino que le permitiese incursionar en el vasto mundo literario vedado a las mujeres.
A mis ochenta años, me sigue gustando la prosa de George Elliot, y talvez busque yo sus ecos en otras escrituras, sean femeninas o masculinas. Puede ser un acto inconsciente, como la nostalgia vívida de un primer amor cuyos rasgos permanecen en la memoria, como un anhelo insatisfecho que se sigue atisbando en los recodos del tiempo.
De la pasión por la lectura, como alimento cotidiano, de este pan hecho con la harina interminable de las palabras, pasamos a ejercer el oficio de escritor, o de escritora, superando poco a poco el temor pudoroso, por mostrar nuestros escritos, considerados asunto íntimo, secreto, casi pecaminoso… «Escribo para mí y nunca muestro a otros mis pensamientos», es una frase asaz repetida; timidez que suele afectar más a los que poseen talento que a quienes carecen de él, pero estos últimos insisten en escribir y luego publicar, aunque tengan poco o nada que decir.
Todos empezamos así, desde los más pintados hasta los menos bendecidos por la musa de los pendolistas… Recuerdo que, allá por los comienzos de la década de los 60, entregué a mi padre ciertos textos, escritos en forma de estrofas, que yo consideraba poéticos. El tema de aquellos versos incipientes era la guerra de Vietnam, a través del impacto anímico que me producía la cruel conflagración, las imágenes —solo gráficas en aquel tiempo— de civiles: ancianos, mujeres y niños, quemados por las bombas de fósforo blanco (napalm) que el imperio del norte repartía en mortíferas flamas de terror militarista… Mi cándido padre cogió la carpeta con las bisoñas cuartillas y la depositó en su mesilla de noche. Pasaron dos semanas y el viejo no daba señales de esbozar una opinión crítica, que yo aguardaba, lleno de ansiedad, como si esperase una respuesta a urgentes apremios amorosos… Hasta que le pregunté: —«Papá, ¿qué le parecieron mis poemas?» —«¿Cuáles poemas?» —preguntó… —«Los de la carpeta» —le dije, casi en un susurro. Me miró, como si sus ojos azules me atravesaran… —«¿Tú has leído a Quevedo?» —me espetó, a bocajarro. —«No, —le respondí— salvo algunas lecturas de colegio…» —«Ahí están las obras completas, —me dijo— léelas», y me entregó la carpeta.
A los pocos días destruí aquellos engendros mal versificados. Pasarían quince años de lecturas e intentos de macular la página en blanco, hasta que La Voz de la Casa —novela fragmentaria, según Filebo—, me otorgaría algo de madurez escritural, sin infligirme, ante el emocionado discurso que me dictaban los muros de esa morada de los sueños, vergüenza de mí mismo ni de mis palabras. Fue una buena lección crítica esa primera opinión indirecta, sin discursos ni verborrea innecesaria, elocuente como gesto, a la vez olímpico y aldeano.
Quizá una de las ideas más equivocadas respecto a la escritura sea aquella que proviene del convencimiento que «hemos vivido muchas situaciones extremas, padecido variados sufrimientos y experimentado goces inefables», como si ello fuese una suerte de credencial o patente de corso para perpetrar textos de supuesto valor estético. El error proviene, a menudo, del desconocimiento del lenguaje como materia áspera y difícil de dominar, muchas veces traicionera, al punto de agobiarnos cuando las palabras no expresan, literalmente, lo que pensamos y sentimos; por eso, tal vez, se dice que los mejores poemas son aquellos que se pensaron e intuyeron, sin que jamás fuesen escritos.
Por muchos años que pasen en el oficio de la escritura, siempre quedan vacíos, falencias, sombras discursivas, tropiezos verbales, porque jamás se termina de conocer una lengua, un idioma, en su plenitud. Ni siquiera Cervantes o Teresa de Ávila o Quevedo lograron la hazaña de domeñar el complejo y riquísimo castellano… Por eso resulta dudoso cuando alguien presume de «dominar varios idiomas…» Ahora bien, el asunto escribir reside en la compulsión, en el impulso irrefrenable por expresarse a través de la palabra. Si sentimos tal apremio, seremos escritores, más o menos afortunados, como ocurre en todos los oficios y especialidades. Ser poeta es cosa distinta. La poesía es una aptitud que permite «ver y sentir donde la mayoría ni ve ni siente»; es como la música, cuyo «duende» no se enseña en las academias, aunque en ellas podamos aprender técnicas y recursos, pero no se hace un poeta en el taller ni un músico en el conservatorio.
Pero cuando pasa un tiempo considerable en que atesoramos escritos, sea guardados en gavetas o en el cofre secreto del corazón, debemos darlos a conocer a otros, buscando a nuestros «pares de alma», porque también existe el riesgo atroz del que nos previene Cristo, cuando advierte: «No deis vuestras margaritas a los cerdos, porque las pisotearán, volviéndose contra vosotros para atacaros…». Es una gran verdad de quien inspirara ese tremendo poema que se titula «Bienaventuranzas», conocido también como «El Sermón de la Montaña», inspirado por el más grande conocedor del alma humana —según los cristianos—, de sus grandezas y miserias (sobre todo de estas últimas, que siempre serán —¡ay!— buena materia literaria).
Al cabo de los años y de la experiencia, aun reconociendo en esta especie de coartada lo que dijera de ella Vicente Huidobro: «Experiencia, así llaman los viejos a la suma de sus fracasos», afirmo que nada puede obtenerse de este oficio, asentado en el amor por la palabra, que no sea esa gratificación íntima e irremplazable de esa relación amorosa que solo se comparte a través del fulgor poético.
Quizá por eso nos duela el empobrecimiento contemporáneo del lenguaje, más que significativo en nuestro país, donde los chilenos suelen utilizar trescientas palabras para comunicarse, buena parte de ellas compuestas por groserías o «garabatos», como aquí decimos. Y si a este menoscabo se agrega a veces «recomendaciones» de representantes o autoridades de la cultura oficial, llamando a simplificarlo por medio de jergas coloquiales y frases hechas, su deterioro se acelera más allá de los cambios dinámicos propios de la evolución de todos los idiomas, y del fenómeno, al parecer inevitable, de la globalización y de los lenguajes de las diversas tecnologías, campo en el que el castellano exhibe falencias, a partir de la expulsión de moros y judíos, como bien apunta el gran Américo Castro.
—Bien, ¿y qué lecturas recomendaría usted?
—Los clásicos, El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, aunque algunos exitosos pendolistas jóvenes los desestimen. La literatura es una de las artes más paradigmáticas, precisa del conocimiento de sus principales eslabones encadenados a través de los siglos, desde Homero o desde el Popol Vuh.
El lenguaje, menos aún el creativo, no nace con nosotros; proviene del primer grito estético de asombro, cuando la mujer del cazador lo inauguró al contemplar la figura de la mano en la roca de la caverna, y luego traspasó a sus hijos, en su lengua onomatopéyica y augural, el primer júbilo de la palabra ante el objeto estético.