—Hola grupo, les comparto esta información tal y como la recibí…
—No sé si es verdad, pero igual lo comparto…
Estoy seguro de que todos hemos recibido mensajes iguales o similares a este, seguidos de una información de dudosa credibilidad, pero que mueve nuestras emociones por lo interesante, inesperado, gracioso o perverso de su contenido. La reacción natural es la de reenviar el mensaje para que los nuevos receptores sientan la misma emoción. Muchas personas lo hacen casi instintivamente y el mensaje sigue extendiéndose por las diferentes redes sociales, sin importar que su contenido sea real o imaginario, que dañe a una persona o una institución, que sea actual o reciclado, que sea producto de la ingenuidad o de la mala intención.
Un líder, dicho de forma cruda, logra que otros hagan lo que él desea que hagan. La historia nos brinda múltiples ejemplos de líderes en el ámbito empresarial, religioso, político, social, que, con una visión noble en mente, han conseguido unir voluntades para impulsar su causa. También nos ha dejado ejemplos de líderes con un objetivo perverso que han hecho mucho daño. El proceso es el mismo, solo cambia la visión.
Se ha investigado mucho acerca de las características y competencias de un líder exitoso. Cuando pensamos en un líder, por lo general nos viene a la mente una persona de carne y hueso que ha destacado y sirve como ejemplo para un grupo determinado de personas. Sin embargo, en los tiempos actuales, ha surgido un nuevo tipo de líder, uno sin rostro, invisible, que nos dice cosas que nos generan emociones y nosotros, muchas veces sin pensarlo, las difundimos alegremente. Este líder invisible ha alcanzado su objetivo: que hiciéramos justo lo que él deseaba, que no es otra cosa que difundir su mensaje. Muchas veces el mensaje es inocuo, otras, es positivo, tiene un fin noble y en ocasiones, más de las que imaginamos, está diseñado con una intención perversa: desinformar, confundir, desprestigiar, ridiculizar, generar dudas, combatir ideas contrarias. Ese líder invisible se ha entronizado en nuestras vidas y nos bombardea continuamente de información. Lo triste de esta situación es que se vale de personas que, ingenuamente, se prestan a su juego, personas que, por una u otra razón, tenemos entre nuestros contactos, familiares, amigos, vecinos, compañeros.
Cuando nos comunicamos, el poder lo tiene el receptor, no el emisor. Cada vez que recibimos un mensaje tenemos, como seres racionales y emocionales, la capacidad de valorarlo y decidir qué hacer con él. Si decidimos compartirlo sin ejercer ese poder, se lo estamos cediendo a quien diseñó el mensaje y lo estamos convirtiendo en un líder porque hicimos, como mencionábamos antes, lo que él quería que hiciéramos. Debemos, en consecuencia, ejercer ese poder, no darle tribuna a esa persona o institución invisible que se aprovecha de nuestras debilidades para esparcir una semilla que no siempre da buenos frutos. Por eso, es importante que desarrollemos el hábito de no reaccionar impulsivamente cuando un estímulo externo, en este caso un mensaje, captura nuestra atención por cualquier motivo. Una buena forma de desarrollar ese nuevo hábito consiste en la aplicación de «los tres filtros de Sócrates», basados en una anécdota que se atribuye al filósofo griego cuando un discípulo se acercó a él con gran agitación para contarle lo que hoy llamaríamos un «chisme». Se dice que Sócrates le hizo tres preguntas:
¿Estás absolutamente seguro de que lo que vas a decirme es verdad?
¿Lo que vas a decirme es bueno o no?
¿Me va a servir de algo lo que tienes que decirme?
Aplicar este filtro a los mensajes que recibimos es un buen comienzo para ejercer el poder del receptor y compartir solo aquella información que es relevante para nuestros contactos, es veraz, es buena y es útil.
En otras ocasiones he mencionado que las fuerzas del mal usan dos armas muy poderosas para doblegar la voluntad de quienes pretenden cautivar o doblegar: la violencia y la mentira. La estrategia propagandista «goebbeliana» de convertir una mentira en verdad al ser repetida consistentemente, ha logrado un gran aliado en las redes sociales. Una mentira, convenientemente disfrazada y revestida con elementos que producen emociones, es rápidamente difundida y llega a convertirse en una verdad en la mente de gran cantidad de personas, quienes sucumbieron ante la estrategia de ese líder invisible y le confieren el poder de influir en su mente y en la de su público objetivo. Aquí reside la perversidad de tantas fake news y las campañas disimuladas de desinformación o de desprestigio. Cuando estas campañas son parte de un plan premeditado para influir en los sistemas de valores y creencias y en las emociones de las personas, estamos en presencia de la llamada «guerra psicológica», mecanismo usado para crear o destruir reputaciones, influir en la mente de un colectivo determinado o de una población para lograr los fines particulares de un grupo. El objetivo fundamental consiste en hacerse con una cuota de poder, comenzando con apoderarse de la mente de los individuos.
Es muy difícil detener una campaña malintencionada. No tenemos la capacidad de influir sobre personas que no se encuentran a nuestro alcance, pero si podemos influir en nuestro entorno. La forma más simple consiste en no difundir ningún mensaje que no pase por los filtros de Sócrates o que sea contrario a nuestros valores o principios. De esa forma, cortamos uno de los tentáculos, pero podemos ir un poco más allá: comunicarle a quien lo envió el por qué no lo vamos a difundir. Esto último puede ser muy poderoso cuando pertenecemos a un grupo y sembramos la duda acerca de la veracidad, intención o utilidad del mensaje, ya que estamos «educando» a los miembros de ese grupo determinado.
¿Cómo reconocer y manejar un mensaje malintencionado?
Existen muchas publicaciones y guías para hacerlo. Particularmente, me guio por mis emociones en primer lugar. Si me produce una emoción fuerte, sea positiva o negativa, lo recomendable es sospechar. De no hacerlo, corremos el riesgo de reaccionar impulsivamente y, en cuestión de segundos, nuestros contactos lo tendrán al alcance de su mano. El sospechar nos mueve a pensar, a evaluar. Hay algunos datos que parecen obvios: nosotros sabemos quiénes de nuestros contactos se cuidan de enviar mensajes que aporten valor y quiénes no, lo cual no es concluyente, pero ayuda a valorar un mensaje específico. Mensajes de texto, voz o videos que no identifiquen a quien lo emite no deberían compartirse. Algunas personas se venden como expertos en un área determinada y dicen cosas que parecen tener sentido, lo cual nos mueve a compartirlos. En estos casos, lo procedente es investigar si esa persona realmente es quien dice ser.
Debemos también desconfiar de quien convierte su opinión en un hecho. En resumen, debemos evitar reaccionar de inmediato, evaluar si el mensaje aporta valor a nuestros contactos y decidir de forma racional si lo compartimos o no. Al actuar de esta forma, estamos colocando una barrera a mensajes malintencionados y aportando información de valor a nuestros contactos.
No es posible ser un líder si no se cuenta con seguidores que hagan lo que queremos que hagan. El liderazgo sin rostro se nutre de quienes actúan sin pensar. Han descubierto que, al generar emociones, no importa cuáles sean, muchas personas intentarán transmitir esa misma emoción a sus contactos. Como anotábamos anteriormente, el verdadero poder en la comunicación lo tiene el receptor, no el emisor. Lo significativo no es el mensaje que recibo, sino el impacto que causa en mí y lo que hago posteriormente con él. Por eso, es importante que no nos convirtamos en seguidores de líderes invisibles porque les estamos cediendo el poder que tenemos y los estamos ayudando a crear un rebaño que genera matrices de opinión que en el fondo solo benefician a quienes las inician.