Si me preguntaras qué súper poder me gustaría tener, no dudaría en elegir la respuesta. Lo tengo muy claro. Sé lo que quiero y lo que no me interesa. Es decir, no me impresionaría volar por los aires, o tener una fuerza extraordinaria o correr a gran velocidad. Tampoco escogería poder leer el pensamiento de la gente ni transformar los metales en oro. Nada de eso. Ni soy de los que amansa fieras ni quiere ser el héroe. A mí me gustaría viajar en el tiempo. Pero no creas que me refiero a esos viajes en los que tú puedes transportarte al pasado para interactuar con los personajes del pasado. No, no, para nada. No me gustaría jugar a ser Dios y correr el riesgo de cambiar las historias. Me angustiaría. ¿Te imaginas mover el destino de alguien más? En una de ésas, tocas su existencia para empeorarla. Paso.
Tampoco me gustaría toparme con mi yo del pasado. Volver a verme como el José con granos en la cara, con los brazos como hilos, piernas de hebras y pelo de andrajos. No, gracias. Solo de pensar que me voy a topar conmigo mismo en aquella otra versión me revuelve el estómago. Ni siquiera me gustaría la posibilidad de verme sin lentes y sin las marcas de las cicatrices. Jamás me planteo ese tipo de cuestionamientos, tal vez porque presiento que la respuesta no me va a gustar. Pero ya me estoy desviando del tema. Así soy yo. No tengo claro qué soy, pero sí tengo una idea de cómo soy.
A mí me gustaría viajar en el tiempo para ser espectador, para observar sin ser visto. Sí, me gustaría ser un viajero invisible, un testigo mudo. De hecho, quisiera viajar a un periodo específico para ver. Para verla. Para verlos. Quisiera enterarme de cómo era la cara de mi mamá sin los ojos rojos, ni esa expresión que se le hace por estar apretando los dientes todo el tiempo, sin andar con el entrecejo arrugado y las mejillas mojadas con lágrimas. Quisiera ver a mi papá cuando no hacía cuentas todo el día, cuando no arrugaba los estados de cuenta de la tarjeta de crédito y lograba dormir de un tirón, en vez de estar agobiado por el insomnio. Me gustaría experimentar lo que era mi casa sin gritos, sin estallidos, sin estridencias: en calma. No sé lo que significa un hogar en calma.
Mi abuela dice que mamá era una mujer llena de risas y mimos, que me llenaba de besos y abrazos. Eso dice ella, pero no me acuerdo. ¿Cómo no te vas a acordar, José? Si te esfuerzas, lo vas a recordar. No. No puedo, y mira que lo he intentado. Me gustaría que esos ojos llenos de ternura y cariño regresaran, que no fueran un recuerdo forzado que se niega a volver a mi memoria. He pasado noches enteras buscando en la memoria esas imágenes y no se enciende nada. En esas horas que estoy en vela, es cuando la escucho: sé que está llorando. Así es siempre. Siempre que estoy en casa, cuando no me mandan a casa de mis abuelos.
Paso mucho tiempo con los padres de mamá. Creo que a mis tíos no les hace gracia que viva por temporadas tan largas ahí. Dicen que mi mamá se lava las manos y que a mi papá le creció la concha. Los critican porque todas las atenciones son para Juan y a mí me olvidan. Dicen que no entienden por qué me sacan de la casa y avientan, como si no fuera su hijo. Que mis abuelos ya no tienen las fuerzas para lidiar con un adolescente, ni mucho menos tienen la obligación de llevarme a la escuela ni de pagar las consultas y eso que no se han enterado de que también pagan las radiografías. Pero ellos no saben lo de los golpes y lo de las heridas. Tampoco tienen idea de lo de las pastillas, menos lo de las voces que oye mi hermano.
No saben porque no me dejan decir nada. Cállate, es un secreto. No debes contárselo a nade. A nadie, es a nadie, ¿está claro? Ni a tus tíos y mucho menos a tus amigos ni a nadie en la escuela. Eres el hijo mayor, tu obligación es cuidar la reputación de la casa. Van a decir que tu hermano está loco y no es eso. Es una enfermedad de los nervios. Cierra la boca, dice mamá con voz grave y lenta. Se pasa los dedos puntiagudos sobre los labios apretados, como si estuviera sellándolos. Y la cierro. Hasta cuando la psicóloga me ha mandado llamar y me pregunta qué me pasó, guardo silencio. Me concentro en la punta de los zapatos o en las manchas de la pared y así me quedo. Ya mejor no digo mentiras como antes. No tiene caso. No sé explicar eso de estar malo de las emociones. En la oficina del director, se hizo costumbre que vaya una o dos veces por semana. ¿Qué te pasó? Nada, me pegué, les decía. Pero saben que no era eso. En su gesto se revelan sus sospechas. Me las exponen y yo mejor guardo silencio. No quiero más problemas.
De lo que sí me acuerdo fue del día que llegó mi hermano a casa. Hice un berrinche mayúsculo. Yo les había pedido un perrito y me trajeron un bulto llorón que no dejaba dormir por las noches. Era un bebé raro. Gordo y muy grande. Le salían mechones de pelo como si fueran agujas duras y afiladas. Era una bomba de energía. Sus chillidos eran a todo pulmón, sus risas eran un estruendo, alternaba lloros y risas de un momento a otro. Cuando mamá le cambiaba el pañal, pateaba y movía las manos a toda velocidad.
Así es Juan. Cuídalo, porque es tu hermano chiquito. Tienes que defenderlo y cuidarlo. Entiende, no es que sea malo, es que está malito. Tienes que ser bueno, es tu deber como el grande de la casa, me decía mamá siempre que me limpiaba las lágrimas y se tragaba las suyas. Es nervioso, no se sabe estar tranquilo, me explicaba mi papá cuando me curaba los golpes, no se lo tomes a mal, hijo, no es que no te quiera, es lo de su padecimiento.
Juan es como un péndulo, me dijeron mis papás un día que regresamos del hospital. Es cierto, unas veces está sonriente y otras se suelta a llorar y nada lo para. Es raro, a veces está muy contento, pero parece que no tiene energía y otras está muy triste y tiene mucha fuerza. Son valles y picos. Nunca ha podido hacer nada en calma, va y viene de un lugar a otro. Habla sin parar, no le importa interrumpir a los demás, no le interesara lo que ocurre a su alrededor ni lo que le pasa a la gente. Toca a todo el mundo, coge cosas en las tiendas o en otras casas. Así rompió varias cosas. Así mi mamá perdió a algunas amigas. Esa fue la razón por la que papá tuvo aquel problema con su jefe. Yo sé que es por eso que mi hermano tiene toda la atención y yo soy transparente.
Dice mi abuela que hijos chicos problemas chicos, hijos grandes problemas grandes. Conforme Juan aumentó de estatura, embarneció, se hizo fuerte. Le gusta hacer pesas y romper ventanas. Eso pasa si se le olvida tomarse las pastillas. Pero dice que, si se las toma, se siente débil y por eso no se las traga. Les dice a mis papás que sí, pero las escupe. Yo lo he visto. Dice que no le gusta sentirse sin fuerzas. A veces se pega en la cabeza con las manos. ¿Qué haces? Callo a los de las voces que viven aquí adentro. Unas veces, Juan piensa que yo soy el de las voces. Si me pega y me quedan moretones en los brazos, me pongo algo con manga larga para tapar todo y que no se note. Es fácil cuando los raspones están en las piernas, el pantalón lo cubre todo. Lo malo es cuando hay que hacer deportes, y me tengo que quitar los pants. Los shorts dejan todo expuesto y vienen las preguntas. Siempre las preguntas. La última vez, cuando el director me preguntó que cómo me descalabré y me abrí la frente, le dije que les preguntara a mis papás. Les llamaron. Tuvo su respuesta, creo. Papá le pidió a mamá que me mandaran a casa de los abuelos. No hay de otra, es lo mejor para todos.
Quisiera saber cuándo Juan se va a poner malo para esconderlo. Me gustaría estar al lado de su cama para cuidar que se despierte bien todos los días, como cuando jugábamos futbol y corríamos por la calle a toda velocidad. Como me gustaría que cada día fuera como cuando sacaba el pecho y me decía: te gané otra vez sin darse cuenta de que yo lo dejaba llegar primero con tal de que estuviera feliz. Así los dos estábamos contentos. Pero esos momentos desaparecen, se deshacen como el agua desbarata nuestros barquitos de papel periódico.
No me gusta irme de la casa. Quiero estar ahí porque me gusta jugar con Juan cuando se pone bueno, anda papá, déjame quedarme. Ma’ por favor, quiero quedarme. No les dije nada. No revelé el secreto. Te lo juro, cumplí mi palabra. No entiendo nada. Mi mamá me abraza, me da de besos y se le llenan los ojos de lágrimas. ¿Si no quieres que me vaya, por qué me tengo que ir?
Ya está José otra vez en tu casa, gritó mi tío Peco, el hermano más chico de mi madre. Cállate, mi abuela arrugó los ojos y lo miró con sequedad. Quítate la gorra, me dijo el abuelo. Apreté los dientes y me aguanté las ganas de llorar. Enséñame. No. Agité la cabeza. Enséñame. No fue una petición, fue una orden. Entonces, mi tío me abrazó y me acunó como si fuera un bebé. No quiero consuelos. Quiero viajar al pasado y ver.
No quiero esos súper poderes. No me gustaría volar, no sé si podría vencer la tentación de salir por la ventana para perderme en el cielo; no me gustaría tener fuerza extrema porque solo Dios sabe si podría contenerme; no correr a toda velocidad porque no regresaría. No me gustaría leer la mente de mis padres y enterarme de lo que pueden estar pensando. No soy héroe ni nada de eso. No tengo claro lo que soy, porque cada vez que Juan me sonríe, siento mucha tristeza. Así de grande es el hueco por el que me escurro y desaparezco. Pero, por favor, no se lo digas a nadie.