En México abundan las tradiciones y leyendas que hablan de aparecidos, de tesoros escondidos y de lugares malditos, así que sería absurdo tratar de presentar un relato con elementos de esa índole como si fuera una novedad. Sin embargo, el narrar hechos tal como sucedieron, como este, implica por necesidad citar sucesos tan misteriosos e incomprensibles que se corre el riesgo de parecer repetitivo o trillado, o incluso ficticio. Si usted ha experimentado algo parecido, fácilmente entenderá lo aquí dicho. Pero si no, prepárese a conocer un relato real que tal vez lo hará cuestionar si la muerte es realmente lo que creemos que es.
Evangelina, Rosa y Lola eran tres hermanas costureras que vivían solas en una choza en lo más alto de la montaña Cora entre Sinaloa y Durango. Cosían ropa, hacían alteraciones y, aunque tenían una vieja máquina Singer, obsequio que les dejó una vecina antes de morir, la mayor parte del trabajo lo hacían aguja en mano.
Eran bien conocidas por su diligente trabajo, honestidad y buen trato, teniendo satisfecha a su muy reducida clientela de la comarca que apenas les daba para medio comer. Eran muy apreciadas por sus vecinas quienes les llevaban encargos para ayudarlas, más que por necesitar sus servicios de costura, debido a su servicial actitud y buen carácter, lo que les abrió nuevos horizontes y tal vez explique lo que a continuación informo.
Un día, una mujer adinerada, visita casual procedente de la cercana costa, fue referida a ellas luego de que su vestuario sufriera una rotura y debiera ser reparado de inmediato. Le hablaron de la buena calidad humana y la vida ordenada de las hermanas, pero se entristeció al ver la extrema pobreza en que vivían. Sin embargo, descubrió que aun así su trabajo era excelente. Muy sorprendida y conmovida la visitante decidió en ese momento ayudarlas.
Pagó generosamente por el servicio rendido y prometió extender su fama entre conocidas pudientes allá en San Vicente. Luego, en su siguiente visita, esta mujer —doña Zenaida era su nombre—, les trajo más ropa suya para ser reparada junto con órdenes adicionales de sus vecinas. Pronto, el trío cosía para un reducido grupo de esta pequeña ciudad costera mientras doña Zenaida actuaba como representante, viajando ida y vuelta entre la pequeña villa montañesa y las tierras bajas de San Vicente. A su propio coste, llevaba ropas descosidas cuesta arriba para bajar de regreso con ropa remendada, siempre asegurándose de conservar íntegras las ganancias de las muchachas.
No pasó mucho tiempo antes de que el trío de costureras fuera bien conocido en San Vicente y la demanda de trabajo se multiplicase; al grado que fue necesario considerar su reubicación, pues el grueso de la clientela estaba ahora en esta pequeña ciudad. A sugerencia de su amiga benefactora, decidieron abrir un taller en la nueva locación y, para ello, se abocaron a la búsqueda de alguna accesoria en renta. Pero los altos precios ponían fuera de su alcance esa misión y pronto cesaron en su afán, ante la frustración y desencanto de doña Zenaida.
Sin cesar en su intento de traer a las chicas a San Vicente, la señora movió cielo, mar y tierra para buscarles una opción donde establecerse, hasta que una tendera le habló de la casa de don Romualdo, fallecido hacía tres décadas, que se encontraba deshabitada desde entonces. Solo que esa casa está embrujada, dijo la tendera, y es por ello que nadie quiere vivir en ella. Todos los inquilinos que han desfilado por la propiedad han huido despavoridos, aterrorizados por lo que han visto, sea esto lo que haya sido. Además, no está en renta; está a la venta y aunque el precio es reducido nadie osa siquiera entrar en ella. «¿Cree usted que aun así pueda interesarles a sus amistades?». «No lo sé. No pretendo decirles esas patrañas. Solo les diré que está en venta ¡y claro, que es una gran oportunidad!».
Dicho y hecho, en la próxima visita que les hizo, emocionada les comunicó a las tres chicas que había encontrado la casa perfecta para ellas. Pero debían comprarla, pues no estaba en renta y el precio era tan reducido que de seguro con la venta de su choza de la montaña más lo que habían ahorrado y alguna ayuda extra podrían obtenerla. Se miraron entre ellas alborozadas y agradecidas y, entre porras y vivas, abrazaron a doña Zenaida quien tuvo mucho cuidado en no mencionar los comentarios de la tendera.
Sin perder tiempo, fueron a ver la casa que había sido de don Romualdo. Esta tenía un frente bastante amplio con el yerto jardín en ruinas protegido por una oxidada y alta verja de hierro. La pintura exterior estaba descarapelada y los goznes del pórtico chirriaban. Las ventanas tapiadas con tablones agrietados apenas permitían entrever el mobiliario empolvado. Pero las chicas estaban tan exaltadas que nada de ello les pareció fúnebre o temible. Por el contrario, afanosas y diligentes como eran, de inmediato comenzaron la tarea de restauración que llevaría esos decadentes aposentos a recuperar sus antiguas glorias, o así se lo propusieron.
Antes de que transcurriera mucho tiempo estaban ya instaladas y muy ocupadas, no solo en sacar todo el trabajo que les llegaba ahora por montones, sino en la restauración de los amplísimos espacios que encontraron en extremo grado de deterioro. Durante el día, con las pestañas blancas de polvo mientras cantaban a voz en pecho, las hermanas se afanaban ilusionadas y agradecidas por el giro que había tomado su existencia y por la gente buena que habían encontrado en su camino, empezando por doña Zenaida.
Había tanto trabajo que decidieron que debían laborar sin descanso, incluyendo durante la noche, para poder cumplir con los encargos de costura. Para ello, organizaron turnos nocturnos y, con el uso de la vieja máquina Singer, una de ellas continuaría de noche cosiendo mientras las otras dos dormirían. Era una guardia que montaron en el porche trasero con vista a las trojes oscuras ubicadas dentro de la propiedad adonde no habían llegado aún en su afán de limpieza y restauración.
Durante meses todo marchó de acuerdo a lo planeado y la producción era entregada a tiempo y en forma. Cada noche una de ellas continuaba con las tareas a ser entregadas al día siguiente sentada frente a la máquina de coser. Hasta que una noche como cualquier otra, Lola vio por el rabillo del ojo un movimiento saliendo de las trojes en la esquina más lejana del patio. Permaneció inmóvil sin creer lo que veía. Un señor que aparentaba tener alrededor de 50 años caminaba a través del patio en toda su extensión desde un lado hasta el otro sin decir palabra y sin voltear a mirarla.
Lola tuvo tiempo de observar con detenimiento las facciones y vestimenta del sorpresivo visitante. Parecía estar ensimismado y preocupado pues tenía el ceño fruncido y su andar lento era el de una persona angustiada y pensativa. Pero, así como llegó desapareció entre las sombras al otro lado del patio. Reaccionando de pronto, Lola recuperó el aliento. Congelada por la sorpresa, no había atinado a pensar; tal vez era algún mortal en problemas necesitando ayuda así que se fue tras él. Su sorpresa aumentó cuando no encontró a nadie bajo los árboles sombríos. Más intrigada que asustada prosiguió su tarea, ansiosa porque llegara el día, para contarle a sus hermanas lo que había sucedido.
Evangelina y Rosa al principio no le creyeron. Atribuyeron al cansancio y a la imponente soledad del lugar el haber tenido visiones. Pero Lola se mostró firme y ello dejó pensativas a las tres. Todo siguió como al principio, ni Rosa ni Evangelina vieron algo fuera de lo normal en sus respectivos turnos. Ni siquiera Lola volvió a ver algo por varias semanas, lo que las hizo dudar de su visión original. Hasta que una noche cuando ya casi había quedado atrás el incidente, Evangelina vio lo mismo y luego, Rosa. ¡Y por supuesto también Lola! Cada quien en su turno.
Veían pasar al señor, ahora con frecuencia, por la misma senda sin voltear a ver a nadie mientras contenían la respiración en silencioso asombro. Sin embargo, era tal vez tan inocente e inofensiva la apariencia del señor que se fueron acostumbrando a su paso por el patio sin mayor sorpresa o temor. Incluso lo bautizaron con afecto como don Puntualito cada que hablaban de él, pues les causaba gracia que siempre iniciaba su recorrido a la misma hora sin ningún cambio en la rutina para perderse, como de costumbre, en las sombras de la madrugada.
Eventualmente, dejó de aparecer. Transcurrieron seis meses en que las chicas siempre tan ocupadas casi dejaron de mencionarlo. Hasta que una noche como cualquier otra, durante el turno de Evangelina, salió otra vez la aparición. Tomada por sorpresa Evangelina exclamó espontánea: «¡Don Puntualito!». El señor detuvo su marcha a medio paso, quedando congelado. Después de unos instantes giró lentamente todo su cuerpo para encarar a Eva quien estaba ahora sí, en el paroxismo del terror. Don Puntualito le dijo: «Eres la primera persona que me habla. ¡Muchas gracias!» Temblorosa y en ascuas, Evangelina solo lo miraba sin atinar siquiera a cerrar la boca. El señor continuó hablando: «Necesito que me hagas tres favores, niña. Que me ordenes una misa de réquiem, que pagues una deuda en la tienda de don Ramón Quijano y que recuperes el baúl enterrado exactamente debajo de donde estás sentada para que lo repartas entre ustedes tres. Han cuidado de mi casa con el mismo amor que mi esposa lo hacía y han traído la alegría de regreso a donde un día fuimos felices. ¿Crees que podrás hacer todo lo que te pido?».
Sin tiempo de responder y a punto de desmayarse, Evangelina alcanzó a asentir con un movimiento de cabeza mientras ahora don Puntualito, en vez de seguir hacia las sombras, ¡se desintegraba en el aire! Apenas se recuperó, fue rauda a despertar a sus hermanas quienes, aún luchando contra la modorra escuchaban incrédulas el atropellado relato de su hermana mayor. «¿Y qué tal si es algo del Diablo?», preguntaba Rosa; «No, y qué tal y es algo bueno» preguntaba Lola. «¿No se acuerdan de que este era un pueblo minero?». «Sea lo que sea, lo primero que debemos hacer es encargar la misa de muertos y después ir a pagar la deuda de don Romualdo a la tienda de Ramón Quijano. Ya después veremos qué hacer con el último encargo. No vaya a ser que ello nos traiga la desgracia ahora que ya estamos progresando. ¡Debemos meditar bien antes de actuar!», sentenció Eva.
Al día siguiente fueron las tres hermanas a buscar la tienda de don Ramón Quijano, pero las personas jóvenes a quienes preguntaron ni siquiera habían escuchado ese nombre. Fue hasta que interrogaron a una anciana quien las miró con sorpresa: «Vayan a la calle Rayón casi esquina con Matías Romero y por allí preguntan». Una vez ahí, se les dijo que la casa verde al otro lado de la calle había sido la tienda de don Ramón. Tocaron a la puerta y salió una mujer joven quien dijo que ya nadie de la familia de don Ramón vivía en ese pueblo.
Se dirigieron a la iglesia y ordenaron la misa de réquiem. Aprovecharon para donar al padre una cantidad como pago de la deuda de don Puntualito. La misa se celebró ese mismo fin de semana a la que asistieron las hermanas, en el sermón fue mencionado don Romualdo y la deuda saldada con don Ramón, fallecido también; cantidad donada postmortem a la iglesia de San Vicente a nombre de él. Muchos de los asistentes quedaron sorprendidos pues sabían que ese señor, don Romualdo, había dejado una casa embrujada y nombrarlo era casi anatema.
Pasaron varias semanas en las que no volvió a aparecer don Puntualito. Las chicas estaban muy temerosas de lo que pudiera traerles excavar en la propiedad, último encargo de don Romualdo, hasta que resolvieron extraer cualquier cosa que fueran a encontrar debajo de donde estaba la Singer en el porche trasero y que fuera lo que Dios quisiera. Manteniendo todo en absoluto secreto, excavaron aproximadamente un metro hasta que toparon con un baúl lleno de monedas de oro de las antiguas, de excelente quilate. Sudorosas, no podían creer lo que tenían entre las manos. ¡Tal vez era una suma como de 10 millones de dólares de hoy!
Aun después de ello, el trío no cambió sus hábitos de trabajo y de vida. Siguieron cosiendo ajeno, conservando su humildad exactamente como siempre había sido. Costearon el funeral de su amiga Zenaida y ayudaron a muchas familias de su comarca en la montaña. Jamás volvieron a ver a don Puntualito, pero por las noches, aunque ya no velaban en la máquina, podían escuchar con claridad en el mismo patio, muy puntual, a un ruiseñor cantar con alegría en las horas más silenciosas de la madrugada.