Le cose sono unite da legami invisibili: non puoi cogliere un fiore senza turbare una stella... (Las cosas están ligadas por lazos invisibles: no se puede cortar una flor sin molestar a una estrella…)
Hay un grupo de estrellas (unas quince) llamadas «estrellas bebenias». Tal nombre les viene de los antiguos beduinos que se orientaban gracias a ellas llamándolas «estrellas del desierto» (en persa, biyabani). Astros como Sirio, Capella, Arturo o Antares, tienen la virtud de resistir por más tiempo el brillo del sol naciente mientras las demás estrellas desaparecen y, al mismo tiempo, son capaces de adelantar su brillo antes de que una noche sin luna —y en medio del desierto— nos deje totalmente a oscuras y perdidos. Las bebenias, entonces, servían para correlacionar la posición estelar con el horizonte: algo fundamental para orientarse en una vastedad homogénea.
Es que vivimos en un universo al que sentimos como indiferente, desamorado y que no le perdona al hombre el extravío. Así, organizar nuestra posición y supervivencia en el cosmos y sentirnos asidos a un orden que nos supere y que sea invariable, tranquiliza nuestro espíritu y le permite ir creando un mundo propio de reposo que, a pesar de ser interior, trasciende hacia el universo entero.
El sol, nuestra gran estrella, siempre ha salido por el Este y se pondrá por el Oeste. «Este» viene del indoario aus que significa «brillo» y que reaparece en palabras como Aurus (oro), «Aurora» o «Austria». Oeste nos viene del griego hesperos que derivó en wesperos o anochecer, en las ninfas «hespérides» o en los nombres que los griegos le daban a Italia y a España (Hesperia), ambas rumbo al Poniente. Sur se relaciona con el sol («sol» y sun, por ejemplo, son nombres vinculados con «sur») y refiere al camino que el astro seguía por el cielo del hemisferio norte. Y el Norte (que tanta importancia tiene en cuestión de orientaciones) simplemente quiere decir izquierda, pues el Norte nos queda de ese lado si miramos al Naciente. Por su lado, la rueda zodiacal —que no ofrece asidero mental siendo circular— se convierte en un cuadrado más comprensible (cuadratura del círculo zodiacal) a partir de cuatro estrellas que los persas llamaban «Estrellas Reales»: Aldebarán de Tauro; Régulo de Leo; Antares (Anti Ares) en Escorpio y Fomalhaut (del árabe «la boca del pez») que supo pertenecer a Acuario. Como sabemos, las estrellas siguen disposiciones aleatorias (al menos eso supone la ciencia), pero en lo profundo de la mente humana se llenan de sentido, formando asterismos y constelaciones que cuentan historias. Y esa previsibilidad astronómica construye e informa acerca de un orden absoluto donde nunca habrá lugar para el caos, entendido este desde los griegos, como desorden.
Como sea, se reconoce una vía degradativa desde la deidad hasta lo material. En efecto: todo dios se degrada a sí mismo al crear esa materia burda que muere, se enferma, envejece y sufre. Pero al mismo tiempo, ese dios que se sacrifica habilita a través del sacrificio, las vías de recuperación de la divinidad perdida. Y es así que muchas tradiciones tienen en el cielo las puertas del retorno abiertas... Tanto para egipcios como para incas, las estrellas de la constelación de Orión constituían un portal para convertirse en dioses: Bellatrix, Saiph, Rigel y Betelgeuse forman un gigantesco cuadrilátero centrado por tres estrellas: el asterismo de «Las Tres Marías»: Alnilak, Alnitak y Mintaka, en el ecuador celeste, por lo que llamaron la atención de todo el orbe. Las cuatro estrellas que enmarcan a las Tres Marías, por ejemplo, definían los cuatro sectores o suyos en los que se dividía el señorío incaico, de modo que en el cielo estaba emplazado el modelo celestial de todo el imperio. Paralelamente, entre los egipcios, la distribución de las pirámides de Giza —Keops, Kefrén y Micerinos—, parece corresponderse con las Tres Marías (la «correlación de Orión»). Lo mismo pasa entre las pirámides de Teotihuacán (de la Luna, del Sol y de Quetzalcóatl) o en los tres monolitos de «El reloj de Adán» en Mpumalanga, África, datado hasta ahora con una antigüedad superior a 150 mil años, cuando «Las Tres Marías» nacían paralelas al horizonte y no inclinadas, como lo hacen ahora. Ejemplos análogos se rastrean hasta el neolítico profundo en diferentes partes del planeta, pero todos, en su conjunto, muestran la misma tendencia a aunar el cosmos con el ego y, específicamente, al asterismo de las Tres Marías con el temeroso corazón del Hombre. Desde un punto de vista cósmico, estas construcciones mentales frente a la dispersión de la unidad divina en la creación, son la fuerza que orienta a la unidad: más allá de los 15 mil dioses que se contabilizaron entre los egipcios, una divinidad central los esperaba en el Dat (Orión) como esperaba a los incas, y que organizaba esa multiplicidad reintegrando el universo a través del pasaje de la unidad inconsciente y del caos original, a la unidad consciente de un cosmos definitivo de estrellas, y entre ellas, el amor sexual se iluminaba en la conciencia, convirtiéndose en una fuerza espiritual de progreso moral, místico y artístico (hoy, fuerzas separadas, pero antiguamente unidas en pensamientos mágicos).
Del descenso sensual a la elevación espiritual. Del espíritu a la materia y de esta al espíritu. El yo individual y su amor son la búsqueda de un sol unificador, que permitirá realizar la síntesis dinámica de sus virtualidades, donde dos cosmos se entregan y se reencuentran, uno dentro del otro, elevados como un ser superior. Tal superioridad es más frecuente en formas religiosas occidentales, con divinidades celestiales, elevadas, mientras que las orientales gobiernan desde un centro, pero en ambas perspectivas la trascendencia cósmica es el «conocimiento absoluto» budista y la gnosis de Occidente, no fundamentados en abstracciones, discriminaciones o clasificaciones intelectualizadas, siempre circunstanciales. Se trata, según budistas y gnósticos, de la experiencia directa de la «seidad» del cosmos: la identidad en su carácter indiferenciado, indeterminado e indiviso.
Resulta curioso que en la búsqueda del orden —del cosmos— partamos de lo indiferenciado y que el resultado buscado en la creación —en esa disociación original de lo absoluto en seres contingentes— sea de nuevo lo indiferenciado. Resuenan aquí las palabras del Cristo en Mateo 5:48: «Sed, pues, perfectos como vuestro padre que está en los cielos es perfecto», esto es: único, indeterminado y determinante del cosmos, no fundamentado en abstracciones, discriminaciones o clasificaciones intelectualizadas. Ser un hijo de Dios y, como tal, un dios... en pocas palabras... o en ninguna, que sería mejor... Silencio: la «sensibilidad para el más allá» que pedía Ortega y Gasset.
Descender a lo más bajo para tener la posibilidad de subir a las estrellas. Porque la perfección es inútil: las cimas no sirven de nada para el que quiere aprender a escalar. Pero no hablamos de utopías: las utopías —los lugares que no existen— solo sirven para ir a ninguna parte y perder el tiempo. Hablamos de fines a intuir, como quien intuye que hay cosmos en ese mensaje de los astros que nos pide ser peces (Piscis), para nadar hasta lo más hondo de nuestras aguas (Acuario), buscando la inmundicia (Lao Tse) y encontrar allí el camino ascendente, dejando atrás al pez y convertirnos en cabras (Capricornio) que trepan hasta nuestra cumbre... allí donde forjaremos la saeta del flechador hiperbóreo (Sagitario): el flamante dios a punto de disparar su saeta de unidad divina sobre el caos (Escorpio) que atormenta a la justicia (Libra) y en ella a la virgen (Virgo) y a su poder (Leo).
Todo un mundo de mensajes encriptados, un diario de viaje por la naturaleza interna de la mente y el corazón presente en nuestro crecimiento, desarrollo y progreso en el universo manifestado y que solo germina en el espacio simbólico del hombre más allá de cualquier verdad.
En el descenso, el ascenso.
En la carnalidad, la divinidad... y, en ella, el sacrificio de la carne.
Entre las estrellas invisibles, las bebenias del desierto reconstruyen el espacio espiritual de nuestro viaje desde Lao Tse y «lo inmundo», a «el mundo» («el hermoso») de lo divino. Todo es un mágico mecanismo de relojería sin más lógica que el amor y sin más cuerda que su propia existencia verificada en la intuición.
Estrellas, historias, moralejas infantiles y hazañas transhumanas pueblan los oscuros valles de nuestra espiritualidad. Y todo impulsado hacia el Ser, sin otro motor que la tensión existente entre la fe en la cima y la certeza del abismo que duerme en la tumba.
El hombre se siente disputando la realidad con lo real... y es esta suerte de absurdo la que inspira a nuestro corazón a vivir la constante reyerta entre lo estable y lo mudable, aun sabiendo que cada latido será siempre el último mientras no llegue el siguiente. Pero, entre la seguridad de lo eterno y el miedo a lo perecedero está el camino del cosmos: constelaciones antiguas, asterismos legendarios, estrellas reales, estrellas bebenias, estrellas en los cielos y pirámides e imperios en la Tierra... y un destino inapelable que empatiza con nuestro libre albedrío, allá donde enmudece y palpita, silenciosa, la «Polar», la estrella y portal hacia lo hiperbóreo... hacia aquel lugar más allá del Norte y del cosmos donde aún se oyen nuestros golpes forjando la flecha dorada del Sagitario que nos espera.