Tras dejar el teléfono celular sobre la mesa, la sonrisa se vuelve inevitable, pero ya nada tiene que ver con la comida que está tan buena, ni con la televisión que transmite su comedia favorita, porque ahora todo es Georgina y el hecho de que, por fin, después de unos cuantos acercamientos sutiles y varias llamadas justificadas con pretextos nimios de la escuela, ha aceptado la invitación para ir al cine y luego a cenar esa misma tarde. Así que el sabor de la carne y el comercial de papel higiénico se están ligando a través de una dulce sinestesia dentro de su mente, con la alegría y la victoria que se le escapan en risitas tontas, evitando que mastique como debería. Planea acabar de comer y alistarse con calma. Quiere preparar la ropa, el perfume y el dinero; cambiarse a una velocidad tan absurdamente lenta que le permita tener en control cada detalle, y tararear alguna canción que se consolide como el himno triunfal del día. Le emociona tener tiempo para pensar en ella antes de ella —e incluso pensar que pensará en ella más tarde—, con el silencio de la casa rebotándole en la cabeza ideas sobre qué decir previo a la película, y la confianza en que esta les dará, a su vez, suficiente tema de conversación para la cena, y que la cena les dará ganas de algo más; quizá un postre o una copa de vino en su casa que, a excepción de ese plato y el vaso, está perfectamente limpia, como si los esperara a ambos para que se sentaran sobre los sillones de piel de la sala donde, quizá, su mano, quizá sus labios gruesos y rosados, y luego quizá «nos vemos el otro fin de semana», y de nuevo en tres días, al otro día, y al siguiente… quizá.
Será la primera vez que salga con una rubia; con alguien de cuerpo tan frondoso y de ojos color trigo. Primera vez, también, en que sea con quien quiere y no con quien puede, así que es natural que esté tanto satisfecho como nervioso. Descansando la mirada en un punto indefinido entre la botella de refresco y la repisa que sostiene la televisión, se da cuenta de que realmente no la conoce mejor de lo que conoce a Ana Vidovic. Desde el día en que la descubrió, y huyendo del contacto directo de sus ojos como si estos le quemaran, la ha contemplado saliendo de los salones a los que él va a entrar; y fue solo por comentarios de los maestros (y tal vez por alguna pequeña investigación con sus compañeras) que se ha enterado de que es tan inteligente que probablemente sea la que habrá de coronarse como el primer lugar de su generación de ingeniería (y por cierto; vez primera con alguien mayor que él, aunque solo sea un año). De modo que sí, esa fue la excusa con la que se animó a pedir su innecesario apoyo para las últimas unidades de Control Estadístico, y esa fue la causa por la que ahora sabe que es una gran chica; nada más que por ese contacto, porque como a toda gran chica se le nota, y por lo mismo le es fácil entender que ella sea tan difícil, tan inaccesible a veces. Así es como se explica entonces que, de pronto, entre bocados inestables, él practique imbécilmente algunas frases como si ya la tuviera enfrente. «Qué bonito está tu vestido» (en el supuesto caso de que ella lleve uno como aquel que usó para la semana de conferencias, cuando al verlo aburrido en la biblioteca, le pidió sorpresivamente que la ayudara a colgar los carteles de bienvenida), o «las tardes ya no son tan calurosas como otros años, ¿no crees?»; o «me gusta esa canción».
Son muchos sus pensamientos, y ni siquiera tiene oportunidad de darse cuenta de que, al atacarlo por montones, carecen de completo orden y sentido. Pero de pronto, interrumpiéndolos a todos ellos, o quizá como si uno de ellos mismos se apartara del resto, encarnándose en el piso, él observa en la periferia de su vista cómo algo le pasa por un lado, hasta esconderse debajo del refrigerador. Violentamente cae el vaso sobre la mesa, y el estruendo de la silla desplazándose bruscamente en la cerámica es tal que, a pesar de la televisión, el instante después resulta tan silencioso como el momento que le sigue a un choque. Todo fue muy rápido, y para él como si no hubiera estado siquiera presente en el intermedio de una cosa y otra, por lo que se sorprende a sí mismo repentinamente a la entrada de la cocina observándolo todo desde su posición: las paredes, el techo, sus piernas por delante y por detrás, y principalmente el piso; el piso junto al refrigerador. Todo se convierte en el lugar que él inspecciona tal y como lo hace siempre que entra a una habitación (máxime si es él quien enciende la luz, tocando para esto el apagador con cuidado); un terreno enorme que él analiza desde su puesto de vigía. Así que ni pensar en volver a sentarse sabiendo que ella (que eso… que ella) podría salir de la cocina sin que él se diera cuenta, o peor aún, con el peligro de que se le suba por los pies o algo por el estilo. Entonces ¿qué hacer?; ¿entrar y mover el refrigerador? Habría que hacerlo para obligarla a salir y matarla, porque, si no, ya son bien sabidas las consecuencias. Sin embargo, de momento, lo único factible es voltear a ver el reloj de pulsera y tranquilizase con el hecho de que todo está bien; hay bastante tiempo para alistarse y para pensar en qué hablar con Georgina, incluso en cómo empezar habilidosamente a decirle Geo, que es naturalmente más tierno y da señal de mayor confianza, como para luego tocarle la mano, y en cierto punto también el hombro quizá desnudo por una blusa de tirantes delgados. Entonces a respirar; respirar al menos hasta ahora que se le interpone el olor de las tortillas en la placa. El dulce aroma del maíz en la llama alta le exige que acuda a voltearlas, pero no; es muy pronto todavía. La sangre que le bombea como el vibrar de un motor muriendo lentamente le dice que puede esperar; que de todos modos siempre le han gustado más cuando están tostadas por un solo lado.
El calor le está llegando desde todos los ángulos de ese cubo que lo rodea y que mira como si fuera un lugar desconocido, o una cárcel de cadenas invisibles que lo aprisionan a ese par de adoquines donde descansa del susto. Su mano derecha parece luego liberarse de la atonía y, con un salvajismo repentino y acelerado, se golpea el brazo opuesto y se rasca fuerte sobre la nuca, hasta que la ansiedad lo abandona como el recuerdo de un mal sueño. De esa forma, las risas del programa retoman su espacio en el aire, aunque esta vez, de una u otra manera, él siente que lo hacen como burlándose de su estado y de su suerte.
El problema no termina de resolverse, y por depender solo del tiempo, mejor dicho, no termina de acabarse. No obstante, él ya está pensando mucho más allá de lo que sucede. ¿Por qué si siempre deja puestos los tapones de los fregadores y los lavamanos?, ¿por qué si tiene protectores bajo las puertas y si tira la basura cada tercer día? ¿Por qué si hace dos semanas gastó cuatrocientos cincuenta pesos en esa compañía de presuntas fórmulas infalibles, y si es tan cuidadoso que no se atreve ni a dejar la colcha arrastrando al alzar la cama para no darles un punto por el cual escalar? Debe ser simplemente que todo es y es, o que ya es abril y el clima ha cambiado definitivamente, así como ahora lo recorre un escalofrío que le sube desde el suelo hasta torcerle el cuello y obligarlo a sacudirse el cuerpo alteradamente como si en verdad creyera que pudiera quitárselo de adentro. Se da cuenta, así, de que no hay algo ahí, sino allá, debajo del refrigerador, o tal vez ya no. Tal vez mientras más piensa y decide decidir no hacer nada, ella (eso… ella) ya está en otro sitio. Y ahí viene una maldición en voz baja.
Hay que reaccionar, para bien, para mal o para nada, pero hay que hacer algo porque la hora, y Geo. En ese instante, mira con lástima el espagueti y la carne asada, dándose cuenta de que, independientemente de todo, está arruinado. Y no solo es por el reloj que no deja de avanzar, sino porque el refresco de naranja, que lo está alterando todo con su gas, ha encontrado su camino a la cornisa de la mesa y ya se forma una ligera pero hermosa cascada hacia el piso. Aun así él sabe que no puede (de veras que no puede) entrar así como así y hacerlo, sin importar lo mucho y lo muy meticulosamente que trabaje la idea en su imaginación: meterse de un solo paso a la cocina, revisar bien las partes del refrigerador que habrá de asir para empujarlo, empujarlo y verla ahí dispuesta a escapar, o puede ser que, con un poco de buena suerte, darse cuenta de que desde un principio ella estaba siendo perseguida por la muerte, y hallarla ya difunta; aunque claro, muy seguramente si la viera así, sería porque está fingiendo, y por ese simple hecho, por esa asquerosa actitud que tanto detesta, mejor no lo hará (de veras que no puede).
Son los recuerdos de la infancia en la casa de la abuela los que truncan su plan esta vez. Todo infestado, su mamá gritándole y él sin poder siquiera matar una, a pesar de que era más difícil no hacerlo, porque eran tres o cinco cerca de él; aunque probablemente justo por eso. Por otra parte, los zapatos que se puso hoy son tal delgados que, incluso con el coraje para llevar a cabo la operación, esta se tornaría extremadamente sensible, y esa experiencia no es un lujo que a estas alturas (y justamente este día) él pueda darse. De modo que mejor pasar al plan B, que es notablemente más higiénico: conducirse por el pasillo hacia el cuarto de lavandería, tomar una escoba y volver; pero eso sí, sin despegar ni por un maldito segundo la mirada de la entrada de la cocina si no fuera para inspeccionar la ruta por donde él vaya, o para asegurarse de la pulcritud del área de la escoba que él habrá de tomar del cuarto. Así, pretendiendo evitar ensuciarse y ensuciar aún más la desordenada escena que además debe corregir para Georgina, vuelve al sitio deseando verla ahí en medio, quizá bebiendo soda confiadamente, y poder de esa forma sacarla de la casa abriendo desesperadamente la puerta principal; pero no, la misma ausencia que la sitúa al mismo tiempo en todos lados.
¿Mover el refrigerador ahora sí?; ¿para qué? Está claro que ya no va a estar ahí. Por eso mejor usar la escoba como una extensión de su brazo y golpear de lejos una de las patas de la mesa como si aquel escándalo improvisado fuera excusa suficiente para hacerla manifestarse en algún sitio. Esta ocasión el resultado no le sorprende, sino que más bien es justo lo que espera. Y es que no sabría qué hacer si sucediera algo diferente de todos modos. ¿Qué más da entonces? Puede limpiar el refresco, apagar las tortillas que ya huelen a quemado, e irse; nadie debe esperar que un chico mantenga una casa en total pulcritud. Lo que sí es que ¿cómo agacharse tan tranquilamente? y ¿cómo dejarla ahí libre sabiendo que, para como es la vida, al volver la encontraría ahí, y con Georgina? Georgina. La desesperación lo posee suavemente cuando en su mente se renueva el dibujo de su rostro y su enorme sonrisa, y en el instante en que, con una nostalgia de absurda precocidad, recuerda el momento en que sentado a la mesa pensaba en cómo vestirse asumiendo el cómo lo haría ella, así como en las típicas jugadas en el cine y las típicas excusas para llevarla a casa después de la cena.
Buscando justificar su pasividad con movimientos sin sentido, él comienza a barrer el área junto al pasillo sin dejar de observar la entrada a la cocina como si se tratara de un umbral que diera acceso a los más viles espectros. Necesita fingir que ha olvidado lo sucedido para que ella lo note y salga. Aunque tal vez ella, desde su propia posición, puede verle claramente los ojos que la buscan; los ojos cansados de mirar lo mismo por dentro y por fuera: la mesa, la comida, la soda de naranja, el refrigerador, ese suelo, aquel suelo, el suelo que es distinto y más seguro entre más se subestime el laberinto en que se ha convertido la casa, y que él se aterra en reconocer como desconocido. Porque siempre está la posibilidad de que ella ya haya salido, y que ahora esté del otro lado, de su lado, a punto de hacerle lo que sea que él crea que puede hacerle. De modo que, nuevamente, gira su cuello inhumanamente y la angustia lo obliga a creerla rodeada cuando es él quien está rodeado desde todas partes.
No va a creer que está fuera; simplemente no puede creer que esté fuera porque es demasiado complicado. La puerta de la cocina que da hacia el patio tiene puesto debajo un pedazo de manta que él mismo colocó para evitar estas situaciones, y aunque eso levanta más dudas respecto al camino de entrada que ella tomó, por la hora que es, por el olor a quemado, por Georgina y porque no le queda de otra, se enfocará únicamente en lo que de momento está pasando, y la acorralará. Retomando su camino al cuarto de lavandería y sin soltar la escoba, toma velozmente del estante una de las latas llenas que ahí guarda. Y sí, de nuevo la ofensa a la madre cuando la fotografía impresa en ella lo espanta y esta cae al suelo. ¿A quién se le ocurrió que esa era una buena estrategia de mercadotecnia? Para él, el solo hecho de cargar el producto le trae pensamientos que se asemejan al punto en el que se da cuenta de que va a vomitar y que, por mucho que le desagrade, es algo que habrá de suceder inevitablemente. En todo caso hay que seguir, pero no hay tiempo ni ganas de levantar cosas del suelo. Así que toma otra lata velozmente, le da vueltas en su mano para revisarla, sintiendo a la vez su tambaleante peso, y se apresura en el regreso a la cocina. «Acorralarla»; puede que para muchos eso signifique tenerla en un rincón sin grietas o, sencillamente, bien ubicada en medio de un espacio abierto, pero, para él, es vaciar aquella lata entre las dos paredes que marcan ya no se diga la entrada, sino la salida de la cocina, creando una gruesa franja de aroma tan denso que hasta las cenizas sobre la placa de la estufa pierdan su dominio en el ambiente del lugar. Aquel momento parece ser el primer instante de claridad porque, enderezándose paulatinamente, él sonríe satisfecho al observar el charco espumoso que no tarda en combinarse con la soda que se le acerca a través de un hilo delgado que simula un riachuelo. Y es que ahora no tiene dudas de que habrá una reacción; de que a esas alturas ella debe saber que haga lo que haga está perdida. Por eso, nuevamente el reloj de pulsera. Cierto, ya no podrá tararear a gusto esa canción mientras se cambia, ni practicar tantas frases para Georgina, ni las formas de llegar a decirle Geo, porque el cine está lejos de la casa de ella, y la casa de ella lejos de la de él, y la película empieza en dos horas y los asientos habrán de llenarse, y todo el itinerario está planeado para tener oportunidad de la cena y luego, quizá luego, una plática sobre los sillones, y sus labios rosados y carnosos. Sin embargo, él piensa que ha valido la pena, porque ya metido en la situación, la situación debe arreglarse y ahora, finalmente, siente que puede voltear a otro lado porque hay cierto control. Y precisamente es a otro lado al que voltea súbitamente cuando detecta una sombra pasando de manera decidida de la sala al recibidor de la casa. Los espasmos, los escalofríos y el recargarse sobre la escoba le son tan inevitables como lo es el maldecir a toda voz cuando advierte que no hay nada ahí; que aparentemente solo se trata esta vez de una de sus miodesopsias. Porque claro, es un buen lector al que le gusta investigar sobre todo lo que le ocurre; saber que no tiene que preocuparse por esas cosas que flotan dentro de sus ojos, aunque él las vea afuera, ya que son impurezas en sus líquidos o una falta de volumen en estos, que no le dan más opción que ignorarlas. Pero ¿cómo ignorarlas?, si hoy la que tiene forma de clip le ha hecho una pésima broma corriéndole por un costado como si… como si…
De ellas ha leído también. Vaya si lo ha hecho; con estremecimientos todo el tiempo, como en este instante en que recuerda los datos. No obstante, por lo mismo se da aliento pensando que seguramente no está tan jodido, porque él recuerda una mancha oscura, lo que descarta que se trate de una alemana (que en Alemania llaman rusa, y en Rusia polaca, aunque realmente es asiática, pero que en cualquier caso es prácticamente imposible de erradicar porque llega en multitudes). Por otro lado, piensa que ojalá no se trate de una americana (que realmente proviene de África), porque esas pueden correr hasta uno punto cinco metros por segundo y, si tal es el caso, ya se haya haciendo familia en su recámara mientras él la imagina en la cocina. De cualquier forma, lo que está claro es que la mayoría sobrevive varias semanas, incluso decapitadas (y tanto el cuerpo como la cabeza); eso si no alcanzan a regenerar sus miembros y continuar con su existencia hasta los cuatro o en ocasiones diez años de vida; una vida en la que se la pasan haciéndose las muertas para sobrevivir. Así que de ahí su manía; la revisión extrema de sus zapatos, sacudiéndolos antes de ponérselos, y la inspección previa de todo lo que agarra, y de todo lugar a donde entra y se recarga, y de todo, para acabar pronto: de todo.
Debe concentrarse. Se ha acostumbrado al ruido de la televisión que ya ha pasado a las novelas, al humo saliendo contaminantemente de la placa, y un poco también a su espera, que si no detiene pronto habrá de convertirse también en la de Georgina, de la que no ha leído nada porque el único libro que le hablará de ella son sus labios, o sus manos, o sus ojos color trigo. Le gustaría pasar ya por todo lo demás que no es en verdad otra cosa sino una excusa para estar a solas con ella: por el ceremonioso acto de recogerla, por el incómodo inicio de la plática en el camino, por la llegada al cine, por el saber si ella lo esperará sentada a que le abra la puerta del auto, por el pensar en cómo parársele a un lado en la fila de los boletos, o a qué velocidad comer palomitas en la sala; si el restaurante que escogió estará bien o si es mejor preguntarle, si quitarle algún saco (si lo lleva), si jalarle la silla. Hora y media, y ya no hay tiempo ni de cambiarse. Aunque por otra parte será mejor. Quizá Georgina lo ha visto hasta ahora como un ñoño; como alguien que se preocupa demasiado por Control Estadístico y por todo, y que se pregunta cosas tontas como qué camisa ponerse con su pantalón de vestir nuevo cuando tal vez a ella le gustaría verlo más relajado, considerando que ella misma irá informal. Después de todo, no se van a casar esta tarde. Y sí, a él le gusta imaginarla como en el día de las conferencias, pero eso era otra cosa; algo importante como en este momento es importante salir.
Atormentado piensa en dejarlo todo como está, pero ¿cómo explicaría la comida, la soda, el charco espumoso y la placa queriendo derretirse? Al menos arreglar eso último, pero ¿entrar y compartir celda con ella? Malditas sean; malditas. Él mismo le preguntó a Dios en un lapso de locura por qué las había creado, pero ni la escarificación de las semillas, ni la cadena alimenticia, ni el ciclo del nitrógeno o la importante fuente de comida que representan por sobre los peces; ni siquiera el novedoso antibiótico obtenido de sus cerebros, disculpa hoy la deleznable situación por la que está pasando. Él entiende también que la extinción de esa raza está ligada a la desaparición de la suya misma, y es justamente esa relación, y solamente eso, lo que lo lleva a un pensamiento de consuelo en que su odio se sabe justificado. La cosa es que nadie muestra como ellas esa inteligencia; la inteligencia que refleja que su pensamiento es más allá de similar, igual al suyo. Porque hacen lo que él haría si fuera una de ellas, y por tanto hay un choque de repulsión que, eso sí, solo él puede sentir, dado que él es consciente por subconsciencia, y no nada más por instinto.
Y ahí viene su sensación de superioridad, pero bien acompañada de una emoción de miedo al asesinato; y su celular sobre la mesa comienza a sonar, porque es lógico que Geo… pero está bien si lo piensa dos veces, ya que también ha de ser bueno darse a desear. De todos modos, cuarenta y cinco minutos, así que es ahora o nunca. Saltando su propia barrera entra a la cocina y más pronto de lo que pensó se haya en medio de la escena dispuesto al menos a apagar la estufa, pero de pronto un reflejo sobre el vidrio del horno, y aunque muy seguramente es la boquilla del piso, y aunque muy seguramente eso fue desde la primera vez, no importa; se da la vuelta alteradamente y tira la escoba, y con ella también la placa que le cae encima y que le prende las cerdas en fuego. Sin embargo da lo mismo, porque en su carrera él se resbala con la franja de espuma y soda, y ya no le quedan energías sino para levantarse precipitosamente y sacudirse, y mancharse más, y maldecir fastidiado mientras sale presuroso de la casa sin mirar a sus espaldas, porque después de todo hay que ir por Geo y alcanzar la función que planeó; y es que si llegan tarde, ella puede proponer ver la que empieza media hora después, pero esa es una versión doblada al español que él simplemente no podría tolerar.