Montar en motocicleta, o practicar motociclismo, era una tarea dignificada solo comparable a ser un caballero de los caminos no hace mucho tiempo. Acometer las calles a cualquier hora o, simplemente, recorrer las autopistas tenía un aura de heroísmo, como cuento de hadas. Especialmente, si montabas un leviatán de caballo de acero, o un pullman o sleeper, como dirían los enterados. Incluso el lema suicida de: «La vida comienza a las 170 MPH» (280 KPH), al que se adherían muchos jinetes, tenía un encanto etéreo hasta para los novatos ingenuos. Eso fue antes de la década de 1990, cuando la adquisición de una máquina de este tipo se hacía con solemnidad y cuidadosa planificación.
Pero no hoy. Una avalancha de máquinas asiáticas sencillas, hechas casi de cartón, ha transformado el motociclismo en un hecho cotidiano, dictado principalmente por la necesidad y la practicidad. Pueden verse zumbar por todos lados, raudas como asteroides en un cielo congestionado y lleno de humo para disgusto de algunos veteranos. Esta nueva realidad muestra a motociclistas actuales de todo tipo: señoras con sobrepeso, jóvenes aun en la primaria, ancianos que cargan muebles, repartidores, carteros, despachadores de pizza por docena, ¡y así por el estilo!
A medida que pasa el tiempo, es cada vez más raro encontrar aquellas «mamis» intensas metidas en jeans grasientos junto a sus compañeros rudos, fuertemente tatuados, sobre Harley Davidson ruidosas. O, atildados jinetes pilotando estridentes bólidos Kawasaki o Honda, o ricachones guerreros nerd de fin de semana en BMW o Ducati, pasmosamente costosas, reunidos en los cafés de carretera para admirar mutuamente sus máquinas y tener una buena charla solo porque sí.
La buena noticia es que muchos motociclistas mayores, en contraste con sus años mozos de deambular sin rumbo por la carretera, han encontrado hoy una manera creativa de dar buen uso al motociclismo: defender a niños pequeños de sus compañeros abusivos, brindar apoyo de emergencia a motoristas varados, rescatar mascotas pequeñas extraviadas en caminos secundarios y, en general, brindar ayuda a cualquier ser viviente que necesite una mano amiga, lo cual es bastante loable y un cambio de velocidad muy bienvenido, si lees entre líneas.
Pero, sin malinterpretación. Supongo que todos son bienvenidos al placer de montar en moto, ¿cierto? Pero, ¿qué pasa con los buenos modales y los jinetes que no siguen las reglas? Muchos no usan casco. Otros carecen de equipo de protección y algunos, incluso, viajan en sandalias y pantalones cortos: un no-no. Muchos no tienen ni la más remota idea de cómo filtrarse en el tráfico para evitar quedar atrapados entre vehículos. La falta de experiencia y conocimiento callejero de algunos novatos ingenuos expone su vida en una actividad tan apasionante y emocionante, como peligrosa y trágica si se toma a la ligera.
Es aterrador ver motociclistas que permanecen en los puntos ciegos de los camiones grandes, que esperan en los semáforos sin ruta de escape prevista, que adelantan al tráfico por el carril de la derecha, que se aproximan a las intersecciones a gran velocidad, y que cometen el peor de los errores: no percatarse de que son invisibles para los automovilistas.
Este prototipo de motociclistas pulula a diario por el centro de grandes ciudades, pero, por fortuna, no viajan largas distancias debido a caballaje limitado, no apto para las autopistas más rápidas. ¿Cómo sé todo esto? Respuesta: fui motociclista y tuve que aprender a domar las carreteras de California leyendo mucho sobre motociclismo y, por supuesto, poniendo en práctica lo aprendido.
Cansado de trabajar entre semana, podía apenas esperar un domingo soleado para tomar la moto y dirigirme a las montañas a las 4 am antes de que los humanos aparecieran en el campamento y estropearan mi diversión. A lo largo de la semana, la poderosa motocicleta Suzuki 1150 reposaba en la cochera, toda brillante e invitadora, mientras yo solo suspiraba cada que la veía para, en cambio, tener que dejar el departamento y salir en coche a ocuparme de cosas menos importantes como conservar un empleo fijo de 9 a 5.
¿Y cómo podría ser de otro modo? Si cabalgar en moto por Los Ángeles me había llevado a recorrer todos los caminos secundarios desde las montañas de San Bernardino hasta el desierto de Mojave... O a zigzaguear las colinas de Santa Mónica ida y vuelta entre la autopista 101 y la Pacific Coast Highway, sobre las sinuosas carreteras y cañones como Mulholland Drive, Topanga Canyon, Malibu Creek y Saratoga Springs hasta Oxnard, sin olvidar Santa Paula, Ojai, Santa Barbara y San Francisco.
Remontar libremente contra el viento era algo nuevo para mí y se convirtió en un esperanzador rayo de luz dentro de una existencia, por lo demás sosa, consistente en trabajar y soñar despierto. El obtener una primera máquina abrió un mundo que transformó la fantasía en realidad. Una nueva libertad, desconocida para la mayoría de los mortales, recibió una cordial bienvenida de mi parte. Sobre todo, al descubrir que, en lo referente a motores, nada supera el perseguir el ocaso en busca del horizonte mítico de emocionante libertad, prometida a todo motociclista en el universo.
Y, aunque colgar del estribo de un caballo de acero es considerado riesgoso por algunos, no ahondaré en ninguna situación peligrosa de las muchas que viví cabalgando en tráfico. En cambio, sí lo haré acerca de una muy arriesgada, aunque de alguna manera mágica, o tal vez incluso tonta, que tuve lejos de la moto mientras reposaba sobre el tocón de un árbol en un campamento oscuro y desierto ubicado en la cima de las montañas que rodean la cuenca de la ciudad de Los Ángeles.
Primero, tengo que decir que la razón principal por la que trepaba ese camino inclinado y solitario era para realmente obtener un respiro del bullicio de la ciudad y de la gente. No tenía ningún reparo en llegar allí todavía oscuro, sin un alma a la vista en un radio de 70 kilómetros. La sensación al estar solo en ese lugar remoto a horas impías, tomando una taza de café junto al fuego mientras presenciaba cómo la noche era empujada hacia el oeste por un amanecer dorado era insuperable.
En contraste con la exageración y el estruendo de la autopista, en el camino hacia allí la verdadera emoción comenzaba al momento de cortar el interruptor, sentarme y comenzar a maravillarme con la serenidad del amanecer, mientras observaba los majestuosos picos, nevados o no. Todo era calmo y tranquilo y, como siempre, los primeros visitantes eran la señal para regresar a casa. O, si el tiempo era propicio, planificar un viaje relámpago a Las Vegas o San Francisco y arriesgarme a ser detenido por exceso de velocidad.
De vuelta en el campamento, llegó el día en que las cosas, por fin, se revelaron. Durante las últimas visitas, había escuchado ruidos provenientes de detrás de los botes de basura del vacío parque de casas rodantes, bien adentro del bosque, lejos del área de campamento. Y ahora, decidido a conocer el origen de ese ruido, fui a investigar. A pesar de que solo había luz de luna y estaba un tanto tembloroso, todavía así, estaba preparado para vérmelas si acaso con algún animal no más grande que un mapache o un conejo, pero lo que encontré fue aterrador: en un refugio improvisado, una madre puma cuidaba de su cachorro que parecía estar lastimado.
No hace falta decir que quedé petrificado esperando el ataque de mamá puma. Pero, por extraño que parezca, la consternada fiera solo me miró con tristeza, con lo que parecía una angustiada súplica en sus ojos. Tal vez se había acostumbrado a mi presencia y sabía que yo no representaba ninguna amenaza. Tal vez su cachorro estaba en situación tan desesperada que sus instintos depredadores se detuvieron. Y, aunque las madres criando son sobre protectoras y agresivas en presencia de cualquiera, esta vez mamá puma parecía tan angustiada que parecía como si incluso quisiera pedir ayuda.
Todavía congelado en mi lugar, no entendía por qué había bajado la guardia hasta el punto de ignorar los ruidos cercanos como insignificantes para mi seguridad cada vez que me sentaba allí como un idiota, sin darme cuenta de lo cerca que estuve de un ataque sigiloso y necesariamente letal. Permanecí inmóvil por no más de cuatro o cinco segundos antes de comenzar activamente una retirada lenta y cuidadosa, mientras escaneaba el área en busca de un lugar donde pudiera estar a salvo de un ataque feroz. Todavía estaba oscuro y no había edificios de ningún tipo.
Lentamente y con mucho cuidado, recorrí los casi 100 metros que me separaban de la motocicleta, sintiendo a cada paso que ese sería el último. Pero, felizmente agradecido al ver que mamá Puma no venía detrás, arranqué el motor y despegué como si no hubiera mañana. Cuesta abajo llegué a la gasolinera más cercana. Conseguí los números de teléfono de Parques y Recreación y de Control de Animales de Los Ángeles para preguntar si podían ayudar en situaciones como esta. No solo dijeron que sí podían, sino que su prioridad era ayudar a la fauna en peligro.
Luego, me fui a casa todavía preguntándome por qué no me había atacado el puma, o un oso, o una serpiente, y por qué había sido tan temerario y estúpido como para acampar antes del amanecer dando la espalda al oscuro bosque sin hacer caso de todas las alarmas. La verdad, es que tuve la suerte del tonto seducido por la belleza del lugar, pero no tanto como para volverlo a hacer en fecha próxima. Pueden apostarlo.