En las ciudades todo corre. En el campo todo camina despacio, hasta el tiempo.
Es como si estuviéramos fascinados por la velocidad. Las noticias que se nos agolpan, los correos sin leer y por contestar, el trabajo, el consumo. Todo rápido. Ya. Parar ya.
Cada vez busco más la lentitud de las cosas, la maduración, la calma. Incluso yo mismo soy más paciente.
Parece que corremos, sin aliento, hacia la meta, sin disfrutar de nada en el camino. Siempre con la vista puesta en lo siguiente, olvidamos el presente.
Queremos llegar, en vez de envolvernos en la belleza que nos ofrece el trayecto.
Estar bien, sentirse bien, es poder imaginar ese mañana disfrutando placenteramente del ahora.
Entre el lunes y el viernes dedico todas las horas del día —despierto, pero sé que también mientras duermo— a hacer y deshacer proyectos, números y cuentas de futuro, idas y venidas, revisar balances que nunca cuadran y solucionar lo inimaginable para que todo subsista. Pocos momentos de paz.
El fin de semana, simple y sencillamente, me gusta amanecer en el campo.
Sé que nada es igual, porque este año es diferente a todos, y no podemos hacer que los días sean iguales.
No importa lo que hagamos en la vida, unas veces las cosas salen de una manera y otras no salen de ninguna. Hay momentos en los que todo parece marchar según lo planeado y momentos en los que todo se cae.
Cuando te llenas de paz y esos pensamientos, veloces, simplemente se calman, te das cuenta de que la vida es siempre seguir adelante, por muchas dificultades que se pongan en el camino.
¿Y de dónde procede, te preguntas, tu extraño desasosiego, tu sensación de estar desconectado y tu constante temor de que tú no signifiques nada? Es como si hubieses llegado hasta aquí a la deriva, sin ningún plan, excepto el de seguir vagando, pues solo eso parece seguro.
(UCDM, Capítulo 22-I)
Quise abrir, al azar, mi libro de Un curso de milagros y simplemente escuchar. Se abrió por la página 523, donde tenía resaltado este párrafo que puede decirnos cómo nos encontramos cuando corremos y lo hacemos sin saber muy bien a dónde vamos.
El éxito requiere la capacidad de cada uno de seguir adelante
¿Qué es ese maldito éxito para cada uno? El éxito de conseguir más, el éxito de acaparar más, de tener más, parece que tuviera que ser la columna vertebral de cualquier vida.
Obsesión por el éxito.
El éxito real no es tener más, pero parece que desde pequeños nos educan así. Y si no tienes la mejor casa o la cuenta bancaria más abundante ¿qué? ¿Has fracasado?
Entonces llega la depresión, la ansiedad, la frustración.
El verdadero éxito consiste en estar a gusto y, casualmente, por lo regular, eso no te lo da el dinero, ni el coche mejor, ni tener diez empresas. Te lo da la tranquilidad, la paz.
Apreciar lo que somos, lo que tenemos y llevar una dirección correcta, es mucho más admirable que el deseo y obsesión por acumular bienes materiales o prestigio social, poder.
Si miramos alrededor, veremos cómo aquellos que se preocupan más por los demás, que son solidarios y se sienten bien con lo que tienen, son más felices. Algunos les lanzamos críticas o los tildamos de conformistas, cómodos; simplemente lo que hacen es disfrutar el momento presente, de ser.
Conozco a muchos obsesionados por el éxito, por la acumulación, por el tener, por el «ser». Puedo asegurar, incluso por experiencias pasadas, que son los que más sufren.
El éxito, tras esos años que llevo a mis espaldas, tengo claro que consiste en estar bien.
El camino es lento, importa la actitud en el recorrido.
El éxito es vivir como uno desea. Ser uno mismo. Ilusionarse con esos pequeños detalles.
Se cuenta, según la historia, que Alejandro Magno quiso tener un encuentro con Diógenes, quien vivía en un tonel. De hecho, este era una de sus pocas pertenencias. Unos lo consideraban un perro y otros un sabio. Cuando Alejandro Magno se presentó ante él, le hizo conocedor de su admiración y entablaron una conversación. Alejandro se dirigió a Diógenes diciendo: «Pídeme lo que tú quieras. Puedo darte cualquier cosa que desees, incluso aquellas que los hombres más ricos de Atenas no se atreverían ni a soñar».
Diógenes tenía la oportunidad de cambiar su vida de forma radical; de vivir en un palacio, de gozar de fortunas. Sin embargo, su respuesta no fue la que todos hubiéramos esperado. Diógenes le respondió: «Por supuesto. No seré yo quien te impida demostrar tu afecto hacia mí. Querría pedirte que te apartes del sol. Que sus rayos me toquen es, ahora mismo, mi más grande deseo. No tengo ninguna otra necesidad y también es cierto que solo tú puedes darme esa satisfacción».
Se dice que Alejandro afirmó que «si no hubiera sido Alejandro, me hubiera gustado ser Diógenes». Para Diógenes el éxito era estar tranquilo y disfrutar de los rayos de sol, para Alejandro era la ambición desmedida por conquistar más y más tierras.
De lunes a viernes somos Alejandro y muchos tenemos el privilegio, el fin de semana, de convertirnos en Diógenes.
El siguiente paso sería conseguir que nuestra vida, cada día, tuviéramos lo suficientemente claro lo que queremos, a dónde queremos ir y despertásemos a buscar ese verdadero éxito que es, simplemente, estar tranquilo y disfrutar de los rayos de sol: sentirte bien.
Es hasta que vivimos una situación difícil que nos decidimos a cambiar, a arriesgar o a vivir aquello que deseamos.
Empezar siempre es posible, en el momento que sea. Imprescindible: hacer despertar, o recuperar esa pasión que todos llevamos oculta.
Las dificultades son siempre una oportunidad.
Lo fácil, podría ser, el quejarnos. Es verdad que hay que ponerse en la piel de cada uno. Pero la queja suele estar ligada a la falta de confianza en uno mismo.
Si nos quejamos de nuestras circunstancias, menospreciamos nuestra capacidad para vencerlas o lidiar con ellas.
Es esencial confiar en uno mismo. Tendremos momentos de bajón, pero no deben frenarnos. Cada día es un reto.
Creatividad e imaginación, siempre.
La vida siempre es un desafío
Un desafío siempre es una prueba de fuerza para que saquemos, desde dentro de nosotros, todo ese poder que nos acompaña y que, a veces, somos incapaces de reconocer.
Sé que cada frase que escribo puede resultar una gilipollez. Cuando paso tiempo sin hacerlo y lo hago, de hecho, me siento todavía más gilipollas. Sé que, en algún lugar remoto, hoy o algún día por ahí, de los que vengan, algún gilipollas como yo dirá eso de que: «mira, otro que piensa y divaga como yo, pensé que era el único tonto del planeta».
Estamos vivos, es lo máximo que podemos pedir.
Somos. Estamos.
Nos han educado en eso del «tanto tienes, tanto vales». Nosotros mismos, en nuestros círculos absurdos, valoramos a unos u otros por el coche, la casa o lo que ganan.
Siempre, cuando tengo oportunidad en algún debate, digo lo mismo: no nos gusta tener por vecino a un inmigrante si es pobre, eso sí, si tiene dinero, le invitaremos a cenar a casa, aunque vaya descalzo y le huelan los pies (por cierto, que esto les ocurre a muchas personas, inmigrantes o no, así que no se tome al pie de la letra).
Ayer noche, como cada día que vivo en este pueblo, que podría ser uno más de cualquiera de los pueblos de España, pero en este caso es Minaya y es el mío, sentí gratitud y privilegio; sobre todo, privilegio. Lo que más vale es ese cielo estrellado. Nada más. Se puede ver desde la era, desde el campo.
Y pienso también en esas personas que sé que valorarían algo así, esta belleza y, por circunstancias, ayer, no podían verlo.
Nuestra meta somos nosotros mismos. Dejemos de buscar cosas.
Simplemente seamos.
Sintámonos bien.