Por aquel entonces, la carrocería de los autos todavía era de chapa, al menos la de los modelos populares argentinos, que por su propia robustez y durabilidad quedaban en los garajes un par de decenas de años. En las radios, a veces invadidas por los adolescentes de la casa, sonaba Pies descalzos de Shakira. Estos autos eran muy largos y amplios, lo suficiente para contener cuatro o cinco hijos en el asiento de atrás, hasta quizás alguno más pequeño acostado en la luneta. La pintura no tenía una buena vejez, descascaraba, y los autos muchas veces dormían afuera.
Torino, Taunus, Falcon, Fairlane, que antes viajaban por largas rutas a otras provincias, con todo y familias enteras dentro, ahora destinaban sus grandes espacios a ir de compras al súper o la feria, y eran, para los más pequeños, una suerte de objeto-espacio sagrado. Espacio, porque se podía jugar ahí, sobre y dentro de ellos, pero en la quietud. Sagrados, porque podían ver a toda la familia ir y venir, y rotar de lugares que, por alguna razón, no podían ocupar.
Ya de muy pequeños se subía a los niños al capot o sobre el baúl. Bajo la atenta mirada de algún mayor cuidador, podían gatear, sentarse, y sentir la textura, y sobre temperatura de la chapa. En los días de invierno, quizás con una manta arriba, porque se ponía muy frío, a pesar de los abultados abrigos que se ponían para mantener cálidos a los chicos. En las tardes de mucho sol, con precaución porque se calentaba mucho y apoyar los pies o las manos, quemaba.
Conforme crecen, los niños aprenden literalmente a golpes que algunas cosas provocan sensaciones incomodas en la piel. Los bordes descascarados de la pintura raspan, duelen. Los días calurosos y de ropas ligeras no hay que tocar directamente ni por mucho tiempo la chapa, o apuntar el pantalón para que cubra las piernas. Todas esas experiencias construyen en la mente una estructura, que perdura, y así conocemos nuestro sentido del tacto y lo que gusta, o nos desagrada, experimentar en la piel. Ese aprendizaje, que comprendemos, pero la mayoría de las veces no podemos explicar, luego nos permite al crecer, enseñar a los más pequeños los mismos cuidados.
El sentido del tacto es, según Ronald Barthes, el más desmitificador. Aquello que tocamos difícilmente nos engañe. Por esta razón, en disciplinas como el diseño de productos se insiste en materializar, verificar, tener la posibilidad de tocar y percibir con el cuerpo, en formato de maquetas y modelos, todas las propuestas antes de finalizar su concepción. Si se mantienen en plano de las ideas, planos o modelos digitales, por más detallados y precisos que sean, aún pueden permanecer “mitificadas” las sensaciones que pueden provocar en las manos, el cuerpo, en la piel.
Este campo de interpretación de sensaciones percibidas, aprendidas por experiencia y que nos permite reconocer a simple vista que un asiento de chapa, más aun si está situado en la sala de espera de un hospital, es frío, se estudia como morfopercepcion. Es lo mismo que nos permite identificar que si en cambio me encuentro con ese asiento hecho en madera, con sus planos de apoyo recubiertos de alguna tela o algo de textura más suave, lo vamos a encontrar más cálido.
Esto es justamente morfopercepcion, porque percibimos a partir su forma, y recurrimos a nuestro bagaje mental para reconocer, que sensaciones podrían provocar al tacto ciertos materiales. Pero es percepción también, porque a ciencia cierta, dos materiales, supongamos madera y aluminio, utilizados para materializar la misma parte de un asiento, en el mismo ambiente y las mismas condiciones climáticas, en el mismo día, tendrán la misma temperatura medible. Pero la sensación que provocaran en la piel de quienes los usen no será la misma.
El filósofo Coreano Byung-Chul Han, en su libro No-cosas (Taurus, 2021), dice: “El sentido del tacto anula la distancia. No es capaz de asombrar. Desmitifica, desauratiza y profana lo que toca”. El tacto como tal, es un sentido externo, a diferencia del gusto por ejemplo, pero tiene la dicotomía de ser a la vez, para interiorizar. Continuando esta idea de que el tacto aproxima, y volviendo a recurrir a nuestra memoria, personal y colectiva, pensemos en aquellas situaciones que nos han acercado a partir del tacto, abrazar, acariciar, hasta medir la fiebre con un beso en la frente.
Quizás el aprendizaje a partir del tacto y la háptica, sea una materia en exploración para las disciplinas proyectuales, por su misma condición de proyectar, algo que todavía no existe, y que permitiría desarrollar materialidades y nuevas morfopercepciones para con los objetos y espacios. Con el tiempo, estas nuevas percepciones podrían ser tan profundamente grabadas en la mente como tocar accidentalmente una olla, ya fuera del fuego, para servir, o al capot del auto un medio día de verano y exclamar “tss, está tuto”. ¿Podríamos explorar estas sensaciones y precepciones con dispositivos hápticos?