Un análisis objetivo sobre la era de Donald Trump no resulta fácil y sería prematuro. Se inició de manera polémica, intempestiva, y concluye todavía más. Irrumpió en la política norteamericana de forma agresiva, siendo un advenedizo foráneo, sacudiendo la predecible alternancia de demócratas y republicanos, enraizada en el sistema de Washington, donde los asuntos presidenciales, generalmente, no son de gran magnitud política ni institucional, sino que más bien, giran sobre escándalos personales, de salud, de aventuras amorosas, cuando no, atentados terroristas, y hasta asesinatos. Lo demás, está dentro de los parámetros consabidos, incluidas pugnas domésticas, y guerras en que Estados Unidos interviene de tiempo en tiempo. Trump no las tuvo, sacudió esta rutina, produjo cambios, para bien o para mal, y dividió la ciudadanía, incitando una campaña en contra que no dejó a nadie indiferente, e impidió su reelección. Obtuvo logros económicos y de empleo, que un vacilante y desafiante manejo de la pandemia, derrota.
En lo internacional, sus acciones terminaron involucrándonos, aunque no seamos norteamericanos ni votemos como tales. Desde el momento en que decidió interna y externamente que «América estaba primero», todos quedamos advertidos, postergados, o ignorados y en segundo plano, ante la abierta utilización del poder de Estados Unidos, y la relación con él. Nadie se sintió cómodo cuando la puso en práctica, y obligó a los países, y a la población, a aceptarla o resistirla. En ningún caso, a compartirla. La falta de equilibrio se hizo evidente y forzó a buscar los contrapesos necesarios, para no ser descartados de la escena mundial, en particular, a las mayores potencias, y a quienes tradicionalmente, son antinorteamericanos.
Para los medios de comunicación, en todas partes, no hubo ningún día en que la figura de Trump no fuera noticia, o se redactaran todo tipo de artículos, opiniones o análisis sobre su personalidad, sus aciertos o fracasos, sus idas y venidas, cambios de idea, siempre impredecible dentro de su previsibilidad, narcisista e inestable. Nadie escapó a ello, y yo tampoco. Tuvimos la pretenciosa idea de que podríamos develarlo, conocerlo mejor, anticiparlo y hasta entender su accionar. No creo que siempre acertáramos. Y tal vez lo peor, nunca le importó.
Este personaje poco grato que dirigió por cuatro años a Norteamérica, y de manera indirecta, a tantos más en el mundo, nos guste o no, incorporó, definitivamente, las redes sociales a las herramientas políticas, y creó seguidores. Deja un país dividido, hasta los republicanos, polarizado, con millones de partidarios —imposible de no considerar— dispuestos a todo, siendo capaces de atentar contra los símbolos más respetados, como el Capitolio. Y a sus contrarios con una insistencia casi obsesiva, en destituirlo o apartarlo definitivamente de la escena política.
En lo exterior, los estirados y orgullosos jefes de Estado debieron resistir sus desplantes, empujones, presiones y efusiones, al ritmo de zalamerías, si coincidían, o de agresiones verbales si tenían ideas propias. Para nada anecdóticas, pues eran seguidas de decisiones gubernativas inmediatas y muchas veces, reactivas. Hizo todo lo posible por dirigir el mundo a punta de tuits, temibles y descarnados de toda formalidad. Tan directos como unos pocos caracteres lo permiten, saltándose toda mesura, y despreciando a la diplomacia tradicional, dedicada a explicar sus opiniones rotundas y limar agravios; una modalidad que impuso, con las consecuencias indeseadas correspondientes. Trump intuyó que estas redes también podían ser las nuevas armas para relacionarse mundialmente, crear noticia, y presionar por resultados, inclusive al más alto nivel; una nueva fórmula poco feliz, que más agrava que soluciona los problemas, y que sirve más para separar que acercar posiciones. El resultado está a la vista, tanto que la propia empresa de comunicaciones le canceló sus tuits, en un acto de censura inédito.
Es muy pronto para evaluar con seriedad toda su administración, por sobre las críticas de los demócratas, las fobias personales, como la de Nancy Pelosi y otros feroces enemigos que supo cultivar. Es difícil hacerlo sin caer en las caricaturas, o los fanatismos a favor o en contra que algunos analistas y periodistas utilizan. Posiblemente, la mejor manera de dimensionar su administración sea observar cuidadosamente la de su sucesor, Joe Biden, en cuánto modificará el tiempo de Trump, y cómo resolverá lo que tanto le criticó.
Al asumir, inspirado, ha insistido en la unidad interna, control de la pandemia, reactivación económica (que será comparada con Trump), solución migratoria sin muros, y responder a las protestas sociales. Deberá saber administrar el surgimiento de Kamala Harris, para que no lo opaque, o potenciarla. Regresa Estados Unidos al campo internacional, los organismos, la participación, el medio ambiente y la cooperación. Hace mucha falta. Ha prometido no imponer su supremacía, eso sí, sin renunciar a la seguridad interna y exterior; una vuelta inspirada en los objetivos demócratas y de Obama, actualizados, aunque igualmente, dentro de la burocracia capitalina.
Será muy importante ver si Biden logra contener el avance exponencial y las posiciones desafiantes y sin plazo de término de China y Rusia, sumados a Irán, Turquía, Corea del Norte, Cuba, Venezuela, Nicaragua, y tantas otras situaciones persistentes que Trump, pese a sus bravatas y retorsiones, no pudo controlar y que hoy amenazan el poderío y el modelo norteamericano. Sí.
Otra cosa es abordarlos desde la Casa Blanca, y los resultados están en manos del sucesor. Ojalá lo logre, ya que Estados Unidos lo necesita, si quiere seguir como primera potencia. Esperamos que acierte en lo que Trump no logró, ni tampoco pudo Obama, su inspirador más directo, luego de que las recetas impositivas de Trump han quedado sin continuidad. Hasta ahora, nada impide que procure regresar y se transforme en un duro censor de Biden. Si las nuevas mayorías republicanas prosiguen con el impeachment, u otros juicios, podrían aumentar la división que quieren resolver con sus llamamientos a la unidad.
No hay duda de que será un estilo diferente, más conciliador y acorde con el tradicional ritmo político norteamericano. ¿Bastará con esa vuelta a la normalidad, o con deshacer la era de Trump? Es muy posible, pero, en todo caso, casi con seguridad, la era Biden será bien acogida, aunque bastante menos noticiosa y, definitivamente, con pocos sobresaltos.