La toma del Capitolio el 6 enero de 2021 puede ser tomado como la fecha simbólica del fin de la hegemonía del liberalismo a nivel mundial. Nada quedará fuera: la esfera social, la política, la económica, la jurídica. Se trata del ocaso del orden surgido a finales de la Segunda Guerra mundial.

A partir de 1945 el mundo se repartió entre los bloques comunista y capitalista. El primero siguió con una política exterior bélica, de expansión territorial y control político absoluto. El segundo explotó como nadie la terciarización: guerras proxy, uso de mano de obra barata gracias a los migrantes, control político de otros países por golpes de estado realizados con el apoyo de élites locales, pero, sobre todo, control mundial por la vía económica. Esta última operaría a través de un capitalismo global y una estructura financiera también internacional capaz de asegurar el privilegio del dólar, y un gobierno económico funcionando por medio de mecanismos de préstamo y deuda.

Podríamos decir que la brutalidad que el comunismo ejerció para con su propia gente, el capitalismo global lo ejerció fuera de sus fronteras.

Dentro de sus fronteras el mundo liberal contuvo las formas más violentas de explotación. Puso en marcha políticas redistributivas que hicieron improbable el comunismo en su territorio por medio del estado de bienestar y ciertas ideas keynesianas que daban al Estado un papel activo en la economía. La esfera pública gozó de una aceptable libertad de prensa, sobre todo conforme la posibilidad del comunismo se disipaba. Se cumplió la exigencia más general de la democracia formal: existencia de varios partidos políticos, elecciones competidas y alternancia.

El segundo término de Trump en el gobierno estadounidense confirma que la toma del Capitolio no fue un accidente ni un hecho aislado. Más aún, el perdón presidencial otorgado a todos los involucrados no los absuelve frente a la ley, sino que los coloca por encima de ella. Pese a todo no hay sorpresas. La presidencia de Biden fue una breve pausa en el movimiento encabezado por Trump. Aunque en realidad el voto popular confirmó que Trump nunca dejó el poder.

image host Miembros y asociados de Oath Keepers dentro del Capitolio de EE. UU., el día 6 de enero de 2021

Hay dos hechos que no debemos olvidar. Primero, que llegó por votación masiva. Segundo, que, dicha votación lo trajo de vuelta después de que él mostrase, sin máscaras, quién era. No se puede hablar de engaño o de sorpresas. Si es verdad que en política los grandes hechos suceden primero como tragedia y luego como farsa, Trump prueba que también lo contrario sucede: un personaje de farsa, germinado en los medios de comunicación, anuncia ya grandes tragedias. Tampoco acabará todo al final de su periodo de cuatro años. Se adivina un cambio mundial a largo plazo con tintes claramente fascistas.

Mucho se habla de la posverdad, porque Trump y muchos otros políticos pueden contradecir las evidencias más evidentes sin costo alguno. Pero esto es impreciso. Él miente no para engañar, sino para demostrar su omnipotencia. Todos saben que miente, especialmente sus seguidores. Pero mentir es visto como un signo de poder. Mentir sin consecuencias muestra el poder político y subjetivo por encima del mundo objetivo. No se trata entonces de colocarse después, sino por encima de la verdad. El perdón otorgado a los presos involucrados en la toma del capitolio es análogo, porque muestra la superioridad del movimiento respecto a toda ley.

Trump se ha convertido en la cabeza más visible y poderosa de la nueva derecha mundial, pero el ascenso de esta última tiene una historia de décadas: desde Le Pen (padre e hija) hasta Orban en Hungría, AfD en Alemania o Vox en España. Dichos grupos tienen también larga data, pero su origen se debe más al fracaso interno del liberalismo, que al retorno o empoderamiento de grupos más rancios de la derecha. El liberalismo fracasó en su proyecto globalizador al crear nuevos e incontrolables cinturones de pobreza; fue responsable de Estados fallidos y de permitir el crecimiento de un crimen organizado a escala internacional.

Falló en su prometida redistribución de la riqueza, la supuesta ley económica del “trickle down”. Fracasó con su letanía de que los mercados se regularían solos, que los inversionistas aman la competencia y odian los monopolios, que la búsqueda de ganancia es sinónimo de mejoramiento de los productos, que las empresas no buscan la corrupción, etc.

Lo cierto es que toda concentración de poder económico se convierte en poder político. La prueba es el lobby en los congresos, pero sobre todo la conversión de los grandes magnates en políticos, como sucede con Elon Musk. El liberalismo entronizó a la ciencia y la técnica de una manera violenta, a través del control y la arrogancia.

En términos ecológicos el capitalismo liberal fracasó con la contaminación del planeta, el calentamiento global, la disminución de las reservas de agua potable, la basura, las extinciones masivas. Rodo ello es más que un “efecto secundario”, incluso una anormalidad en el buen curso del modo de producción mundial.

No hay estrategia de “sustentabilidad”, sea el capitalismo verde o los tibios acuerdos de Kyoto y Paris, para enfrentar un modo destructivo de producir. Socialmente el liberalismo habló de universalidad, de igualdad de derechos, de libertad y de justicia, pero la política de Occidente hacia dentro de sus territorios se oponía diametralmente a lo que hacía más allá de sus fronteras.

Incluso hacia dentro el mundo liberal se dijo abierto a culturas y religiones, pero en su territorio no pasó de guetos, es decir de islas identitarias, lo que quiso llamar multiculturalismo, donde la frágil convivencia se desmoronaba porque ésta pedía que cada quien habitara su identidad de manera cerrada, exclusiva y egocéntrica. Era un universalismo segregacionista, si se acepta el oxímoron. Culturalmente, el posmodernismo minó la importancia de la verdad, el universalismo inclusivo y la esperanza en un orden positivo justo y comunitario.

Podemos decir que la crisis del liberalismo estalló cuando la periferia rompió su barrera. Los migrantes empobrecidos de América Latina, que sostenían desde lejos el poder político y económico de EE. UU. en la región, penetraron la frontera. Lo mismo sucedió en Europa. Las hordas de migrantes no fueron sino el resultado del colonialismo y de las guerras libradas por la potencias fuera de su territorio. Era el retorno de los reprimidos.

La contaminación venía del aire envenenado por las naciones que se decían posindustriales, pero que sólo habían llevado las fábricas a otros países. Hace unos 15 años empezaba a visualizarse que el llamado tercer mundo no constituía el pasado remoto del primer mundo, sino su futuro. Hoy es obvio: las imágenes de drogadicción, desempleo, gente sin techo, inundaciones, incendios, violencia política, gobernantes autoritarios, etc. que constituían el día a día de los países pobres, son hoy el presente de EE. UU. La renovación que se abandera es indistinguible del retroceso en materia social.

Hablemos de primitivismo. La nueva derecha habla de la amenaza que otras religiones y culturas suponen para los valores occidentales. Pero esta derecha no posee un discurso articulado, no se diga ya una idea de occidente. Trump llama la atención por sus limitaciones discursivas, por lo elemental de sus palabras y sus ocurrencias. No se trata de que sea tonto o no, sino de que las palabras que circulan su movimiento constituyen una simplificación radical de todos los asuntos. Se dice que Trump le habla a la gente, que alude a sus problemas. En realidad, solamente habla un lenguaje sencillo, sin abordar realmente ningún problema. Le habla a la gente, pero no de sus problemas, sino de fantasías y sentimientos. De ahí que no sea necesario andar por el espinoso camino de los números y las evidencias.

El triunfo de la derecha en el planeta no es accidental. El liberalismo y la izquierda le allanaron el camino. La trivialización de la economía se puede leer en el modo en que “argumenta” el uso de aranceles por parte de Trump: hacer a América rica. Es una respuesta esperable al discurso tecnócrata, para quienes la disciplina se presentaba como rigurosamente científica, matemática y para pocos iniciados.

No es sólo que al ciudadano le importe más su bolsillo que los indicadores macroeconómicos y los riesgos de recesión. Es que los tecnócratas ocultaron sus fracasos evidentes detrás del cientificismo, diciendo que nadie entendía. Se protegieron de las críticas de sociólogos y economistas afirmando que la suya no era una ciencia humana o social, sino prácticamente una física de la sociedad. Perdieron toda legitimidad. Lo cierto es que ni siquiera ellos entendían.

Recordemos la gran crisis del 2008, la recesión de 2009 y las confesiones de Alan Greenspan, expresidente de la Fed, de haberse equivocado gravemente y de estar realmente sorprendido por los sucesos. La misma sorpresa se declaró con cada burbuja: inmobiliaria, dot com o la venta de deuda (el caso de las cuentas subprime).

La nueva derecha, lejos de enfrentar los problemas económicos en toda su complejidad, se retrae a la culpabilización clásica de los fascistas: son los extranjeros.

Lo cierto es que ésta, lejos de enfrentar los problemas de monopolio, concentración de la riqueza y conquista del poder político por parte del poder económico, lo profundiza. Los nuevos amos del mundo, surgidos de Silicon Valley, gobernarán EE. UU. incluso más que los republicanos. Los tres grandes oligarcas fueron invitados a la coronación del emperador: Musk, Zuckerberg y Bezos. Los tres reyes magos adoraron al profeta de la nueva autocracia. Para ellos, todas las prerrogativas. Pagarán incluso menos impuestos. Se impondrán, en cambio, aranceles a mercancías importadas.

¿Pero quién pagará por ellas? No las naciones exportadoras ni las empresas extranjeras, sino los consumidores norteamericanos. Al mismo tiempo, se anuncia una explotación más intensa de gas y petróleo, así como la reconstrucción de la industria automotriz. Eso significa que EE. UU., en contra de su trayectoria en el siglo XX, (re)industrializará el país y (re)proletarizará a su población. Si en verdad son deportados los trabajadores ilegales para dar empleo a los norteamericanos, estos deberán tomar no sólo los trabajos vacantes (limpieza, cocina, cuidados), sino también sus salarios.

Todo esto responde a un retorno del Estado, pero no en sus funciones sociales. Éste se fortalecerá autoritariamente para comenzar una nueva acumulación nacional con ayuda de oligarcas. Estas decisiones no implicarán ninguna redistribución: no habrá estado de bienestar, ni reforma en el sector salud para aumentar su cobertura, ni elevación de impuestos a los más ricos, ni inversión extranjera (la cual se castiga con aranceles) con la cual pueda contratarse a la masa desempleada. Habrá pobreza y desempleo, pero este ejército tomará cualquier salario y cualquier empleo en las nuevas fábricas. Nada de esto se puede lograr sin un gobierno fuerte, autoritario y dispuesto a reprimir. De ahí también la alabanza a las armas, la violencia y los poderes excepcionales por encima de la ley.

El lenguaje es sencillo: fuera los extranjeros, tomemos sus empleos; fuera los productos extranjeros, produzcamos todo nosotros y seamos autosuficientes; abajo los empresarios extranjeros, cobrémosles mucho dinero para hacernos ricos. Esta sencillez se extiende: todos los males culturales se deben a los liberales, que son debiluchos, woke, temerosos de las armas, con mujeres insolentes y que nos asedian con ocurrencias sexuales y de género; o a los extranjeros, que son violentos, criminales, con dioses falsos, que destruyen la cultura y los valores Occidentales.
Económicamente la derecha se divide entre ultra proteccionismo y ultraliberalismo, pero la fuente es la misma. Se dice que los liberales o bien fueron demasiado lejos con la desregulación y la globalización, o bien, que fueron demasiado tibios en ello. En realidad, se realizarán las dos cosas: cierta derecha tomará la estafeta neoliberal en materia económica, pero será conservadora socialmente; la otra, será conservadora en materia económica y cultural al mismo tiempo.

No se trata de dos caminos opuestos, sino complementarios. La lucha entre sistemas económicos (capitalismo vs comunismo) o políticos (liberalismo vs autocracias) tan sonado durante la Guerra Fría, en realidad desapareció con ésta. China combinó la acumulación de capital privado con control estatal; el autoritarismo político con el libre mercado, aprovechando la enorme cantidad de mano de obra subutilizada (o mal utilizada) de la China de Mao, la inversión extranjera y el control absoluto del partido comunista.

EE. UU. volvió tímidamente con Obama a ciertas políticas del estado de bienestar, como el Medicare. Biden volvió a cierto keynesianismo alentando la economía desde el Estado. Pero ya desde la crisis económica del 2008 el Estado se había convertido en el principal actor económico al salvar a grandes empresas financieras con dinero público, un acto claro de “comunismo”. El papel del Estado en la economía no define ya ni comunismo ni capitalismo. Incluso se puede decir que la Guerra Fría fue la lucha entre un capitalismo de Estado y un capitalismo de actores privados. Lo que cambia hoy es el papel y la relación entre Estado, mercado y sociedad.

Ya tras 1989 dejó de haber una guerra entre modelos económicos y políticos. Lo que privó fue más bien la mezcla pragmática de ellos. No sólo los Estados se sirvieron estratégicamente de medidas de apertura y de clausura (o control y desregulación) de manera estratégica, sino que el orden mundial se sostuvo no a pesar, sino gracias a la diversidad de regímenes.

Las ideas de que control estatal del mercado equivale a comunismo y mercado a capitalismo es o un error o una mentira flagrante.

La derecha liberal estilo Milei no tiene empacho en convertirse en un Estado autoritario en materia social y cultural, mientras pregona una supuesta libertad de derechos propia del liberalismo. El liberalismo no se opuso a la derecha. Siempre la usó de manera estratégica. En la República de Weimar los liberales se aliaron con los conservadores contra los comunistas, pavimentándole el camino a Hitler.

Hoy los magnates del mundo, que crecieron al amparo del neoliberalismo, obtienen beneficios con la economía nacionalista. La tesis de que democracia y capitalismo eran inseparables ha terminado.

El orden mundial de las últimas tres décadas no opuso regímenes, sino que los articuló. Una mercancía requería las materias primas de algún país africano, la producción de componentes en China, la mano de obra calificada, pero barata, de América Latina y los mercados europeo y estadounidense para el consumo. La producción de una sola mercancía requería regímenes políticos antagónicos, marcos legales diversos y hasta excluyentes, estado de derecho en un momento y señores de la guerra en otro.

Así se fue ensamblando el orden mundial a partir de la división internacional de regímenes políticos y legales.

China era señalada como régimen autoritario por Occidente, mientras la utilizaba como su gran maquiladora. La derecha neoliberal y la derecha proteccionista cooperarán bien. Quizá incluso les sirva conservar algo del antiguo régimen liberal.

China y Rusia fueron los grandes enemigos declarados de EE. UU. Declarados, pero no absolutos. Gorbachov acordó con Occidente la liberalización a través de la Perestroika. Los gobiernos siguientes, incluido Putin, fueron extendiendo el mercado ruso hasta asegurar el suministro de gas a Europa, especialmente a Alemania, que con Merkel desmantelaría las plantas de energía atómica. China compró deuda norteamericana y se convirtió en su planta productora. El discurso anti-Rusia se avivó a partir de la guerra contra Ucrania.

Pero las declaraciones de Trump contra la OTAN, una estructura militar creada sólo para defenderse militarmente de la expansión comunista y luego rusa, dejan en claro que éste simpatiza con Putin. Trump amenazó a China con la imposición de aranceles. Pero hasta ahora dicha amenaza parece lejos de cumplirse, al menos con la radicalidad anunciada. Sorprende, en cambio, la avanzada contra sus dos socios comerciales más importantes, México y Canadá.

¿Por qué dispararse en el pie? ¿Por qué promover una guerra comercial que claramente le traerá costos económicos? ¿Por qué tratar mal a sus aliados europeos? Porque esos gobiernos son todavía, pese a todo, liberales, pese a las profundas crisis. Trump empuja las últimas piezas para que el liberalismo termine por caer en el mundo. En cambio, aplaude a figuras como Orbán, Kim Yong Un, Putin, Xi Jinping. La estrategia parece ser: separarse definitivamente de los aliados liberales y alinearse, poco a poco, con regímenes autoritarios.

Si es verdad que el liberalismo produjo indirectamente el ascenso de la derecha en el mundo, también la izquierda tiene su parte al no haber ofrecido alternativas. Esta se consumió o en la defensa desesperanzada de un “verdadero comunismo” o en un distanciamiento de éste que la llevó a confundirse con el liberalismo. El comunismo terminó por deligitmarse a ojos de Occidente, tanto para los liberales, como para la izquierda. Lo que le siguió fue el posmodernismo, una extraña alianza entre los refugiados intelectuales del comunismo y el ala autocrítica del liberalismo, puesto al servicio de la crítica al fascismo.

Pero no del capitalismo. O del capitalismo como experiencia cultural del consumidor, no como orden mundial. El descubrimiento de la microfísica del poder, es decir, de los modos en que el poder se ejerce en la escala micro (familia, sexualidad, la escuela), es decir, la esfera “ideológica”. Pero se perdió todo interés por enlazar la macrofísica (Estado, nación, producción, trabajo) con la microfísica (la sexualidad, el género, el lenguaje).

El posmodernismo desarrolló, sin duda, su propia autocrítica: neo o posmarxistas, post y decoloniales se levantaron contra el primero, pero a partir de sus propias premisas. Todo giraba en torno a la culpabilización de Occidente en todos los males del mundo y la confianza ingenua en que su exterior, es decir, sus víctimas, proveerían una nueva y potente verdad si bebían del pozo de su tradición impoluta. Este largo mea culpa, sin embargo, no le dejó concentrarse en una crítica constructiva de la sociedad y sus recursos comunitarios, no sólo locales, sino también globales: Estado, derecho, partido, los cuales, satanizados como instrumentos del totalitarismo, fueron despreciados sin matices.

Quizá el punto más doloroso en el que izquierda y liberalismo coincidieron es en el desprecio por el pensar público, accesible y razonable. La rebuscada pedantería posmoderna y la impenetrabilidad del cientificismo liberal dejaron a las mayorías fuera de los debates. Al mismo tiempo, los discursos de reivindicación se convirtieron en un mea culpa de Occidente y el móvil, fue más la culpa y su deseo de expiación que la aspiración de justicia.

Se hacía del “otro” fetiche de la redención Occidental, mientras al mismo tiempo, se le enviaba lejos, a una gran distancia, donde no hubiese nunca mezcla. El otro debía quedarse otro, a la distancia. A la víctima se le entronizaba sin escucharla realmente, perdonándole sus propias violencias hacia otros otros. Mientras tanto, se olvidaba que el históricamente privilegiado: hombre, blanco, occidental, también se hundía social y económicamente. ¿Cómo resistir este doble ataque: culturalmente por su culpa, materialmente sufriendo precarización?

Mientras tanto, la víctima era instrumentalizada, pero igualmente se le aislaba o se le perdonaban sus propios abusos en otro contexto. La periferia tampoco era incorporada justamente en el sistema mundial: se le otorgaba el derecho a su verdad privada, es decir, a sus “usos y costumbres” como una concesión a su exotismo, pero no se le incorporaba política ni económicamente. Todo era concesión o idealización de lo exótico. El precariado mundial incluía a los antiguos amos. La derecha los escuchó y les endulzó el oído. Al menos los escuchó, mientras lo liberales los golpeaban económicamente y la izquierda los castigaba en el terreno de la cultura. En el fondo ninguno de ellos creía en la universalidad, ni en la producción de un orden político inclusivo y que arriesgara todas las fronteras culturales, lingüísticas, genéricas y de raza. La izquierda habló de transgresión, de resistencia y exterioridad.

Pero el mundo capitalista sabía de la transgresión en los mercados, de la resistencia a la ley por medio de la corrupción y de la exterioridad como producción y descubrimiento de mercados nuevos. El reto de la izquierda es entonces doble: de ajuste con su propia historia y de posicionamiento en el presente. Hoy, la derecha crea una gran fantasía para los excluidos más recientes. Pero no promete justicia ni universalismo, sino venganza.