A Cecilia Pérez, historiadora uruguaya.
A Lucy Garrido, frenteamplista y feminista uruguaya.

Lo más conocido de José (Pepe) Mujica fuera del Uruguay es que fue presidente de su país entre 2010 y 2015 y, también que, antes, durante los años que duró la dictadura uruguaya, sufrió un régimen de aislamiento total en las mazmorras del ejército.

Trece años estuvo preso “El Pepe”, entre 1973 y 1985, sin que le fuera permitido hablar con nadie, pasando hambre, mugriento, apaleado y avasallado bajo torturas físicas y psicológicas.
Un trato cruel y degradante que bien narra la película La noche de doce años, del director uruguayo Álvaro Brechner. Véanla si todavía no lo han hecho.

Pepe Mujica pertenecía a la guerrilla tupamara (Movimiento de Liberación Nacional MLN-Tupamaros) y hay que decir, en honor a la verdad, que “los tupas” no eran precisamente unos angelitos.

Líber Seregni, líder del Frente Amplio, a quien también encarcelaron los militares durante más de ocho años a pesar de su grado de general, dijo en una ocasión:

Me reprocho no haber condenado con la suficiente energía los desbordes del MLN, que eran una violación a los derechos humanos.

Ni que decir que las cuestionables acciones de los tupas de ninguna manera justifican el terrorismo de Estado, el peor de los terrorismos, emprendido por las FF. AA. uruguayas.

“El Pepe” es también conocido por su austeridad. Alguien lo bautizó como “el presidente más pobre del mundo”.

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Torre Ejecutiva, sede de la Presidencia uruguaya.

Durante su mandato donaba el 90% del salario para la construcción de vivienda social y otros fines altruistas; y se sabe también que no quiso trasladarse a la residencia oficial de la que disponen los mandatarios de la República y que permaneció en su “chacra” de siempre.

Y una noticia triste, también viral: Mujica desveló que, cuando está a punto de cumplir 90 años, sufre un cáncer avanzado y ha decidido no someterse a más tratamientos.

Fuera del Uruguay, un hecho menos conocido es que Mujica se ha mostrado partidario, en varias ocasiones, de aplicar medidas compasivas hacia los militares golpistas presos, los mismos que durante la dictadura mandaron arrestar a unas cinco mil personas -en un país de tres millones-, provocaron la desaparición de casi doscientas, lanzaron al exilio a 380 mil y, en fin, condenaron al ostracismo total al propio Mujica y a otros de sus camaradas.

Aun así, “el Pepe” se ha pronunciado a favor de que los militares condenados por “homicidios agravados” -los cuales cumplen penas en la prisión “Domingo Arena”, construida especialmente para alojarlos con comodidades- pudieran, a partir de cierta edad, sustituir la cárcel por arresto domiciliario.

Esa posibilidad, “casa por cárcel”, es contemplada por la legislación uruguaya y ha sido aplicada a otros reos, incluso militares; pero excluye a los condenados por delitos graves contra los derechos humanos.

Merece la pena un pequeño rodeo para recordar que la dictadura uruguaya comenzó con Juan María Bordaberry, quien, siendo presidente constitucional, disolvió las cámaras legislativas en junio de 1973 y se mantuvo como dictador hasta 1976 con el apoyo de las FF. AA.

La lucha contra las guerrillas y la represión hacia los movimientos sociales y sindicales había comenzado años atrás bajo la presidencia de Pacheco Areco, y Bordaberry la continuó.

En 1972 las FF. AA. anunciaron la derrota de las guerrillas, por lo que quedó claro que el objetivo del golpe de 1973 no era luchar contra éstas sino aplicar, en convivencia con lo más rancio de la clase empresarial, un programa de ajuste económico radical que terminase con las conquistas sociales de las décadas anteriores, con el Estado social que se había ido conformando desde comienzos del siglo XX y también, claro, con la resistencia popular a tales propósitos.

Así que, antes de que se declarase “formalmente” la dictadura en 1973, Pepe Mujica ya había sido apresado, encarcelado, torturado e incomunicado.

Durante sus años de reclusión, un “Consejo de la Nación” regido por la “Junta de Oficiales Generales de las tres Armas”, designaba al presidente de la República, entre otros altos cargos. Así ocuparon la presidencia Aparicio Méndez primero, y el general Gregorio Álvarez después.

Cuando en 1985 llega la democracia, los presos políticos, Mujica entre ellos, son liberados. Sin embargo, en los tres primeros quinquenios democráticos, bajo los gobiernos conservadores de Sanguinetti y Lacalle, no se investigarán los crímenes perpetrados por la dictadura.

El férreo “pacto de silencio” suscrito por los militares impedía conocer sus fechorías y ocultaba los lugares donde se encontraban los cuerpos de las víctimas. Por si fuera poco, en 1986 se aprobó la “Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado” -¡Sí, con ese nombre!-, una amnistía para los involucrados en el terrorismo de Estado.

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Museo de la Memoria en Montevideo, Uruguay.

La izquierda interpuso recursos de inconstitucionalidad, pero la Corte Suprema estableció que se ajustaba a la Carta Magna. Y más tarde, cuando se convocó un referéndum para decidir si esa Ley era derogada o no, la ciudadanía la ratificó. Hubo que esperar a la primera Presidencia de Tabaré Vázquez (2005-2010) para que la Justicia mandase a prisión al dictador Gregorio Álvarez y a algún militar más.

Y en 2021, con Mujica como mandatario, los jueces condenaron a siete militares por las detenciones registradas en un centro de torturas clandestino que la dictadura mantenía en un predio militar.

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Memorial en recordación de los detenidos - desaparecidos durante la dictadura uruguaya (1973-1985) Foto: Manuel de la Iglesia Caruncho.

Volvamos al Pepe. Después de sufrir durante tantos años la incomunicación en las mazmorras militares, lejos de clamar por la venganza, defendió la clemencia:

No quiero tener viejos presos de 75, 80 años. Pero no sólo militares, ningún preso de esa edad. No peleé para tener ancianos presos.

Así propugnaba la posibilidad de extender la “casa por cárcel’ también a los militares condenados por hechos graves. Y la polémica que generó en su día sobre el trato a esos “milicos” ha resurgido ahora, después de que Guido Manini, quien fuera jefe de las FF. AA. en la etapa democrática, y es líder del partido “Cabildo Abierto”, pidiese hace escasos meses el apoyo a Mujica para conceder ese beneficio a los militares encarcelados.

Una medida tal tendría que decidirse en el Parlamento y no sería fácil que prosperase. La izquierda llegaría dividida, con una parte que la apoyaría por razones humanitarias y otra, tal vez más amplia, que considera que los militares torturadores no merecen un perdón semejante; no, mientras no demuestren algún tipo de arrepentimiento.

Esa izquierda opina que los milicos condenados “no son unos pobres viejitos” y que para mostrar esa magnanimidad hacia ellos deberían confesar, al menos, donde están los cuerpos de las personas desaparecidas. Los condenados torturaron, robaron niños, asesinaron... Otorgar medidas de gracia, para esa izquierda, está fuera de lugar.

Y tampoco en la calle parece haber un ambiente favorable a la prisión domiciliaria si se atiende a la manifestación multitudinaria que todos los 20 de mayo recorre Montevideo. Conocida como la “Marcha del Silencio”, clama precisamente por conocer el paradero de las víctimas.

Entonces, ¿cuál debería de ser la conclusión? ¿Deberían pudrirse en prisión los milicos torturadores que no muestren arrepentimiento ni confiesen sus crímenes?; ¿o deberían tener la posibilidad, con la edad, de cumplir las penas restantes en sus casas?

No es un tema menor, aunque afecte nada más que a un pequeño puñado de personas; al contrario, tiene gran trascendencia pues guarda relación con cómo quiere ser una sociedad, cómo quiere ir construyéndose a sí misma: vengativa y “justiciera” con quienes han cometido crímenes, execrables o no; o clemente y generosa, siempre sin dejar de cumplir con lo que dicta la Ley, pero mostrando su superioridad moral respecto a los criminales.

Fantaseemos un momento, lector, lectora, con que el nuevo presidente del Uruguay, Yatmandú Orsi, del Movimiento de Participación Popular (MPP) -el mismo que el de Mujica-, envía al Parlamento un proyecto de ley que permite a los jueces conceder la prisión domiciliaria a todos los condenados a partir de cierta edad. Y fantasee con que usted es un diputado o senador uruguayo. ¿Qué votaría?

Seguro que, por un lado, usted considera que el terrorismo de Estado no puede volver a repetirse nunca jamás, que los milicos golpistas deben saber que la Ley caerá con todo su peso sobre ellos y que cumplirán íntegramente sus penas.

En la cárcel, por supuesto. Pero, por otro lado, usted considera también que, si se aprueba la “casa por cárcel”, esos milicos detestables, aunque en sus domicilios, seguirían privados de libertad, por lo que la Ley no quedaría burlada.

Y seguro que considera que usted no es como ellos, ni quiere serlo, ni parecerse en nada y que, mientras ellos se criaron en el odio, usted desea superar ese sentimiento tan negativo.

Además, a usted no le disgustaría parecerse un poco a seres de espíritu elevado capaces de mostrar compasión y generosidad hasta con quienes no la merecen; especialmente con quienes no la merecen.

Seres que se han preguntado si un individuo, o una sociedad entera, pueden vivir en paz y armonía si no dejan atrás los deseos de venganza y otras actitudes igual de negativas. Seres como Nelson Mandela, el arzobispo Desmond Tutu o el propio Pepe Mujica.

¡Todo un dilema! ¡Ah!, y no vale abstenerse. Puestos a fantasear, durante la votación no estará permitido ausentarse del hemiciclo. Ojalá su voto sirva para sacar nuestra mejor versión como seres humanos.

Notas

El 1º de marzo pasado tomó posesión Yatmandú Orsi como presidente de Uruguay, el mismo día en que se cumplían 40 años de la conquista de la democracia. Felicitaciones, con los mejores deseos, al pueblo uruguayo y a Orsi).
En 2015, el autor de este texto tuvo la suerte, junto a un reducido grupo de personas, de visitar a Pepe Mujica en su casa. Años más tarde escribió, junto a Aldo García: “Pepe Mujica, el veterano militante, reflexiona en su jardín”.