La semana pasada, una chava me agendó una cita para el viernes. Seguro me encontró en Instagram, porque cuando le pregunté que si venía por recomendación, me dejó en visto. Hay gente así. Me acuerdo bien porque, cuando volví a ver la conversación en WhatsApp, se fue la luz en el estudio. Supuse que el transformador se había tronado, porque escuché un golpe fuerte en la calle. De plano tuve que cerrar: ya era tarde y, como en esta época del año anochece pronto, no quise quedarme sola con el local oscuro.
Mi novio y yo rentamos el espacio y compartimos las citas a la mitad. Compramos las máquinas entre los dos y nos dedicamos de lunes a sábado a tatuar gente. Él dibuja mucho mejor que yo, pero a mí me piden más citas porque él es francamente insoportable. Nomás lo aguanto yo. Luego la gente se impresiona de que tiene todos los brazos tatuados y, como es muy blanco, el contraste es más duro. Tiene los ojos casi blancos por lo claritos que son y, aunque le da vergüenza admitirlo, se pinta el pelo un tono más abajo de como realmente lo tiene. Yo, al revés: solo tengo una perforación en la nariz, el pelo más corto que él, e intento ser amable. Sí, intento. Para los clientes que vienen por primera vez, eso es menos impresionante que un cabrón de dos metros, lánguido, jetón y ojeroso que los recibe con una aguja entre las manos.
Ese día, Julián estaba fuera de la ciudad porque fue a visitar a sus papás a Guadalajara. Me salí del local sin apagar nada, porque de todas formas no había corriente, y agarré el Metrobús hasta la estación enfrente del edificio en donde vivimos. Al cerrar la puerta del departamento, decidí no pensar más en que tal vez había dejado la puerta del estudio sin el cerrojo puesto.
Cuando me largué de la casa de mis papás, ya había dejado la carrera en arquitectura que me estaban pagando. Nunca me acomodé. Así que agarré mis cosas y renté un cuarto minúsculo por mi cuenta. Empecé a subir mis diseños a redes sociales y, de pronto, los que fueron mis compañeros en la carrera se animaron a que les hiciera sus primeros tatuajes. Me costó trabajo, pero, un año después, ya tenía mi propio espacio con una lista de espera casi llena, semana tras semana. De algo sirvieron tantas pinches planas a mano alzada.
La chava que agendó para el viernes quería la cita a las tres. Le dije que si no podía un poquito antes, porque la ciudad se hace un desmadre a la hora de la comida. Más cuando es quincena. Solo me escribió:
—No.
Ahora yo la dejé en visto. No hablamos hasta ese día, cuando le abrí la puerta del estudio. Llegó puntual, justo a las tres. Se pasó sin saludar y se sentó en la sala de espera. Era ligeramente más chaparra que yo, bien flaquita, con los ojitos saltones y un par de labios descarnados. Traía los lentes despostillados y un golpe fuerte en un costado del ojo derecho.
Sentí frío. Le dije:
—No hay nadie, pásate.
Asintió brevemente con la cabeza y me siguió hasta el cuarto donde tengo el equipo.
Antes de que le dijera nada, se puso gel antibacterial en las manos y se sentó en la silla reclinable. Tragó saliva y se llevó la mano al interior de una gabardina café clarito, desgastada por el uso. De una de las bolsas, extrajo un milagrito de una mujer entre llamas, mirando al cielo como pidiendo clemencia.
—Quiero esto.
Tomé la imagen y me di cuenta de que la tinta estaba ya gastada, como si la agarrara mucho. Me le quedé viendo unos segundos y la volteé para ver si tenía algún tipo de oración en el reverso. Las palabras estaban desdibujadas.
—Órale pues. ¿De qué tamaño?
Se levantó la manga y señaló con el índice todo el antebrazo izquierdo. Luego me extendió la mano para que le devolviera la imagen. Antes de dársela, le tomé una foto con mi celular, para tenerlo como referencia.
—Tengo que ensayar el trazo varias veces antes. No creo tenértelo hasta dentro de dos semanas.
—No importa.
—Pásame tu correo para que pueda mandarte el diseño cuando esté listo. Si no te gusta, puedo hacer hasta dos cambios. El tercero lo cobro.
Me llamó la atención que no parpadeaba detrás de sus lentes, que parecían traídos de los 80 por lo grandes que estaban. Solo entonces me di cuenta de que tenía las venitas de los ojos exaltadas. Seguro le entraba recio a las drogas.
—No creo necesitar cambios.
Y me arrebató el milagrito. Luego añadió:
—Regreso dentro de quince días. ¿Cuánto es?
Le dije que mil quinientos pesos. Ni siquiera me regateó. Sacó un sobre con un fajo modesto de billetes y me pagó completo, con tres billetes de quinientos. Luego, volvió a guardar su imagen en la gabardina junto con el sobre de papel. Se limpió las manos con gel nuevamente, se levantó y salió del estudio sin decirme nada. Pinche vieja rara.
Julián regresó a medio día. Me marcó justo cuando estaba atendiendo a alguien y no le contesté. Fue mi último cliente del día, así que decidí darme la tarde. Salí del local temprano, como a eso de las cuatro, y ahora sí me aseguré de cerrar todo con seguro. Fue entonces que le devolví la llamada. Me dijo que lo esperara ahí mismo, para que fuéramos por algo de comer. Llegó quince minutos después, fumando, con una playera nueva que le había dado su mamá.
Me dijo que pasáramos por esquites a Santo Domingo. De camino para allá, le conté de la mujer que había llegado al estudio: del golpe en el rostro, de los lentes ochenteros rotos, de la gabardina gastada, del milagrito venido a menos. Se cagó de risa y me dijo que si no prefería que él la atendiera:
—Ya trae mala vibra contigo.
Luego me pidió que le enseñara el milagrito. Cuando saqué el celular, me di cuenta de que la foto había salido movida. Puta madre.
Llevamos los esquites a la casa y me quedé dormida después de comer. Julián me despertó dos horas más tarde y me dijo que tenía que enseñarme algo. El departamento es chiquito, pero tenemos un escritorio en la sala que está bueno para dibujar. Sobre la mesa, dejó un dibujo, que hizo en tinta sobre papel algodón, de una mujer desnuda envuelta en llamas. Me sorprendió que lo hiciera de pura memoria:
—Está chingonsísimo.
—Déjame hacerlo yo, ándale. Le traigo muchas ganas a este.
No hubo forma de negarle el gusto. Esa noche, soñé con la misma mujer desnuda en medio de nuestro departamento, completamente incendiado. Solo me miraba. Me desperté a la mañana siguiente, con la almohada empapada en sudor y el corazón corriendo. En ese momento, le escribí a la chava diciéndole que ya tenía su diseño listo y que la podría atender hoy mismo.
Me contestó tres minutos después:
—Llego a las tres.
Visto.
Julián se obsesionó. Además de la versión en tinta, hizo otras cuatro sobre papel bond con lápiz. Era la primera vez que lo veía así de emocionado en mucho tiempo. Nos fuimos juntos al estudio y, cuando llegó la chava, él mismo la recibió y le dijo que la iba a atender. Cerró la puerta detrás de sí y no salió de ahí en tres horas. Al terminar, la mujer emergió con la cara pálida. Tenía el brazo descubierto, completamente rojo por el trabajo recién hecho. Me di cuenta de que le lloraban los ojos.
Se acercó a donde yo estaba y me clavó la mirada encima. Cuando me volví a verla, susurró:
—Gracias.
Luego se fue. A lo lejos, escuché la sirena de una ambulancia acercándose. Me llegó un olor a tinta muy fuerte y me di cuenta de que Julián seguía ahí dentro. Lo encontré sentado con los codos apoyados sobre las rodillas. Le pregunté que si estaba bien. Se volvió a verme y me enseñó el milagrito. Le temblaban las manos:
—Cuando terminé de trabajar, me dijo que la mujer de la imagen le hablaba a veces; que le había hablado de ti. Me dijo tu cumpleaños y cuántos años tienes; en qué estación de Metrobús te bajas, en dónde vivimos y cuánto tiempo llevamos juntos… que todo se lo dijo ella.
Ahora fui yo la que me reí. Seguro vio todo eso en mis redes sociales. Antes de regresar a casa, Julián me pidió que mejor nos fuéramos en taxi.
—La chava me dijo que no es buen día para estar en lugares con mucha gente.
—Ay, Julián, no mames.
Cuando salimos del local, había dos patrullas en la calle y una ambulancia. Nomás alcancé a ver un par de piernas sobre el pavimento, atravesadas al pie de la estación. No alcancé a ver el rostro.