Desde niño he sentido curiosidad por ese asunto de la muerte, aunque a esa edad uno no es capaz de imaginar su verdadero significado. Yo la recuerdo como algo solemne, quizás por la evocación de mis primeras experiencias con ella.
Nuestro primer encuentro fue la vez que me fueron a buscar temprano al colegio porque había fallecido una tía abuela que vivía en mi casa. Presentí un acontecimiento muy importante porque en ese momento comenzó lo que parecía un rito revestido de solemnidad: la forma como mi padre me dio la noticia en la oficina de la dirección, a donde me habían llevado abruptamente; mi temprana retirada del colegio —acontecimiento muy poco común para ese entonces— a ritmo de procesión hasta alcanzar la salida donde se encontraba el vehículo; mi padre con su brazo sobre mi hombro, mientras todos nos miraban con gesto adusto. Yo me sentí muy importante.
Después vino el velatorio en la amplia sala de la casona. A mí no me dejaron ver a la tía ni me permitieron que bajara a la sala, pero me las ingenié para observar todo, agazapado, a través de los barrotes de madera que servían de protección al alto de las escaleras. Desde allí observé el desfile de deudos, las lamentaciones, las velas, las coronas, el ataúd con su puertita abierta donde todos se asomaban con el rostro acontecido hasta que alguien la cerró, provocando una subida de intensidad en los llantos y gemidos de dolor. Hasta hubo una misa, de cuerpo presente la llamaron, en el mismo sitio donde siempre jugábamos, veíamos películas y eran recibidas las visitas.
Después del funeral se la llevaron, la casa quedó en un silencio que era distinto a los silencios habituales y durante los días que siguieron todos hablaban bajito y nunca más volvimos a ver a la tía. Con el tiempo, todo volvió a la normalidad y me pareció que se olvidaron de ella, pero la experiencia me dejó marcado. A lo mejor la tía no era tan importante después de todo, se me ocurrió pensar.
Algún tiempo después, me enteré de la muerte de un amigo de la familia en un accidente ocurrido en la autopista que lleva a la costa. Me dijeron que el vehículo donde viajaba había perdido el control y se fue contra el cerro, donde se encaramó en una lomita para luego volver a la autopista y ser embestido por un camión. A ese velorio no me llevaron. Por supuesto que nunca más vi a nuestro amigo; desde entonces, incluso después de más de medio siglo, cada vez que recorro esa autopista intento avistar la lomita del cuento. Nunca he visto nada que coincida con la descripción, por lo cual conservo dudas acerca de los hechos reales.
Así pasaron otras partidas de familiares cercanos y personas conocidas. Lo más notorio para mí era que nunca volvíamos a verlos. La primera vez que me llevaron a dar un pésame, ya algo crecidito, fue cuando a un primo lejano, pero muy cercano, lo mató un policía por equivocación. Esa muerte fue la primera que me produjo un sentimiento de pesar porque yo iba todos los años a su casa de vacaciones, nos quedábamos varios días haciendo travesuras con muy poca supervisión. No me llevaron al velatorio, pero sí, unos días después, a darle el pésame a su mamá, una mujer maravillosa, alegre, juguetona, con un cabello amarillo largo y una sonrisa a flor de piel. A mí me aconsejaron que le dijera unas palabras de pesar, pero cuando la vi me quedé mudo. Esa mujer no era ella, la habían cambiado. Esta era una anciana como del doble de la edad de la que yo recordaba, con el cabello corto, blanco, blanquísimo como su semblante y una mueca de dolor, de tristeza, clavada en el sitio donde debía estar la sonrisa. Quedé muy confundido y más nunca volví a ver a mi primo ni supe de su mamá, hasta unos años después que me dijeron que se había muerto de tristeza. En ese momento, ya en mi juventud, comprendí que aquella mujer que vi aquel día sí era ella y me dio mucho sentimiento no haberle dicho nada en su momento.
En la adolescencia era un apasionado del béisbol y todas las mañanas de los fines de semana me sentaba al lado de mi padre a esperar que terminara de leer las páginas deportivas para enterarme de las proezas de mis ídolos. Papá tenía un rito con el periódico. Para comenzar, nadie podía leerlo hasta que él lo dejaba a un lado. Lo primero que hacía era buscar los obituarios, «para ver si hay muertos interesantes», me dijo la vez que le pregunté por esa extraña costumbre. Él los leía con detenimiento, hurgaba entre los deudos para ver si había algún conocido y casi siempre encontraba a alguien y entonces nos contaba cómo conoció al difunto. Yo, por mi parte, deseaba que no hubiera muertos interesantes para que pasara al cuerpo de deportes, lo terminara y me lo diera para enterarme de lo que hacían mis héroes vivos en el béisbol. Papá tardaba una eternidad con los obituarios; era desesperante.
Debo decir que heredé esa costumbre. A falta del periódico en papel, todas las mañanas me siento frente al ordenador, pincho el ícono apropiado entre los favoritos y veo los obituarios con detenimiento antes de pasar a las noticias deportivas. Muchas veces le digo a mi esposa sin apartar los ojos de la pantalla: ¿sabes quién se murió? Ella intuye que viene una historia relacionada con mi pasado, después me contesta, ¿quién?, mientras sus ojos, percibo, miran al cielo en gesto de impaciencia. Cierto día una de mis hijas me preguntó por qué yo veía los obituarios de primero y mi respuesta automática fue: para ver si hay muertos interesantes.
Con el tiempo vino la época de asistir a velatorios. Mi familia era muy numerosa y longeva, pero la vida tiene sus ciclos y una generación comenzó a abrirnos el camino. Lo que más recuerdo de ellos eran sus contradicciones: mientras unos lloraban cerca del féretro, otros contaban chistes en la cafetería mientras consumían el infaltable consomé y así se iban turnando. Uno de mis tíos inició una costumbre que me encantaba, me asignaba la tarea de recibir las coronas de flores y firmar el recibo con un bolígrafo Parker que sacaba del bolsillo de su camisa y que no permitía que le devolviera cuando se me agotaba el trabajo. Así me hice de mis primeros bolígrafos; cada vez que lo perdía quedaba a la espera del próximo funeral para obtener el reemplazo. Desde entonces, solo uso esa marca de bolígrafo, pero ahora los tengo que comprar cuando los extravío.
Uno de los velorios que más recuerdo fue cuando murió mi tío escritor, quien era muy amigo del presidente en turno. Muy temprano de aquella lluviosa mañana del entierro llegó a la funeraria un alto funcionario del gobierno, muy bien vestido y con unos absurdos zapatos de goma que hacían un ruido característico, ¡splash!, ¡splash! al pisar los charcos. Con voz solemne anunció que el señor presidente asistiría al sepelio y que los gastos correrían por cuenta del gobierno. Nos dio el pésame a los presentes y se fue, ¡splash!, ¡splash!, con la misma solemnidad con la que llegó. Nunca antes había firmado tantos recibos de coronas con mi flamante bolígrafo nuevo.
Otro velorio inolvidable, por las circunstancias que lo rodearon, fue el de otro tío que fue velado en su casa. Las exequias coincidieron con un matrimonio que se celebraba en la casa de al lado, separada apenas por un pequeño muro. Aún recuerdo a los vecinos sentados en sus mesas decoradas tratando de hacer las menores manifestaciones de alegría posibles, mientras por otro lado escuchaba los habituales sollozos en la sala de la casa.
Ha sido durante mi vida de adulto que llegué a comprender en su total dimensión todas las cosas que antes no entendía de esta materia. Asumo mis duelos, voy voluntariamente a los velatorios a los que creo que debo ir, doy pésames en persona o por teléfono y últimamente por WhatsApp; las circunstancias obligan. He pasado por la partida de muchos de mis seres más queridos entre familiares y amigos. Algunas muertes las he tomado con naturalidad, porque siento que era el momento, pero otras me han devastado porque no tienen sentido. He visto a personas alegrarse por unas muertes y también he observado cómo el dolor llega a umbrales insospechados, sobre todo cuando a unos padres les toca llorar la muerte de un hijo. Me ha tocado redactar obituarios, pero no quisiera volver a hacerlo desde aquel día en que involuntariamente omití mencionar a un pariente del difunto y eso trajo unos disgustos familiares muy desagradables. He llegado a comprender, por la fuerza de los hechos y de los cada vez más frecuentes obituarios de personas conocidas, que algún día me tocará, como debe ser, por lo cual me he preparado para cuando llegue el momento.
Últimamente asistí sin proponérmelo a una de las ceremonias más pintorescas que he presenciado. Nos encontrábamos en un pueblo del interior disfrutando de un reñido partido de fútbol de mi nieto, cuando de pronto irrumpió en la cancha un nutrido grupo de niños uniformados seguidos, para nuestra sorpresa, de un féretro. El difunto fue llevado muy lentamente hacía una de las porterías y, al traspasarla, hubo un estallido de ¡Gooooool! en las gargantas de todos los acompañantes. El partido no pudo reanudarse porque el difunto era un entrenador muy querido del equipo rival, los niños estaban muy afectados por la ceremonia, y el marcador quedó como estaba al momento de la interrupción, 2–2.
Todos estos recuerdos me asaltan mientras me encuentro flotando como a tres metros del suelo —ellos no pueden verme— observando cómo redactan mi obituario. Puedo percibir una mezcla de tristeza por mi partida y de alegría porque no tienen nada que reprocharme y el momento de dejarlos simplemente llegó. Eso me alivia muchísimo. Al observar el obituario me percato de que les está faltando alguien, pero no tengo forma de hacérselos saber. Alguien se va a molestar.