Esperanza Espósito. Xola 111, Álamos, Benito Juárez, 03400, CDMX. Eso dejó la chavita en el registro de la tienda, casilla por casilla, con una caligrafía apretadísima. Cuando le pedí que me diera su segundo apellido, me dijo que no tenía. La primera vez, trajo tres rollos de película. De esos baratos, que usa la gente que apenas está aprendiendo a tomar fotos, o que no tiene mucho presupuesto. Detrás de un par de lentes pesados, se le marcaban ojeras que parecían moretones, como si llevara varias noches sin dormir. Pasaba la mirada sobre la superficie de las vitrinas de objetivos viejos, usados, pero bien cuidados.
—Le tenemos el trabajo el viernes, a más tardar —le dije al darle el recibo—. De cualquier forma, le voy a pedir al encargado que le marque si está listo antes. ¿Me regala un número de teléfono?
Algo no le pareció:
—No. Yo vengo el viernes.
—Como usted prefiera. Gracias por su visita.
Pero ya no me contestó. Antes de que terminara de decirle, salió por la puerta del local como si de pronto tuviera mucha prisa. Hay gente así. Ese día mandé a Miguel a que comprara los químicos para el trabajo de revelado. Como era temprano todavía, yo podía quedarme a atender mientras él salía por el pedido. Le dije a mi señora que iba a quedarme más rato en la tienda, en lo que él regresaba para cubrir el turno de la tarde:
—Pa’ que no te me vayas a enojar, madrecita. Hoy no llego a la novela.
Lo entendió. Ya ni me preguntó por Miguel. Es buen muchacho. Confiamos en él, aunque sea pandroso y luego parezca que no se baña. Es honesto, cuidadoso con el negocio. Yo creo que porque tiene mucha necesidad. Quién sabe. La verdad, sí le tenemos mucho aprecio.
A la media hora de que la muchacha se fue, escuché que un vidrio se quebró afuera, en la calle. Pensé que nos habían asaltado. Pero no fue el caso: las cámaras estaban en su lugar; los tripiés de exhibición, bien paraditos. En ese momento, llamé a mi cuñado porque él se encarga de arreglar vitrinas. Le pedí que de una vez le diera mantenimiento a las que tenemos al interior del local. Cuando volví a la trastienda, sobre el suelo había un milagrito del ánima sola. Me lo guardé en el pantalón y decidí no decirle a nadie hasta hablar con la Lucero. Ella le sabe a estas cosas. Mientras tanto, le prendí una veladora a San Benito, por cualquier cosa.
—¿Cómo está, Lucero? Buenas tardes. Qué gusto saludarla, aunque sea por teléfono. ¿Cómo está su niña? Me da mucho gusto. Oiga, fíjese que algo me trae inquieto. No le quito mucho tiempo, pero necesito hablar con usted. El otro día llegó una muchacha a la tienda para pedir un trabajo de revelado. Se veía cansada. Me dejó su dirección, sus datos, todo. Pero no me quiso dar número de teléfono. Cuando se lo pedí, casi sale corriendo del local. A los quince minutos, nos quebraron una de las vitrinas de afuera. No nos robaron nada, afortunadamente. Pero cuando volví a entrar, me encontré una imagen en el suelo que me gustaría que usted viera. ¿Cuándo puede venir?
—Hoy mismo.
Lucero arregla cosas que la gente generalmente no entiende. Es excéntrica hasta en cómo se viste. Es de esas señoras no se arreglan mucho, pero que sabe trabajar. Generalmente se deja las canas. Con los años le han salido arrugas, seguro de tanto espanto que le ha tocado pasar.
A nosotros ya nos ha sacado de varias cuando el negocio ha pasado por etapas duras. Hasta a mi señora la ha aliviado cuando no puede dormir bien o sueña cosas feas. Quedamos de vernos en la tienda a las cuatro de la tarde, después de que Miguel regresara de la compra. De plano, le dije al muchacho que se fuera a descansar.
Al llegar, la mujer entrecerró los ojos y me dijo:
—Ay, Don Rafa. Se me hace que alguien le quiere echar algo encima.
Se me subió el santo al cielo.
—No me diga, Lucerito.
Sentí frío.
—Ey, esto no está normal. Luego, luego que uno entra a este espacio se siente la tensión. ¿Tiene usted espejos expuestos?
No teníamos.
—Cómprese uno y póngalo en la puerta de su tienda. Así le regresa a la gente lo que trae encima.
En un papelito sobre el mostrador, le indiqué a Miguel que comprara un espejo la próxima vez que fuera al mercado de San Camilito. También veladoras nuevas. Con el sudor se me resbalaba la pluma de las manos. Me las limpié en el pantalón y sentí la imagen dentro de la bolsa. La saqué y se la entregué de inmediato a la Lucero.
Se la quedó viendo. Apretó los labios.
—¿Dónde encontró esto?
—Aquí, en el suelo.
La mujer asintió, inspeccionando el local con la mirada. Cerró los ojos.
—Sí, Don Rafa. Esto nos va a llevar varias sesiones.
—No me diga.
Asintió:
—Aquí hay algo muy bien hecho.
Dejé que la mujer se fuera después de preguntarle qué precauciones deberíamos de tener. Me aconsejó no decirle a nadie, para no angustiar a mi señora y que el muchacho no se fuera a ir. Cuando le pregunté cuáles serían los síntomas de alguien a quien se le mete esto, me miró a los ojos:
—El afectado tiene una vida solitaria. No duerme, o duerme muy mal. Padece cansancio crónico. No come. Está en llanto constante. Fracasa en las relaciones de pareja y en los empleos. Uno se da cuenta porque los gatos maúllan y los perros ladran a su paso.
Después de esa advertencia, se fue. Le pagué hasta un poco más de lo que acordamos.
A la gente así hay que tenerla contenta. No vaya a ser que se nos volteen después, y ahí sí ni cómo hacerle.
El viernes siguiente, me desperté con un ligerísimo dolor de oídos. Más en la oreja izquierda. No le dije a mi señora, porque luego se me mortifica mucho. No le quiero causar más angustias. Pero sí ando nervioso. Cómo no. En especial por cómo he visto a Miguel últimamente. Ya no sé si son mis ideas, pero siento que cada vez se baña menos seguido. Anda sonriéndole a las vitrinas como loco. A veces también habla solo. Yo nomás me le quedo viendo a veces, a ver si no presenta alguno de los malestares que diagnosticó la Lucero.
El día anterior, el muchacho me avisó que tenía ya listo el trabajo de revelado terminado:
—Oiga, don Rafa —me dijo—, los rollos venían echados a perder y la imagen se distorsionó un poco. ¿Cree que le importe mucho a la clienta?
—Ya entrégaselos así.
Abrió los ojos como plato y murmuró un «sí, señor» casi imperceptible. No quería hablarle así. Este asunto de verdad que me trae nervioso. En especial porque por aquí hay cultos bien raros, de esos que juntan plegarias religiosas con cosas de otra índole. De noche, he estado soñando con una mujer entre llamas desde que la Lucero ha estado haciendo sus limpiezas.
Antes de irse, Miguel me preguntó que si me sentía bien:
—Está todo sudado, don Rafa.
—Sí, m’hijo. Déjame el trabajo listo en el oscuro abierto, por favor.
Así lo hizo y se fue con cara de angustiado.
Me cercioré de que ya se hubiera ido cuando entré al cuarto oscuro. Prendí la luz de seguridad y vi que Miguel había dejado sobre la mesa de trabajo los negativos ordenados en una hoja de plástico. Le pegó una etiqueta blanca y escribió el nombre de la muchacha encima: Esperanza Espósito. Sentí a alguien detrás de mí. Al voltearme, me di cuenta de que no apagó la computadora. En el monitor, estaban los archivos digitalizados de las fotografías. En grande, una imagen de un santo entierro, con el santo volviendo ligeramente la mirada hacia la cámara y los labios entreabiertos.
Apagué las máquinas y, al salir del cuarto, me encontré con un relicario de San Benito sobre el mostrador. No era mío.