Clay Johnson, colaborador de Barack Obama durante su presidencia de los Estados Unidos de Norteamérica, fue de los primeros en manifestar la necesidad de digerir adecuadamente la cantidad de información que, sobre prácticamente cualquier asunto, podemos disponer hoy. Esta información que nos alcanza allá donde estemos y en cantidad tal que, con frecuencia, nos cuesta filtrar y diferenciar entre lo que está contrastado con lo que solo se aproxima a la verdad; de la que se nos ofrece sesgada o, incluso, manipulada. Es, en este sentido, que se viene planteando la necesidad de que establezcamos, al menos a título particular, una dieta informativa; en los términos que propuso Clay en su momento o en los nuevos enfoques sobre cómo digerir la vorágine de la información en la actualidad.
Con la actual crisis planetaria, provocada por la pandemia de coronavirus, la importancia de las consecuencias sanitarias, sociales, políticas y personales del flujo incesante de información han quedado más expuestas que con ningún otro asunto. La COVID-19 arrastra una infopandemia que nos ha puesto a todos el alma en vilo y la vida al borde de la almoneda. Algunos de los efectos intrapsíquicos más perturbadores producidos por la avalancha de información cierta, incierta, estrambótica, negacionista o directamente falsa, van desde crisis ansiosas a paranoias de contagio. Es, a través de un flujo incesante de noticias, por donde el coronavirus ha venido a tomar (en muchos sentidos, particularmente el psicológico) control sobre nuestras vidas. Aumentan exponencialmente los desequilibrios emocionales y las conductas ansiosas en relación con la percepción de la enfermedad como consecuencia de un flujo informativo difícil de procesar.
Podríamos considerar que todos los conflictos psicológicos que está produciendo el coronavirus, u otros asuntos de impacto social y personal relevantes se deben o son producto de la desinformación, o de la información sesgada, sobre estos. Esto sería un serio error de atribución. Tomamos decisiones con base en la información que nos llega o buscamos, sin detenernos demasiado en su certeza o evidencia empírica. Muchos de los conflictos y las contradicciones emocionales que podemos sufrir frente a un flujo desproporcionado de información también tienen que ver con la información certera, real, contrastada. No resulta sencillo, tanto con la información veraz como con las fake news, encontrar recursos fidedignos para sobreponernos al impacto de la incertidumbre y el estrés que nos lleva a consumir más y más información con la expectativa de encontrar la que nos alivie o correlacione con nuestro enfoque de la realidad.
El consumo que nos consume
Comentaba Clay Johnson, en su libro The Information Diet (La dieta informativa):
Tal como las empresas de alimentos han aprendido que, para vender muchas calorías baratas, deben llenarlas de sal, grasa o azúcar (aquello que la gente prefiere); las empresas de medios han aprendido que la afirmación vende mucho más que la información. ¿Quién quiere escuchar la verdad cuando pueden escuchar que tienen razón? (2013, p. 6)
Caben pocas dudas de que, en la actual exposición a la tecnología digital y a las grandes cadenas de noticias, consumimos la información como quien engulle alimentos de autogratificación compulsivamente. Como en las dificultades digestivas por ingesta de alimentos grasientos y bien impregnados en E-621 (glutamato sódico para potenciar el sabor), el empacho informativo también nos produce desagradables estados de hartazgo, desasosiego y pesadez orgánica, solo que en forma de ansiedad, confusión y aislamiento.
«Come comida. No mucha. Principalmente plantas». Saber comer es un libro, de Michel Pollan, muy interesante de leer si desean hacer algo más por mejorar su alimentación y calidad de vida. Para mí, su lectura supuso una buena explicación de la esencia de comer inteligentemente. Sobre el exceso de información podríamos aplicar un principio similar. Informarnos. Lo necesario. Principalmente de veracidades.
Lo relevante de la mayoría de la información sobre las noticias somos capaces de adquirirlo, prestando atención e interés en un intervalo de tiempo corto, quince, veinte minutos, media hora, quizá. Sin embargo, los datos al respecto nos indican que, al consumo de información generalista, se dedican de media a más de 10 horas; viendo televisión, escuchando radio, leyendo artículos, pero, sobre todo, en la última década, revisando el timeline de Twitter, trepando muros de Facebook o consultando los portales de prensa digital favoritos de nuestras creencias o ideología.
Invertir horas en darle vueltas a la información conlleva sus riesgos; el más evidente a simple vista es el de convertirnos en obesos sobreinformados. Prefiero construir este término y evitar el de sobrecarga de información. La sobrecarga descarga la culpa en la información y no en nuestro comportamiento de consumo. Cualquier conducta de consumo abusivo contiene tendencia a la adicción. El riesgo de sobredosis de información de baja calidad es real, la engullimos por capítulos que parecen no tener fin. Hoy, ya hablamos de infobesidad e infoxicación para definir nuestra relación compulsiva con la información.
La infoxicación nos idiotiza
Consumimos información porque queremos. Lo podemos dejar de hacer en cuanto nos lo propongamos. Estamos convencidos de lo mismo cuando nos referimos al tabaco o a la alimentación. Esta sobregeneralización es uno de esos mecanismos de defensa psicológicos que empleamos los humanos para considerarnos en posesión del control sobre las cosas y los acontecimientos. Pero, en realidad, no es más que una de esas formas estúpidas que tenemos de engañarnos a nosotros mismos. Así que, como creo pueden sospechar, el efecto que causa sobre nuestras mentes es, precisamente, el contrario.
Sería ideal, que comiéramos poco de las grandes cadenas de alimentos rápidos llenos de grasas y pasaporte para la diabetes, como de las grandes cadenas de información y de Internet. Pero esto, lo ensayamos poco y lo ejecutamos menos. Ante cualquier duda, nos lanzamos a la búsqueda de información rápida y consumimos sus contenidos con escaso rigor sobre las fuentes de información (a esto lo denominó Alfons Cornella en 1996, como infoxicación). Nos produce pereza el esfuerzo de invertir tiempo en encontrar información de primera mano. Preferimos dar por válido y fiable lo primero que se nos comenta en los noticiarios o aparece en los primeros puestos de las parrillas de los buscadores web y los motores de búsqueda por Internet.
A nadie se le escapa, que si algo define a nuestra actual civilización es la tecnología de la información; una era llena de avances para la humanidad. A poco que levantemos la vista y miremos a nuestro alrededor, podemos constatar la existencia de una profunda transformación, al menos en apariencia. La excepcionalidad de estos tiempos corre de la mano de las relaciones causales de la comunicación, la de todos con todos, asociada con una compleja forma de red a través de la que interaccionamos y recibimos la información. Pero que, a su vez, arrastra un tsunami informativo que genera nuevas formas de ignorancia.
La ignorancia de la diversidad es, en mi opinión, la que más se está desarrollando a través de una cultura de la inmediatez, del consumo que nos consume; de la ignorancia del otro, llena de estereotipos y nuevas discriminaciones. Y es que, estar expuestos a los estímulos de la información tiene, casi en la misma dimensión, el potencial de transformarse en conocimiento e incluso sabiduría, como la posibilidad de producir tontería, confusión y conflicto.