En recuerdo de mi tía María Cecilia Agudo Vicci de Angrisano (1946-2020)
La muerte de un ser querido es el fin de un mundo y de una época. Así lo he sentido el pasado 9 de noviembre cuando despedimos a mi querida tía Cecilia Agudo Vicci de Angrisano, en el cementerio de La Güairita de Caracas. Mi tía formaba una pareja maravillosa con su esposo Antonio (para mí siempre serán inseparables en el recuerdo, tal como le dijo mi tío al cura: «¡60 años juntos!»), porque se complementaban perfectamente. Me atrevería a decir que mi tío Antonio, con sus divertidas ocurrencias y muchas pasiones, entre ellas la cinéfila de la cual soy en buena parte heredero, era así gracias a que tenía a su lado la fortaleza y el apoyo de mi tía. Y aunque la prioridad para ella fueron su esposo e hijas, tenía fuerzas suficientes para atender a la gran familia de la cual estaba pendiente. A tía Cecilia le estaré agradecido por su bondad y plena generosidad para conmigo, mi familia y todo el que le rodeaba.
El martes 3 de noviembre falleció nuestra querida tía Cecilia después de luchar contra el cáncer. Todo fue rápido, agresivo, violento, cruel y triste. Tenía 73 años. Fue la primera hija del matrimonio entre el doctor Esteban Agudo Freites y Blanca Vicci Oberto (Mamaca); parte de una familia inmensa, porque ambos ya tenían hijos de matrimonios anteriores. El padre traía a Carolina y a Esteban, y la madre a Alberto, Teresa y Mercedes; y después tuvieron cuatro hijos más: Cecilia, Raimundo, Raúl y Adriana ¡Nueve hermanos y ella en el medio! En un recorte de periódico que imagino pertenece al Impulso de Barquisimeto, se puede ver rodeada de amiguitos y lo que parece son cuidadoras de algunos bebés, frente la torta de cumpleaños. Algo brava mira a la cámara y, por cierto, entre la gente está mi madre cuando era adolescente. No dudo que tía Cecilia, como todos los hermanos, aprendieron de Mamaca lo que era tener que cuidar y compartir con tanto muchacho.
Mi madre ha sido muy unida con todos sus hermanos, pero especialmente con los más cercanos relativamente en edad y, entre ellas, estaba tía Cecilia, quien era seis años menor. Una vez que mi tía se casó en 1975, (yo con cuatro años le llevé los anillos) recuerdo que no solo nos veíamos en todas las fiestas familiares, sino también en visitas frecuentes. Debido a que todos los años viajaban, nosotros estábamos pendientes de cuidarles su casa y, cuando comencé a manejar, asumí esta responsabilidad plenamente. De alguna forma, se delegó en mí, lo cual me encantaba porque era una forma de estar solo por un rato. Recuerdo que cambiaba los timer de las luces para que diera la impresión de que había gente e, incluso, a veces, los conectaba a algún televisor. Poco a poco, con todo este trato permanente, muchas de sus costumbres me formaron y el contacto con los espacios y objetos de sus casas se hicieron parte del mundo en el que crecí y viví mi juventud.
Mis tíos pasaban las fiestas decembrinas en Florida (EE. UU.), visitando los parques de diversiones, entre otros lugares. Parte de su alegría, han sido las diversas expresiones de la «vida americana» (estadounidense) y, aunque esta era como su otra nación, también viajaron a Europa. Acá en Venezuela son socios del club de playa Puerto Azul y muchos fines de semanas y vacaciones los pasaron frente a ese paisaje tan hermoso. Todo esto me hace pensar con tranquilidad y agradecimiento que mi tía disfrutó cada uno de esos momentos. Su vida fue plena, ¡y siempre junto a la familia! Es verdad que nos habría encantado tenerla más tiempo por acá, en especial a su esposo, hijas y nietos. Pienso en estos últimos que tanto necesitan una abuela consentidora, pero, al menos, ya todos han llegado a la adolescencia o están muy cerca. No es un consuelo, pero es algo.
Creo que las fiestas de cumpleaños y las Navidades son las celebraciones más importantes para el venezolano, que ya de por sí tiene en la «rumba» y toda reunión social casi un «culto». Al recordar mi niñez, pienso en ellas y mi memoria se hace más fuerte en cada detalle: la Noche Buena en la quinta «Blanquita» de mi abuela materna (Mamaca) en El Paraíso, en el callejón de la avenida Los Pinos detrás del Centro Vasco; todo ese familión reunido y los nietos correteando. De manera simultánea y, especialmente, cuando ya no hubo más reuniones por la enfermedad y fallecimiento del abuelo, estos se complementaron con los cumpleaños de mis primas: sus hijas Andreina y Valentina nacidas, respectivamente, en 1977 y 1978. Los superhéroes o princesas que ese año anterior habían sido estrenados en el cine eran la decoración y la torta, y el tío Antonio podía salir disfrazado de los mismos o como mínimo con una franela. Nunca olvidaré una vez que apareció con las grandes alas de «Condorman». Sin mi tía Cecilia, encargada de todo, esos fiestones no habrían sido posibles. Siempre la veías pendiente de cada detalle, como era en su vida diaria, atendiendo cada necesidad de su familia. No puedo negar que de solo verla haciendo tantas diligencias yo quedaba cansado.
Sin mi tía Cecilia yo no viviría en San Bernardino, porque ella facilitó que nos mudáramos a nuestra primera «casa» en la urbanización. Mi familia pasaba por una época muy dura y era mi adolescencia, pero mi tía me dio la más feliz de las noticias al permitirnos llegar a nuestro querido «Cerro Norte», en el cual vivimos hasta los primeros años de la Venezuela actual (1999-hoy). No sería entonces «cronista» de mi querida parroquia, con la que me he compenetrado de manera tan profunda. Pero, quizás, tampoco estaría escribiendo sobre la Segunda Guerra Mundial (El Nacional, Opinión y Noticias), porque también en esos años en que mi pasión lectora se consolidaba, fue cuando me topé en su casa con los tres tomos de La Gran Crónica de la Segunda Guerra Mundial de Reader’s Digest (1965). Dichos tomos los devoré en tiempos vacacionales. Pero también en su hogar conocí mucho mejor los musicales de Andrew Lloyd Weber por la colección de discos que tenía y la cinefilia, con toda la fascinación hollywoodense de la cual he hablado antes.
Pero no es solo esta profunda influencia en mi vida la que debo agradecerle, sino que, siempre generosa, te extendía la mano cuando caías en dificultades. Y tengo que pedirle disculpas, porque en medio de los terribles momentos que padecemos y ahora que está junto a Papá Dios, aprovecharé para pedirle que nos siga ayudando. Y para terminar con un ejemplo fílmico, solo puedo pensar en ese ejercicio de la imaginación que nos muestra It´s a wonderful life (Frank Capra, 1946), al ver cómo habría sido la vida de tanta gente si George Bailey (el protagonista representado por James Stewart) no hubiera existido. Hay personas sin las cuales no seríamos los mismos, ellos nos dejaron una huella significativa. Nuestros seres queridos siguen viviendo con nosotros y a través de nosotros, y, queramos o no, les hablamos y en las noches se nos aparecen en los sueños. Y para el creyente en el principio de la «comunión de los santos» sabemos que nos cuidan desde lo alto. A nosotros solo nos queda seguir su ejemplo como la mejor manera de darles las gracias.