En algunas ocasiones lamento no ser erudita porque, si lo fuera, podría encontrar fórmulas intelectuales para explicarme. Las fórmulas intelectuales son universales, nunca fallan, funcionan incluso cuando rozan la pedantería, solo hace falta que el autor disponga de un poquito de maña a la hora de exponerlas. El discurso culto es poderoso, defiende con eficacia a cualquier autor de la temida página en blanco, le proporciona reconocimiento y llena sus razones de autoridad.
Cuando una cierra un libro y se da cuenta de que, de pronto, es un poquito más consciente del valor de algunas de las cosas que le rodean, siente el irrefrenable deseo de ser erudita para, de ese modo, tener la capacidad de escribir una reseña de puro agradecimiento a quien te ha proporcionado esa pizca de consciencia nueva; una reseña tan erudita, tan erudita, que siga ahí para siempre, que todavía aparezca en los libros de texto de los universitarios cuando todos los que ahora estamos vivos hayamos desaparecido. No puedo escribir semejante reseña, pero aun sin disponer de esa cultura enciclopédica que tanto me gustaría tener, voy a dejar mis impresiones sobre El don de la vida de Fernando Vallejo escritas en este papel. Incluso, voy a usar el nombre de algún personaje ilustre para aportar algo de categoría a mi exposición: nombraré a Kafka, Fernando Marías, Ricardo Menéndez, Juan Aparicio Belmonte, la Mona Lisa y Vargas Llosa, en este orden.
Fernando Vallejo siempre tratará de herir con sus palabras (y sin duda alguna lo consigue; como provocador es formidable y temible), pero también logra el efecto contrario y eso solo pueden hacerlo los grandes. Se me ocurre una referencia kafkiana que ni al escritor más ilustrado: Gregor Samsa es agredido por su familia y para huir se gira, como la cucaracha que es, lo más rápidamente que puede; es decir, con extraordinaria lentitud. La cucaracha de Kafka está hecha para llorar, pero Fernando Marías afirma que este momento es uno de los más hilarantes de la literatura universal. Algo semejante sucede con Vallejo en El don de la vida: escribe lo más terrible y lo más doloroso usando la frágil voz de un anciano eternamente descontento, que rezonga contra todo y todos, que blande el bastón y refunfuña contra el hecho de estar vivo, contra su madre, contra las mujeres que paren niños y contra los hombres que conciben embriones. Y, sin embargo, una se descubre a sí misma con una sonrisa estilo Mona Lisa colocada en los labios de forma permanente a lo largo de todas las páginas del libro. ¿Cómo es posible reír con El don de la vida? ¿Cómo es posible reír ante las terribles circunstancias del pobre Samsa? Ni más ni menos que porque el discurso está concebido así, para lograr ese efecto imposible y magistral.
Ese viejecito, sentado en un banco durante toda la novela, despotricando contra la vida y solicitando una muerte que nunca llega, dibuja con sus protestas algunos de los pasajes más bellos y, a la vez, más despiadados, sarcásticos y divertidos que se hayan escrito.
El universo de Fernando Vallejo se odia o se ama (generalmente se odia), no hay medias tintas. ¿Cómo podría haberlas cuando se toman al dolor extremo y a la muerte de la mano y se bromea con ellos sin por ello caer, a pesar del terreno tan resbaladizo que se pisa, en ninguna forma de frivolización?
Hará un mes o así que, en el Facebook de Ricardo Menéndez Salmón, alguien ponía de vuelta y media a la obra de Vallejo, decía que estaba llena de lugares comunes. Ricardo lo rebatió como hace él, que por algo es filósofo, ubicando El don de la vida entre corrientes de pensamiento y ofreciendo teorías ontológicas sobre el posicionamiento de Vallejo ante la vida y la muerte. Recuerdo que dijo, también, que las páginas de este libro, una verdadera apología de la no-vida, estaban colmadas de vida. Me quedo con eso, yo no lo hubiera expresado mejor. Acabáramos, diría Juan Aparicio Belmonte, también en Facebook.
Aunque yo no sería capaz de expresarlo tan bien, sí me gustaría añadir algo: el lugar más común del mundo, precisamente, es el contrario, el de la celebración de la vida. Y, finalmente, sale Vargas Llosa: «Vale la pena vivir, aunque solo sea porque sin la vida no podríamos leer ni fantasear historias». Aquí, el flamante premio Nobel expresa lo que casi todo el mundo piensa. Ese es el verdadero lugar común; afortunadamente.