Antes de entrar directamente con el tema, permítasenos unas breves palabras sobre el canto. Dicho arte responde y se desarrolla merced a una de las necesidades más primitivas del ser humano: expresar con la voz, siguiendo una melodía, aspectos de su vivencia, como dolor y odio, alegría y amor, el asco o la ira.
Hay muchísimas formas y estilos de usar la voz, desde los cantos polifónicos en Mongolia o el Tíbet, hasta la canción llana, o géneros como el rap, donde premia el ritmo sobre la melodía. Nos hemos topado con el grito libre en algunas variantes del rock y, asimismo, con la espontaneidad más limitada en géneros como el Lied, donde las reglas son más formales, por lo que no permite la improvisación tal y como sí ocurre en el jazz o incluso en la música barroca hasta cierto punto. En el género de la música popular, la expresión del dolor produce variaciones en las vocales con más libertad que en el género clásico e, incluso, cierta estridencia o desafinación está permitida como elemento expresivo, por sorprendente que parezca. Las posibilidades son numerosas: volumen, intensidad, brillo rubato, glisando y un etcétera tan largo como la historia de la humanidad misma.
En general, los elementos interpretativos van ligados con la adecuada técnica que permita expresar sanamente el mensaje deseado. De no ser así, los daños al cantante son frecuentes: nódulos, hiatos, disfonías, entre otras disfunciones del aparato fonador. No vamos a ser extensivos en explicaciones sobre técnicas de canto, más bien nos referiremos de manera escueta a los elementos interpretativos de un género operístico, tomando a modo de ejemplo La flauta mágica, (Die Zauberflöte) de Wolfgang Amadeus Mozart.
El estilo empleado responde mayormente a los criterios estéticos del clasicismo, pero con rescoldos del barroco, dado que Mozart vivió en un barroco tardío y se adelantó como compositor a su tiempo, brindando elementos que conformarían el período clásico —ya iniciado por los hijos de Johan Sebastian Bach, como es el caso de Johann Christian Bach, que fue asimismo masón, por lo que la amistad con Mozart tenía más vínculos que los meramente musicales…
La flauta mágica se sitúa en un tiempo mítico, influenciado por la masonería, ya desde el libreto. Las historias a partir de las cuales se desarrolló proceden de la colección de cuentos de hadas de Christoph Martin Wieland, Dschinnistan, publicada a finales de la década de 1780, de los que tomó material al menos tres de estos cuentos: «Nadir y Nadine», «El palacio de la verdad» y «Lulu o la flauta mágica». Este último, aunque es muy breve, le da el nombre a la ópera en segunda instancia, pues al principio se llamaba Los secretos egipcios, pero, dado que durante la época de su estreno la masonería estaba prohibida en Austria, el cambio de nombre era más que conveniente.
Pamina y Tamino son tomados de «Nadir y Nadine». De ahí sale Astromonte (el homónimo de Sarastro) y su malvado hermano Neraor. Nadir (Tamino) es el hijo de Astromonte y Nadine es la hija del sumo sacerdote Sadik, y ambos son criados como hijos (adoptivos) de Sadik. En la ópera, Sarastro reúne a Astromonte, Sadik y Neraor en un solo personaje. Luego Pamina, alias Nadine, es sin duda la hija de la Reina de la noche. Sin embargo, el padre de Pamina ya está muerto durante la acción de *La flauta mágica/, pero le ha entregado su poder a Sarastro antes de morir y es por eso por lo que Sarastro también cuida con amor a la hija de su predecesor.
El libreto de la ópera nos plantea, empero, una dimensión más allá de una historia de hadas y princesas, pues los personajes mutan para conformar arquetipos de la masonería. Quien conozca las claves será capaz de ver un proceso de iniciación masónico, pero, si no las conoce, reconocerá pilares fundamentales de la ética y la moral universales. Aunque parece mágica, la trama es tremendamente humana. Descubrimos en ella una lucha entre el bien y el mal, la «purificación espiritual», si así la queremos llamar o, simplemente, un pacto con los valores superiores del mundo.
Muchas veces el público ignora todo esto y, desafortunadamente, en numerosas ocasiones la puesta escénica no hace otra cosa que distraer con interpretaciones forzadas y caprichosas, cuando no de mal gusto o hasta vulgares. Por eso es de suma importancia la correcta interpretación estilística para así permitir la transmisión de toda su riqueza simbólica en planos acaso «extrasensoriales»; es decir, en un plano metafísico, donde el espectador se reúna con el noúmeno destilado del fenómeno a través de la interpretación artística. ¿Qué significa esto? Pues que el intérprete debe transformarse en una unidad del ser estético que nos posibilite el acercamiento al espacio de la correalidad. Esto tendrá como efecto que también nosotros, como espectadores, seamos transfigurados al adquirir parte de los atributos del personaje. Solo así seremos capaces de aprehenderlo y compartir sus vicisitudes. Podemos ser parte de la maldad de Mefistófeles en Fausto, o poseer el heroísmo incondicional en el amor de Lensky (Eugenio Onegin), o de Tamino, para el caso que nos ocupa.
Hemos mencionado al inicio unos pocos elementos interpretativos (volumen, intensidad, brillo rubato, glisando), que en general los pide el compositor mismo en la partitura. Pero hay, naturalmente, muchos otros. Debido a la brevedad de este artículo, veremos solo uno: el color de la voz, que el cantante debe manejar como un si se tratase de un obturador.
Una vez más, antes de hablar más en detalle sobre Tamino, veamos el ejemplo de un famoso Lied de Franz Schubert, Der Tod und das Mädchen, (La muerte y la niña), con la extraordinaria voz de Nathalie Stutzmann: la cantante ejecuta ambos personajes variando la intensidad y, sobre todo, el color de la voz.
Ahora sí, regresemos a Tamino, en su famosa aria del retrato, Dies Bildnis ist bezaubernd schön. Tamino recibe un retrato de la hija de la reina de la noche que, le dicen (se dará cuenta de que las cosas son muy distintas), ha sido raptada por el malvado Sarastro. Al verlo, queda enamorado de la belleza de Pamina y está dispuesto a todo para rescatarla. Tamino es un joven y valeroso príncipe y, por lo tanto, es un personaje heroico, pero no puede ser cantado como su fuera un héroe wagneriano o verdiano; esa es una de las mayores dificultades, lograr una voz heroica iluminada aún por la juventud del personaje, inexperto, que deberá pasar una serie de pruebas junto con su amada para ser digno de acceder al templo… Como dijimos, esta es una historia masónica. Pero escuchemos mejor a uno de los mejores intérpretes de este personaje de todos los tiempos, Fritz Wunderlich.
Como puede notarse, es una voz perfectamente equilibrada para este personaje y la calidad de su interpretación nos introduce inmediatamente en la escena, como si estuviéramos allí, sentados en una piedra a unos pasos de Tamino escuchándolo…
La ópera conjuga música, texto mediante orquesta, solistas, coros, danza y escenografía, convirtiéndose, desde su origen, en un género riquísimo de una correalidad polisémica e intercultural, por lo que, en nuestros días, la ópera sigue absorbiendo géneros y medios técnicos, volviéndose más compleja en su «andamiaje», pero, al mismo tiempo, permitiéndose con ello el montaje de obras con escenarios asimismo complejos: Troya, Babilonia, el éxodo de Egipto. Pero las exigencias hacia los cantantes son supremas: se les pide que sean artistas totales.