La forma en que nos relacionamos, nuestros comportamientos, están, en la actualidad, más influenciados de lo que pensamos por las tecnologías de la comunicación; más influenciados que nunca. Día y noche estamos atados a nuestros dispositivos inteligentes conectados a Internet. De esta dependencia, no es que no nos demos cuenta, sino que ya hemos llegado a la situación de no tener muy en cuenta las precauciones que debemos tener con relación a su abuso. El consumo tecnológico, cuando transita por lo obsesivo, nos consume; moldea nuestros comportamientos subjetivos, sociales y condiciona, también, nuestra libertad.
Estamos restringiendo la publicidad inapropiada en televisión en horarios infantiles. La publicidad del tabaco, causante de la mayor dependencia a sustancias de la humanidad, está prácticamente erradicada en los países con democracias que legislan para minimizar los efectos dramáticos de esta enfermedad. Así, podríamos enumerar algunas otras iniciativas en favor de una convivencia más saludable, de mayor cohesión social y con tendencia a la ecuanimidad. Sin embargo, Internet, con más del 40% de los usuarios de noticias y cuya variedad de contenidos está al alcance de cualquiera, carece de una regulación suficiente. Nuestros menores aprenden sobre las relaciones sexuales a través de la pornografía en la red. Este es un asunto realmente complejo que está fortaleciendo las conductas machistas más extremas (les invito a leer mi artículo para esta revista, «Porno tutor», sobre esta lamentable realidad).
El racismo, el desprecio al diferente, las conspiraciones a la libertad campan a sus anchas, igualmente, por la red. La despersonalización a la que aboca el uso estúpido de las redes sociales está corroyendo la otredad con la mismidad de querer se diferentes. El de enfrente ha dejado de existir de tal manera que, cada vez somos más solitariamente totalitarios. La seducción de la hipertecnología nos hace volvernos estúpidamente hacia nosotros de modo que, finalmente, nos acabamos despojando de los más íntimo, de lo más protegible. Cedemos fácilmente nuestra identidad a factorías de datos. Regalamos conocimientos a los «net» a cambio de sus «servicios gratuitos» o de pago, de los que recibimos sugerencias confiables de visualización alineadas con los valores basados en el consumo previo, cuyo precio final supone, cada vez más, pérdida de libertad.
Un bien escaso como la amistad degenera por la tiranía del like, por la caricatura de amigos virtuales que, en realidad, son otra cosa. Pero, con todo, lo peor para nuestra libertad es cómo cada vez más nuestras decisiones se ven condicionadas por la red. Desde el punto de vista psicológico, la falacia de control (distorsión cognitiva que lleva a sentimientos de omnipotencia sobre los acontecimientos) que creemos ejercer sobre nuestras conductas en el ciberespacio, abren de par en par todas nuestras vulnerabilidades.
Reinventar el contrato social
Más allá, de todos los beneficios que podemos encontrar en las tecnologías inteligentes de nuestra era, no hay que perder de vista que la tecnología digital no es inofensiva. Las redes sociales, por ejemplo, tienen como objetivo unificar dimensiones emocionales y afectivas (como lo hacen las religiones), creando la ilusión de que cada uno ejerce su propia libertad. La tecnología, aunque nació para mejorar la vida de las personas, en su evolución se ha convertido en un arma de doble filo que ya está causando estragos en nuestra democracia. Existe un universo de bulos políticos y de filibusterismo ideológico; «campo de algodón» que mantiene a millones de personas (particularmente preadolescentes y adolescentes) esclavizados a sus teléfonos inteligentes. Las tasas de suicidios entre jóvenes se han disparado como consecuencia de las interacciones psicopatológicas relacionadas con el sexting, el bullying y el ciberacoso. Internet es un monstruo basado en algoritmos que ya no se puede detener.
La invasión tecnológica en el mundo, en nuestras vidas, en nuestras creencias y en nuestras decisiones es asombrosa. Miles de millones de personas usan a diario redes sociales y otras plataformas de interacción virtual, lo cual deja una huella psicológica mayor que la del cristianismo y el islam juntos. Como en las religiones y las ideologías, el «aprendizaje automatizado» de las tecnologías de la información y la comunicación a través de la red, viene moldeado por el pensamiento de un grupo de apóstoles o ideólogos de la inteligencia artificial que, en determinadas ocasiones, favorece nuestra inteligencia emocional y, en otras, sencillamente le pasa por encima. Ya nadie duda de que las empresas tecnológicas tienen una enorme influencia, más que cualquier gobierno, sobre los pensamientos, las creencias y el procesamiento de la información del al menos el 25 por ciento de la población mundial.
Parece, al menos hasta el momento presente, que los gigantes de la tecnología no cuentan con el poder económico e informático suficiente como para manipular las leyes a su favor o, simplemente, hacer caso omiso de las mismas. A pesar de que les hemos dado licencia para manipularnos, manteniéndonos pegados a nuestras pantallas mediante el uso de tecnología sofisticada, la democracia sigue siendo un muro infranqueable para las grandes corporaciones que controlan el universo de Internet. La cuestión es ¿hasta cuándo?
Son numerosos los países que han presentado leyes (democráticas) en la última década para ejercer más y mejor control sobre cómo sus ciudadanos usan Internet. Parece ineludible la necesidad de establecer políticas reflexivas y de sentido común que promuevan el interés de los usuarios, favorezcan el pensamiento crítico y el control sobre el discurso público, el comercio y la política en el mundo digital. Para realinear con los valores democráticos, parece que la regulación es la respuesta. La delgada línea que existe entre la libertad de expresión para los contenidos subidos a la red y el potencial daño infligido a los usuarios, especialmente niños y personas vulnerables, requiere de esa regulación. Sin embargo, queda por ver si las grandes empresas tecnológicas se resisten al atractivo de las ganancias sobre la providencia para aterrizar en el lado correcto de la empatía con los derechos humanos.
Hay quien opina que, con el auge y el impacto de Internet, nos encontramos ante la necesidad de reinventar nada menos que el contrato social para el siglo XXI. Es decir, la consideración de que la racionalización social, las interacciones económicas, políticas, sociales y culturales de las sociedades modernas han cambiado o cambian a pasos agigantados con la llegada de Internet y, muy particularmente, con la eclosión de las comunicaciones inalámbricas de las últimas décadas. Así, y aunque todo proceso de cambio de envergadura genera una mitología propia basada en observaciones anecdóticas y opiniones tendenciosas (Internet es objeto de muchos ataques injustificados en este sentido), no cabe duda de que Internet ha venido a cambiar muchos de los valores en los que se han sustentado nuestras vidas hasta hace bien poco. Paradójicamente, la red que nos conecta a millones está propiciando mayor aislamiento social, tiene una tendencia prominente a la fragmentación y la polarización en torno a ejes económicos, sociales, políticos y culturales.
Muchas de nuestras sociedades están experimentando un periodo de bifurcación, una situación de inestabilidad; la actual pandemia por coronavirus está sacando a flote todas sus contradicciones e inestabilidades sistémicas, imprevisibles y caóticas, que corren como la pólvora por la red. Si esto puede contribuir a desestabilizar los principios de nuestras democracias es algo que está por ver.