Su primer año de universidad no estaba siendo en absoluto como se lo habían imaginado de pequeñas. Para animarlas a estudiar, sus padres siempre les habían contado historias de su época universitaria. «En la universidad creces como persona», «aprendes a valerte por ti misma», eran algunas de las expectativas que habían enraizado en las chicas. Sorprendentemente, había una que ambas siempre habían ansiado por encima de todo: «en la universidad se conoce a mucha gente muy diferente e interesante, míranos a nosotros», insistían una y otra vez sus padres.
La amistad que tenían Lourdes y Alba era un efecto secundario de la relación que entablaron sus padres en sus años como estudiantes. Una amistad sin consentimiento que, con los años, había llegado a ser su relación más estable. Años después, se matricularon en el mismo grado: Historia del arte. Nunca supieron decidirse sobre qué querían estudiar, pero sí tenían claro que no estudiarían lo mismo que sus padres. «Una con poca nota de corte» fue el consenso al que consiguieron llegar.
Como era de esperar en tiempos del 2020, la universidad no estaba siendo como esperaban. Su círculo social no había crecido en especial; la cantidad de «plantillas a seguir» para los trabajos, «modelos que estudiar» y «guiones del profesor» no les transmitían una gran sensación de independencia y crecimiento personal, y las clases eran más parecidas a las del instituto de lo que los profesores querían admitir, más intensas eso sí, aunque estaban convencidas que de eso solo se debía a que nadie estaba acostumbrado al nuevo modelo semipresencial.
—Alba, tía, mi hermana me ha dicho que hay mazo de sitios por el centro donde puedes entrar gratis con el carné de estudiante.
—Pero, en plan, sitios… ¿de qué?
—¡Ay joder! Pues para ver exposiciones y eso —chasqueó con la lengua.
—¡Aaah! ¿Quieres que vayamos a una?
Lourdes asintió con la cabeza y una sonrisa ilusionada.
—Además, seguro que ahora casi no hay gente. Entre que hay que ir con mascarilla y que se están cargando la cultura, poca gente se interesa ya.
Alba sopesó la afirmación que su amiga acababa de proferir como si se tratara de la descripción de lo que había desayunado esa misma mañana y, tras dejar pasar un par de segundos, decidió no entrar en un debate de esa envergadura precisamente con Lourdes.
—Buah, vamos a una que no hayamos visto todavía en clase. De fijo que sabemos interpretarla —concluyó.
Una mirada de complicidad entre las dos amigas fue suficiente para cerrar el plan. No siempre se había entendido tan bien, de pequeñas necesitaban siempre de la intervención de sus padres en sus juegos o, sino, normalmente, Lourdes acababa enfadaba porque Alba no quería compartir y Alba no quería jugar porque Lourdes era demasiado bruta. Sus dinámicas no cambiaron según pasaba el tiempo. En sus años de adolescencia tuvieron un momento de ruptura porque Alba le quitó el novio a Lourdes. Ella clamaba que, en realidad, su amiga no tenía ninguna relación con aquel chico y Lourdes acabó aceptando esta realidad.
Incluso antes de decidir qué grado estudiarían, se causaron varios quebraderos de cabeza la una a otra. Sin darse cuenta, se habían llegado a conocer hasta tal grado de entendimiento que las palabras no eran necesarias entre sí.
—Mira esta, ¿qué dices? —preguntó Lourdes, mirando fijamente la pantalla de su ordenador.
—Mmmm, Kandinsky, no le conozco.
—¡Mejor! ¿No era eso lo que buscábamos?
—Sí, sí. Genial. ¿Cuándo vamos?
—¿Sábado por la tarde, puedes? —tanteó, aunque ya sabía la respuesta.
—Vale, sábado por la tarde, ¿vamos juntas?
De nuevo, no hizo falta una respuesta.
Aquel sábado por la tarde Lourdes se subió sola al autobús que le dejaba en la plaza donde estaba la sala de exposiciones. Enfadada y harta de que Alba siempre llegase tarde, decidió ir por su cuenta, ya se encontrarían allí. Veinte minutos más tarde, Alba se sentó en el banco donde Lourdes se había quedado ensimismada observando un cuadro.
—Hola —dijo Alba, trayéndola de vuelta a la realidad.
—Hola —respondió Lourdes poco entusiasmada. —¿Qué te parece? —señaló con la cabeza el cuadro que se exhibía frente a ellas.
Alba se fijó por primera vez en lo que tenía delante. Tardó unos segundos en responder.
–Me gusta, la verdad, pero no lo entiendo.
—Bueno para eso hemos venido, tronki —propició Lourdes dando a entender que, en el fondo, esos veinte minutos de espera, no había sido para tanto—. Vamos por partes ¿por qué esa elección de colores?
—Pff, es que parece aleatorio, ¿no? No hay un ambiente homogéneo; hay todo tipo de colores, fríos, cálidos, primarios, secundarios, fuertes, claros… Igual que las formas. Son todo formas geométricas, supuestamente simétricas, pero las ha colocado de una forma tan caótica…
—Ya, pierde la armonía ¿no? Es como contradictorio.
Una pareja de ancianos paseaba con calma por los pasillos de la exposición. No se paraban demasiado en cada cuadro, a pesar de que les gustaba lo que transmitían. Sin embargo, sí que se detuvieron al ver a dos chicas sentadas en un banco frente a uno de los cuadros. Primero, se fijaron en el cuadro, pero no supieron discernir qué era aquello que lo hacía destacable frente al resto de los cuadros. Se acercaron al comentario que había colocado en la pared en una esquina al lado del cuadro y leyeron:
Complejidad simple:
Se dice que son los contrastes, las contradicciones los ingredientes necesarios para crear la armonía. ¿Cómo nace del caos la belleza? ¿Cómo puede si quiera nacer un sentido, si acaso no es esa la esencia imposible del caos? ¿No es el caos pura confusión y desorden?, ¿no es un mundo errático y amorfo que, sin embargo, parece tener un sentido intrínseco: la armonía? ¿Acaso la armonía solo existe dentro del caos que, a su vez, existe dentro de cada uno de nosotros? Si de la imagen más aparentemente caótica nace la sensación sublime, entonces en la realidad más dispar y complicada se encuentra el equilibro más claro. Y así, la realidad se contradice a sí misma y encuentra en la consonancia de sus errores y anormalidades el soporte para llegar a la perfección, la belleza y la sublimidad.
La pareja dirigió su mirada hacia las dos chicas que escrutaban el cuadro con tanta fijación que casi se podían ver reflejadas las formas y colores en sus pupilas. Se dedicaron una sonrisa mutua y siguieron con el resto de la visita.