Siempre me han gustado las historias en las que un personaje de nuestra época viaja en el tiempo y se cuela en otro siglo, incluso en otro planeta, pero jamás creí que esto pudiera sucederme a mí. Sí, has oído bien, a mí. Déjame que te cuente.
En realidad, ese día no me sentía muy bien; tal vez tenía fiebre, de modo que no sé cómo llegué hasta aquel palacio imponente, aunque a primera vista austero, ya que no tenía almenas, ventanas o siquiera una triste torre donde encerrar a un atormentado prisionero. En fin, allí estaba yo dispuesta a explorar un nuevo mundo; la residencia de algún rico noble de quién sabe qué lejano reino. Se accedía a aquel palacio a través de una rampa, como en los castillos medievales, aunque esta era un poco extraña… demasiado empinada, pensé para mis adentros. Cuando hice pie en la primera planta, quedé maravillada por los enormes pasillos y estancias, todas ellas ricamente decoradas y, lo que más me sorprendió, algunas de ellas demasiado «modernas» para la época de que calculé databa el palacio, siglos IX o X.
Sin duda debía ser propiedad de un más que acaudalado señor, pues señoras, soldados, cortesanos, sirvientes, criados y multitud de personas revoloteaban por doquier. Algunos tal vez partirían de viaje o a emprender alguna arriesgada misión, pues portaban una especie de alforjas (que curiosamente eran idénticas… «A buen seguro se trata de los colores de su bandera», pensé sin darle mayor importancia). Otros avanzaban, a veces atropelladamente, con una especie de artefactos a modo de ligeros caballos de hierro.
Atravesé primero la parte del palacio que albergaba las alcobas y me llamó la atención que aquellos camastros estuvieran adjudicados, yo pensé que no eran tan refinados en aquellos tiempos: Slattum y Trädkrassula dormían en el de la derecha y, a continuación, también a la derecha, estaba el tálamo algo arrugado de Neiden y Ängslilja, mientras a la izquierda me sorprendió el buen gusto de Malm e Ingalill para decorar su dormitorio. Tras leer estos nombres ya no tenía dudas, había viajado hasta la época de los vikingos y estaba, a buen seguro, en alguna región escandinava. Mi cabeza entonces empezó a fantasear sobre la identidad de aquellas mujeres, sin duda con nombres de princesas de cuento: Ingalill y Ängslilja. A decir verdad, no me transmitió la misma impresión Trädkrassula, a la que imaginé como una valiente guerrera. Bueno, son cosas mías, disculpa.
Alcancé después las cocinas y quedé impresionada: cientos, qué digo cientos… miles de extraños utensilios colgaban de vasares, estanterías e incluso del techo. ¡Qué deliciosos y opíparos banquetes han de celebrar estos ricos señores! Decenas de personas se afanaban y cazcaleaban de aquí para allá junto a los fogones, abriendo y cerrando alacenas y extraños cubículos. Atravesada aquella locura de ruidos y gentes, llegué al gran salón. He de decirte que me quedé muda, atónita, perpleja. Jamás hubiera imaginado que los vikingos hubieran disfrutado de tan alto grado de comodidad y refinamiento, pero así era, lo tenía delante de mis ojos y la evidencia era aplastante.
También aquí algunas estancias tenían el nombre de sus propietarios. Me encantó el de Landskrona, Poäng, Bergshult y Omtänksam, pues era de un cálido color tierra, aunque no puedo decir lo mismo del de Vimle, Annakajsa y Eket, mucho menos acogedor. En fin, sobre gustos no hay nada escrito y, menos, sobre modas de hace casi mil años.
Sonreí mientras seguía mi aventura, que me llevó a la zona de las letrinas. ¿Me creerías si te digo que no note ningún olor nauseabundo? Pues te aseguro que ninguna nube pestilente sobrevolaba aquella estancia, por lo demás tan grande como para que un regimiento hiciera sus necesidades sin siquiera verse las caras. Asombroso. Te aseguro que mi idea sobre los vikingos cambió absolutamente.
Al final de mi periplo por aquel palacio me encontré con una escalera bastante generosa y dudé si aventurarme o volver sobre mis pasos y aceptar mi cobardía. ¿Quién me aseguraba que no bajaría a las partes menos nobles del palacio y que, tal vez, incluso peligrara mi vida?
Tras un intenso debate interno mis pies decidieron por mí y, sin escuchar a mi cabeza, comenzaron el descenso a lo desconocido, quizá a una muerte segura por osar descubrir los secretos del palacio de aquel reino. Lo que se mostró ante mis ojos me confirmó mis peores augurios: había accedido a los sótanos donde se protegían los más ricos tesoros que jamás hubiera imaginado. Preciosas vajillas, cuberterías de brillo cegador, ricos manteles, cuadros de valor incalculable, incluso plantas originarias de exóticos lugares… tenía que huir de allí antes de que me apresaran, pues su secreto ya no estaba seguro.
Corrí tan aprisa como pude y divisé la puerta… «¡Corre, corre, solo unos metros y estás salvada!», me dije. Pero, al intentar salir, un extraño mecanismo me lo impidió e hizo que comenzara a dar vueltas y más vueltas como en una noria de feria. El miedo es más poderoso que cualquier ingenio mecánico, de modo que, justo cuando pude sentir el aire del exterior en la cara, me arrojé con todas mis fuerzas y caí de bruces frente a la puerta del reino. Exhausta, levanté la mirada y, coronando aquel fantástico palacio del color de la noche, pude apenas distinguir las letras que daban nombre a aquel reino lejano al que alguna magia desconocida me había transportado: IKEA.