Mi perra empezó a ladrar y me cagué, porque es mes de temblores. Se me hizo raro; ella generalmente se porta bien: le estaba ladrando al ventanal sin gente. Eran las cinco de la tarde. Me quedé en silencio, esperando a ver si los focos del local se meneaban, o si las sillas se movían de lugar. Nada de eso pasó. Solo me quedó el ritmo acelerado del corazón, como un palpitar directo sobre la sien. Me acerqué a ella para calmarla y, cuando le acaricié la cabeza, no me reconoció: soltó una mordida y, cuando se dio cuenta de quién se trataba, bajó las orejas. Seguro la agarré en un punto ciego.
Trabajo en una fondita de Isabel la Católica, en el Centro de la Ciudad de México. La fundó mi mamá hace años, porque tiene manos de santa y todo lo que cocina le queda bien.
Doña Chabelita, como se dio a conocer entre sus comensales, tiene décadas de ser famosa por sus tlacoyitos y tortas de tamal verde. De chica pensaba que la calle se llamaba así por ella, porque todo el mundo sabía quién era y quería venir a comer a su mesa.
—La gracia de Nuestro Señor es la que nos tiene así de bien, m’hijita. No se te olvide eso nunca —me decía, volteando a ver el altar que le había puesto a la Virgen de Guadalupe en la pared más amplia del local.
Y sí le creo: restaurantes vienen y van alrededor de nosotras, pero, incluso con lluvia, hemos tenido gente esperando a ser atendida en la puerta. Todos los días mi mamá le prende una veladora blanca a su imagen al empezar la jornada. Cuando terminamos de atender al último cliente, la llama se consume solita. Esas cosas no son casualidad. Para nada. Hasta Don Rafa, el dueño de la tienda de cámaras antiguas de la cuadra de atrás, dice que nuestro lugar es el jardín de Dios.
Soy cajera y mesera al mismo tiempo, porque mi señora madre dice que tengo que aprender primero a hacer eso para poder llevar el negocio cuando ella ya no esté. Por eso me ha tocado ver de todo: organilleros, uniformados, ambulantes, músicos con instrumentos rotos. Tantas caras se disipan en la multitud, como si fueran la misma detrás de cada «buenos días», de cada orden, de cada «nos vemos mañana».
Nunca se me va a olvidar cuando llegó por primera vez la chavita de la gabardina de gamuza gastada. Se apareció en la puerta y azotó la puerta, como aire. Se tardó unos segundos en inspeccionar el local con la mirada, detrás de un par de lentes gigantescos. Pensé que se iba a desmayar de lo pálida que estaba. Pero así son las güeritas, ¿no? Descoloridas, sin chiste. Entró sin saludar a nadie. Se sentó sola, como sombra, en la última mesa de la esquina, y cruzó las manos sobre la superficie de plástico.
—Buenas tardes, ¿qué le ofrezco, madre?
—Café.
Así nomás, sin voltearme a ver, sin dar las gracias. Fui por la cafetera y agarré una taza sucia. Al volver a donde estaba, le pregunté por cortesía si le podía ofrecer azúcar.
Me contestó así:
—No.
Le llené la taza a la mitad. No se dio cuenta. Estaba murmurando algo para sí misma que no alcancé a entender, como si llevara la cuenta de algo, o se estuviera recordando una oración para que no se le fuera a ir entre la tormenta violenta que traía sobre sí. A los veinte minutos, me di cuenta de que ya no estaba ahí. Dejó debajo del servilletero un billete de cincuenta pesos, y me dio risa, porque nosotras no cobramos el café. Alrededor de la taza había tres moscas muertas.
A la semana siguiente, la muchacha se apareció otra vez. Sin avisar, azotando la puerta al pasarse y sin hablarle a nadie. Me di cuenta de que, al entrar, la perra le empezó a ladrar a la imagen de la guadalupana que tenemos en el altar. La empujé con el pie para que se callara.
Cuando volteé de nuevo, la chavita ya estaba sentada en el mismo lugar de la ocasión anterior. Me acerqué para ver si se le ofrecía algo y la perra me siguió con la espalda erizada. Detrás de mí, sentí al animal gruñir.
Antes de que le preguntara nada, me dijo:
—Un café.
En ese momento, se quitó la gabardina y le vi un dibujo tatuado sobre el brazo: una mujer entre llamas mirando hacia arriba, como a punto de soltar una plegaria o un grito. De pronto me dio frío. No le contesté nada y le traje café con la taza a medio llenar. Había guardado el billete de cincuenta pesos, porque aquí nadie es ratero. Se lo puse sobre la mesa.
—Aquí no cobramos el café, señorita.
Por primera vez me miró a los ojos. Se le veían enormes detrás de los lentes, como si le fueran a explotar.
—Ese dinero no es mío —suspiró largo y fuerte—. Con permiso.
Se puso la gabardina nuevamente, se paró y se fue. Detrás de sí, dejó una película de polvo sobre el suelo.
Así pasaron varias semanas. Venía alrededor de la misma hora, se sentaba sola en la última mesa del local en silencio, le servía café y se retiraba sin tocarlo. Siempre que me acercaba a atenderla, la perra se venía detrás de mí con una inquietud poco usual en ella. Cuando la chavita se iba, el animal se acostaba debajo del altar con la espina bien erizada, como si tuviera miedo.
Conforme pasaban los días, me di cuenta de que la gente se dejaba de sentar en ese lugar, como si estuviera bloqueado. Al principio me daba lo mismo: era una mesa menos que limpiar. Luego me causó extrañeza. Cada viernes, la muchacha se aparecía en la puerta con la misma expresión sombría, la espalda ligeramente encorvada debajo de una blusa de tirantes y los labios completamente sellados. A veces, traía una cámara de esas viejitas colgada al cuello, pero nunca la vi usarla. Apenas la sostenía con el antebrazo contra sí, como si temiese que se la fueran a quitar. Como no molestaba a nadie, dejé de prestarle atención. Hay mucha gente rara en este mundo.
Un día, Don Rafa llegó a desayunar con la cara pálida. Al tomarle la orden, le pregunté:
—¿Qué trae, Don Rafa?
—No, Marce. Es que está cabrón —le temblaban las manos—. Está cabrón.
—No me diga que su señora anda malita.
Me volteó a ver nervioso, como si sospechara que alguien más lo escuchara, y me contestó con la voz entrecortada:
—Es que al local llegó una bruja.
La perra empezó a ladrarle al ventanal vacío. Escuché a mi mamá acercarse a callarla para que no espantara a los comensales. Don Rafa estaba sudando. Así me la describió:
—Tiene los ojos vacíos, los brazos bien flaquitos y se agarra el pelo en un chongo deshecho. Nos ha traído rollos mes con mes para que les hagamos trabajo de revelado. Pero no me da confianza, Marcelina. No me da confianza.
Me disculpé diciéndole que ya iba siendo hora de que le trajera de desayunar, y que tenía que atender a los demás clientes. Mientras cubría las demás mesas, lo veía mirar el plato bien colmado de chilaquiles en silencio, con los codos sobre la mesa y las manos cubriéndole la mitad del rostro. No tocó la comida en media hora.
—Híjole, Don Rafa. Ya se le enfrió el plato y no se ha comido nada.
No me escuchó. Sólo me dijo:
—¿Sabe cómo supe que era bruja, Marce?
—Dígame.
—Su cámara hace que la gente se quede callada.
No le contesté. Le traje la cuenta. Me pagó y no se esperó a que le trajera el cambio.
Antes de que se fuera, lo escuché decir «es la piel de Judas».
El sábado me toca ir al mercado para comprar la mercancía de la semana siguiente. Me gusta tomar ese tiempo para no hablarle a nadie; para ver la ciudad. Ese día, me acuerdo de que, al dar la vuelta en Dr. Vertiz, me topé con la chavita de la gabardina de gamuza gastada de frente.
Traía una cámara en la mano y me veía con los mismos ojos desorbitados de siempre, como si viera fantasmas.
—Buenos días, señorita.
Me miró de arriba a abajo.
—Su mamá va a estar bien. Me lo prometió la flaca.
—¿Qué flaca?
Apuntó frente a sí, a una caja de cristal que le doblaba la estatura sobre la banqueta. Luego llamó a un taxi, se subió y se fue. La escuché decir que iba a Xola. Mientras el conductor prendía el taxímetro, la muchacha se me quedó viendo en silencio. No me pude mover hasta que perdí de vista el carro. Detrás de mí, en la vitrina, estaba uno de esos altares a Malverde, con un maniquí de un esqueleto vestido con un velo rojo. Esa noche, la perra se murió por envenenamiento. Hoy la tengo incinerada al lado de la imagen de la Virgen de Guadalupe en una urna discreta.
Nunca he vuelto a permitir animales en el restaurante.