Era tiempo del informe escolar y, para llegar a Huatulco, debía cruzar a pie el espeso bosque tropical; ahí, podría trepar al primer camión de carga disponible, pues no había otro medio de transporte por esas brechas exuberantes donde era necesario abrir camino machete en mano. Dejé atrás el caserío donde trabajaba y tomé la vereda estrecha hacia la pródiga espesura. Recorrí los varios kilómetros sin avistar presencia humana por una senda de asombrosa belleza, poblada por muy variada fauna en medio de parajes dignos de las más elocuentes descripciones.
Después de algunas horas, transitaba entre chozas que indicaban que estaba en Huatulco, primera parada en mi camino a Pochutla y, después, Puerto Ángel, sede de la Jefatura escolar. De acuerdo con mi rutina, llegué a la plaza principal a tomar un refrigerio en la cocina donde ya era conocido. Ahí, me enteraba sobre las noticias locales y la transportación a Pochutla. También, recobraba energías para completar la agotadora travesía, mientras comía charlando con las mujeres alegres y respetables, dueñas del lugar. Agobiado por el calor intenso y enceguecido por la reverberación de la luz solar, traspasé el dintel del restaurante encandilado, pero aliviado, al fin, por el ambiente fresco que contrastaba con el temible exterior.
Habitualmente vacío, el lugar lo llenaba ahora un pelotón de soldados que ocupaba todas las mesas. Saludé con un «buenas tardes» y busqué sin éxito algún asiento libre. Todas las miradas convergían en mí, pues el pelo largo y la vestimenta andrajosa delataban mi condición de hippie (algo nuevo en esa época). Un soldado, de manera amable, intentó cederme su lugar, pero el capitán, ubicado en la mesa central, se lo impidió con voz autoritaria.
Enseguida, me ordenó que fuera hacia su grupo y me sentara con ellos. Era una mesa larga con el capitán al centro. Obedecí agradecido por el cortés, aunque en cierta medida grosero, gesto y ocupé el lugar exactamente frente al oficial de 50 años. Intercambiamos saludos y presentaciones para proseguir con una plática lo más sensata posible, considerando que había un interlocutor ebrio y no era yo. Enseguida, lo que inició como una charla superflua derivó, por su parte, a lo personal cuando vio que disentíamos. Comenzó a interrogarme de forma agresiva, cada vez más agitado, pues no le gustaban mis respuestas.
Eran los años 60, el surgimiento de los Beatles, la oposición a la guerra, la explosión de la contracultura psicodélica, el festival representativo de Woodstock y la consigna de Amor y Paz habían creado una «barrera generacional» entre los jóvenes y los viejos, dicho sea con respeto. Puesto de otro modo, ello estaba transformando drásticamente las relaciones entre la gente mayor y la juventud, ya que estos últimos se rebelaban contra la intemporal hegemonía adulta y fue precisamente ese contexto lo que disparó los eventos que me expusieron al peligro aquella tarde.
Cada vez más frustrado y ebrio, el capitán pasó de denostar a la gente como yo, a insultar abiertamente y a voz en cuello a quienes usaban pelo largo, vestían andrajos y vivían de manera diferente a la tradicional; decía que eran rebeldes insolentes, activos en la revolución sexual y faltos de solemnidad y aquiescencia respecto a los cánones de conducta establecidos, sin mencionar el consumo de estupefacientes por casi todos los participantes.
Lo más memorable para mi, sin embargo, era la inocencia y candor con los que rebatía sus críticas y ofensas auxiliado solo por la lógica. Todo era como un juego asertivo y la frescura y humor de mis respuestas hacían reír discretamente a la soldadesca. Sin proponérmelo, mis divertidas aserciones lo dejaban expuesto en cada embestida. El capitán luchaba con denuedo por reincorporarse y librarse del ridículo al verse vapuleado frente a sus subordinados, pero su estado alcoholizado no lo ayudaba.
Noté con sorpresa que el militar, incluso sobrio, no hubiera tenido la inteligencia o moderación para percatarse que él solo se ponía en situación precaria debido a sus equivocados lances derogatorios. Todo se agravaba por la presencia de su pelotón: testigos azorados al ver las reacciones de su comandante. Veían incrédulos a un jovenzuelo faltar al respeto al infalible y valiente capitán y que este, ahogándose en su ego y «viaje de poder», fracasaba repetidamente en detener la masacre.
Debo confesar que me divertía, sobre todo porque, aun dentro de su silencio y caras impenetrables, podía ver que algunos soldados estaban de mi lado —discretamente complacidos por ver a su prepotente jefe vencido en su propia retórica—; complacidos por presenciar cómo ese idolillo de barro se hacía trizas en el piso, verde de rabia por cacahuates y niñerías; complacidos por atestiguar cuán vulnerable era ese comandante en realidad ante ideas que no valía la pena defender. Ya no era el supremo y adusto estratega con mentalidad superior a sus guerreros. Ahora era un borrachín confundido, muerto de rabia ante la impenetrabilidad de la lógica que, sin darse cuenta, manejaba con la destreza de una espada ninja ese truhan adolescente.
De súbito, apurado, empecé a consultar el reloj pues avanzaba la tarde y debía llegar al puerto antes del anochecer. Cuando supo esto el capitán, impidió que me levantara del asiento. Dijo que él y su patrulla también iban hacia el puerto y que no había por qué preocuparse, que ellos me llevarían. Sentí que se hundía el piso y se prendían alertas rojas. Insistió en continuar el debate, pero, sinceramente, ya estaba aburrido de lidiar con un borracho. Para retenerme me invitó a beber cerveza, pero me negué pues no tomaba alcohol y supe que, si aceptaba, el «debate» continuaría ad infinitum y que, a ese ritmo, solo ahondaríamos las diferencias.
No me equivoqué en esta última apreciación. Cada vez más frustrado y más alcoholizado, el capitán insistió en tener la última palabra y de manera forzosa y casi violenta me espetaba a la cara asuntos que ya habíamos discutido y me retaba a que le diera respuestas. Alarmado, veía esfumase toda la diversión. Temeroso ahora, debía manejar la situación para alejarme de ese punto a la brevedad y quedar fuera de peligro. La diatriba del capitán era cada vez más necia y rencorosa y era yo el blanco de su odio. Aún más, podía ver en sus ojos obnubilados la irracionalidad y la muerte.
No me equivoqué tampoco aquí. Cuando me vio decidido a dejar el lugar y salir a la calle, se levantó como resorte y asumiendo voz de mando dio órdenes a los soldados para que me apresaran, lo cual hicieron en un instante sin chistar. Sostenidos mis brazos por los guardias y creyendo me iba a golpear el estómago, acercó su cara a la mía para decirme ahora con voz muy baja: «escucha esto maldito mugroso, me dejo de llamar como me llamo si no amaneces mañana fusilado hijo de la chingada». Y, sin más, dio la orden de llevarme al camión militar donde iría custodiado rumbo a un paredón aún no precisado.
¡No podía creer hacia donde había derivado mi viaje de trabajo! Profundamente angustiado e inerme, vi cómo se perdía el pueblo en la noche mientras nos alejábamos rumbo a Pochutla. En la banca elevada del transporte militar, los soldados me tenían sujeto en la penumbra. Por sus miradas de desaprobación y desprecio, noté que algunos de ellos estaban con el capitán que viajaba adelante en la cabina. Sus sonrisas torcidas anticipaban el momento en que ejecutarían con gusto, en cualquier punto del camino, a este mozalbete irrespetuoso que había ridiculizado a su intocable y amado comandante.
Se me ocurrió narrarles mi propia experiencia en la Escuela Militar para tratar de suavizar la situación. Era un intento por demostrarles que no éramos tan diferentes y que tal vez no valía la pena ser tan drásticos.
—Ahh, ¿traca-traca? ¿Fuiste traca-traca? —me preguntaban incrédulos y con moderado interés mientras me miraban con menor dureza.
—Sí, traca-traca —encargado de las claves Morse y la telefonía de campaña. Podía leer en sus caras la solemne deferencia prodigada a esa rama del ejército.
Pero eso fue todo. Ello bastó para que suavizaran un poco su actitud, pero la orden estaba dada y debían cumplirla. En un ambiente un poco más relajado, varios cayeron dormidos pues venían cansados. Yo solo rezaba en mi interior, molesto por haber actuado sin prudencia y tacto. Ahora iba a pagar mi osadía y nadie podía salvarme. Lloré una y otra vez ante la fragilidad de una existencia tan corta que terminaría sin mayor boato.
Me inquietaba no encontrar heraldos especiales que vinieran a anunciar mi muerte; saber que morir puede ser una cuestión cotidiana y trivial sin recepciones celestiales; que a muchos les llega sin darse cuenta; que no siempre es un evento glorioso o glamuroso donde tus seres queridos te despiden entre llantos y bendiciones; que una muerte puede ser tan anónima e insignificante como lo puede ser también una vida. Pero, también, ¿por qué tendría que ser algo especial? Me consolaba pensar que, tal vez, para uno sí lo sea mientras se muere, pero la gente que aquí queda olvida pronto y lo que fue un tenue recuerdo se diluye ligero en la nada.
De pronto, las avenidas iluminadas indicaron que estábamos en Pochutla. Era la madrugada y el camión recorría las calles desiertas y cálidas con su ruidoso motor diésel. No podía creer que veía de nuevo esta ciudad pues calculé me matarían en el camino. Ello avivó mi tristeza pues ahora no estaba seguro de ver Puerto Ángel. En el camino me había resignado, pero ahora un nuevo deseo de vivir aumentaba mi desolación.
Parecía una triste película en blanco y negro la ciudad desierta, visible desde la parte posterior del camión. Trataba de ordenar mis pensamientos, pues serían los últimos. Noté que los soldados, quienes se habían alegrado con mi confidencia de la escuela militar me miraban ahora con tristeza. Sentí que mi vida llegaba a su fin, pues deduje que su talante anunciaba que se cumpliría la ejecución. Me exasperaba el cariz que había tomado mi viaje a la Inspección escolar, iniciado en la vereda sagrada del bosque para terminar atrapado en una circunstancia por demás absurda, injusta e irreal.
El camión paró. Pude ver al chofer hacer señas a sus compañeros por el retrovisor. Pude ver también que el capitán cabeceaba dormido. Me alisté para ser conducido a algún paredón desconocido. Casi todos iban dormidos y los que me custodiaban me miraban con súbita intensidad. Me sentí la criatura más indefensa y vulnerable, seguro de que mi vida llegaba a su fin, de que estaba literalmente en sus manos. Siguieron intercambiando señales que solo ellos entendían y entonces el sargento me dijo casi en secreto:
—¡Pélate! —Yo no entendí lo que me decía y repitió un poco más alto:
—¡Pélate! —Ah, entonces así iba a ser, ¿no? ¿Ley fuga? Claro, así no habría responsables y…
—¡Que te peles, pendejo! —Me volvió a decir exasperado, sacándome de mis erradas cavilaciones.
Permanecí en mi asiento cinco segundos más para ver por última vez al capitán babeando en la cabina, al chofer en ascuas señalizando por el espejo, al galón de mirada intensa que me indicaba huir y al resto del pelotón con caras inexpresivas. Sin decir palabra, salté como gato desde lo alto de la plataforma y corrí como nunca lo había hecho. Avancé como 50 metros cuando se escucharon dos descargas de FAL. Me tiré bajo un coche en la oscuridad. Escuché al camión ponerse en marcha y solo hasta que regresó el silencio salí de mi escondrijo sin ningún rasguño.
Temprano, me dirigí a Puerto Ángel, pero aun siendo cuidadoso. Al salir de la Jefatura me topé de frente al capitán. Venía en ruidosa y alegre charla, rodeado de elegantes damas y hombres de importante apariencia. Congelado, permanecí en mi sitio mientras pasaban de largo sin prestarme atención, como si fuera yo invisible. Bien rasurado, con impecable uniforme y carismático no acusaba indicios de haber sentenciado a muerte injustamente a un joven inocente apenas la noche anterior.