El filme Nkomati, el derecho de vivir en paz, es un esfuerzo por homenajear al pueblo mozambicano. Gente maravillosa que sufrió esclavitud, colonialismo y, luego, ya como nación independiente, una guerra civil provocada por el vecino régimen de apartheid de Sudáfrica. Este país, al ver que sus vecinos se liberaban del yugo colonial, como Angola, Namibia, Zimbabue y, naturalmente, Mozambique, reacciona organizando grupos armados y los introduce en sus territorios para desestabilizarlos y, así, impedir que se convirtieran en ejemplo para el pueblo sudafricano que vivía bajo el poder de una minoría de blancos.
Para la realización de este filme recorrí gran parte del país, capturando imágenes que describieran la rica y diversa cultura de Mozambique. Uno de los lugares más interesantes y difíciles de visitar fue el planalto de Mueda, localizado en el norte, muy cerca de la frontera con Tanzania, territorio inexpugnable de la etnia Makonde.
Este grupo étnico fue muy temido en el pasado colonial. Eran hábiles guerreros. El movimiento de liberación Frelimo, que luchó contra los colonialistas portugueses, estaba compuesto por muchos soldados y jefes militares de esa etnia. Hasta no hace muchos años, era casi un derecho adquirido que el ministro de defensa de Mozambique fuera Makonde.
Durante la realización de este filme tuve la oportunidad, junto a mi querido socio y medio hermano, Haroon Patel, de volar hasta Mueda. Aterrizamos en una improvisada pista de tierra, muy estrecha, la cual fue rápidamente invadida por cientos de niños que corrían al costado del avión, mientras éste rodaba hasta detenerse, finalmente, muy cerca del monumento que conmemora la masacre de Mueda, en pleno centro de la aldea. La masacre de Mueda fue ejecutada por soldados portugueses, durante la colonia, contra un grupo de indígenas Makondes que se manifestaron contra la detención de sus líderes.
Lo más increíble sucedió cuando bajé del avión y se nos acercó un joven para ofrecerme una bella escultura tallada en ébano. La población de Mueda vivía en un completo aislamiento; corría el año 1985, en el país solo era posible ver televisión en la capital, la prensa no llegaba a las regiones, solamente la radio era posible de oír. En ese desierto en vida, el joven ofrece cambiarme su maravillosa escultura por mis sudados calcetines Nike, a los que apuntaba insistentemente con su dedo.
¿Cómo era posible que, para este joven, mis Nike, tuvieran el mismo valor que su magnífica escultura de ébano? ¿Cómo era posible que haya sido seducido por el poder del marketing, viviendo en esa realidad tan primaria? Es algo que hasta el día de hoy no logro comprender. Hoy, un par de esas esculturas, para mi placer, adornan el rincón africano de mi departamento, gracias a que mi amigo Patel, como fiel islamita, no puede adorar figuras.
Mi colega Daniel Guicossecosse, editor de varios de mis documentales, me comentó que su abuela era Makonde. Las mujeres de esta etnia se distinguían por sus tatuajes en el cuerpo, brazos y rostro. También acostumbraban a usar discos de ébano incrustados en su labio inferior y orejas. Daniel me explicó que, en la época de la trata de esclavos, las mujeres se tatuaban para evitar ser raptadas por los traficantes de esclavos, quienes escogían aquellas personas que estimaban más fuertes y fáciles de vender. Los futuros esclavos eran almacenados en celdas, en una fortaleza ubicada en Ilha de Moçambique, lugar donde atracaban barcos en busca de esclavos que, luego, como animales apiñados en las bodegas, cruzaban el atlántico. Los que lograban sobrevivir la travesía eran vendidos en América. Con el paso del tiempo, esos tatuajes pasaron a ser percibidos como símbolos decorativos en todo el mundo.
Mozambique, a pesar de los estragos que provocaba la guerra civil impuesta por Sudáfrica, estaba dispuesta a sentarse a dialogar con su poderoso enemigo y firmar un acuerdo de paz. Ese acuerdo era el de Nkomati. Eran momentos de gran debate en el país, no todos concordaban con esa idea. Su presidente y héroe nacional, Samora Machel, estaba convencido de su importancia y necesidad. Finalmente, el acuerdo fue firmado en la frontera entre los dos países, en la ribera del río Nkomati, el día 13 de marzo de 1984.
Yo comencé las filmaciones en mayo de 1985. El filme fue una producción del Instituto Nacional de Cinema, fue realizado en 16 milímetros a color y revelado en Zimbabue.
Una de las escenas más bellas que filmé fue una que ocurre en el barrio Polana Caniço. Lugar relativamente cerca del centro de Maputo (capital). Era una típica aldea rural que teníamos a nuestro alcance. Parecía nuestro Cinecittà. Los cineastas siempre recurríamos allí para ambientar escenas rurales, ya que, por causa de la guerra, civil era muy difícil recorrer el país. Estábamos sitiados en la capital. Recuerdo que, desde mi casa, cada atardecer era posible oír los tambores de las ceremonias de curanderos o fiestas. La escena por filmar en ese lugar era la proyección del noticiero cinematográfico semanal que realizaba el Instituto Nacional de Cinema, llamado Kuxa-Kanema. El Kuxa-Kanema era el único medio audiovisual que llegaba a través del Cinema móvil a algunas zonas rurales. La televisión aún estaba en etapa experimental.
Preparé tres notas para esa presentación. La primera fue sobre las movilizaciones y protestas que se iniciaban en Chile contra Pinochet. Proyecté escenas de mi filme Rebelión Ahora, que realicé, clandestinamente, en 1983. La segunda nota, era sobre los llamados vulgarmente «bandidos armados» Renamo. Estos eran un grupo armado instrumentalizado por Sudáfrica para realizar sabotajes en territorio de Mozambique. La última y más importante noticia era sobre el acuerdo de paz de Nkomati firmado por Mozambique y Sudáfrica.
En el centro de la aldea existía un sitio eriazo que semejaba una plaza, era el lugar usado por la comunidad para sus reuniones. En ella había una pequeña caseta del Gabinete de Comunicaçao Social, una especie de radio local que transmitía información de utilidad pública y música, a través de un alto parlante ubicado en un largo palo, a gran altura. Ese era el medio de comunicación por el cual la gente de la aldea lograba informarse, entre otras noticias, de cuándo venían a vacunar o de la fecha del próximo mitin político.
Nuestra actividad fue anunciada por ese medio. Lentamente comenzaron a llegar cientos de niños, algunos ancianos, grupos de mujeres y jóvenes. Ese atardecer fue una auténtica fiesta, no era algo frecuente tener la posibilidad de ver una proyección de cine. Para muchos era la primera vez que asistían a un evento de estas características.
El filme Nkomati, el derecho de vivir en paz, fue estrenado en la sala del Cine Estudio 222, el día 31 de enero de 1986. En una nota de prensa que se publicó unos días después, el ministro de información José Luis Cabaço, manifestó que el filme no había sido bien comprendido por el público.
Treinta años después, en 2016, fui invitado al festival de cine Dockanema en Mozambique, momento en el cual tuve la oportunidad de encontrarme con el exministro Cabaço en un almuerzo homenaje al cineasta mozambicano, Rui Guerra, quien fue condecorado como el padre del cine de esa joven nación. Recordamos aquel comentario de prensa sobre Nkomati. Lo que la gente no entendió —decía el exministro—, fue el montaje irónico que realizaste con las escenas de los sudafricanos.
El montaje aludido en el noticiero Kuxa-Kanema pretendía demostrar la diferencia que yo apreciaba que existía entre la postura de Mozambique y la de Sudáfrica. Las imágenes mostraban a Samora Machel llegando con un solemne paso marcial. La sobriedad de los invitados mozambicanos, entre los que destacaban mi recordado amigo Malangatana y Graça Machel, ministra de cultura y educación y esposa de Samora. El filme también resaltaba la sobriedad del discurso de Samora y su solemnidad durante la firma del acuerdo. No cabían dudas sobre la verdadera importancia que representaba este acuerdo de paz para Samora y su país. En contrapunto, las escenas de las autoridades sudafricanas, su presidente Pieter Botha y sus blancos invitados, miembros de la alta sociedad sudafricana, parecían asistir a un gran desfile de moda. Era un auténtico espectáculo social, al que se sumaba la arrogante presencia del poderoso y numeroso ejército del apartheid. Escenas muy claras que me permitían poder reflejar mis sospechas en relación con la postura sudafricana.
El montaje que realicé fue al ritmo del tema In the Mood, del famoso director de orquesta norteamericano Glenn Miller. Fue la forma cinematográfica o dramatúrgica de expresar mis dudas respecto a la verdadera disposición del gobierno sudafricano de respetar y cumplir a cabalidad el acuerdo de paz que suscribía. La firma del acuerdo se realizaba mientras Nelson Mandela seguía prisionero en Robben Island.
Mi sentido común me decía que un país tan pobre, con un enemigo tan poderoso, debía arriesgarse y aventurarse en aras de impedir más muertes. Vivíamos en tiempos de guerra fría. A pesar de eso, uno constataba cómo las superpotencias, EE. UU. y la URSS dialogaban y negociaban futuros acuerdos, ¿por qué no podría hacerlo Mozambique? Mis dudas en torno al verdadero interés de Sudáfrica por firmar este acuerdo de paz eran alimentadas, cada vez que pasaba por el aeropuerto internacional de Johannesburgo y veía gran cantidad de aviones Jumbo, de diferentes líneas aéreas europeas y americanas estacionados. Me confirmaban que el supuesto boicot de Naciones Unidas al régimen de apartheid era más falso que Judas. Esto permitía que el gobierno sudafricano se sintiera fuerte, pues sabía, como hoy lo sabe Israel, que contaba con poderosos aliados que lo protegían.
En agosto de 1986, la embajada de la República Democrática Alemana en Maputo me envió un mensaje; me informaban que el filme Nkomati, había sido seleccionado para participar en el Festival de Leipzig, ese mes de noviembre. Pero pasó lo que nunca hubiera deseado que sucediera. Mi montaje irónico se convertiría en un montaje premonitorio. Ese mismo año del estreno, pero ocho meses después, el día 19 de octubre de 1986, muere Samora Machel, producto de un sabotaje realizado por el servicio de inteligencia sudafricano contra el avión presidencial. El acuerdo de paz y de buena vecindad firmado entre ambos países, no había sido respetado por Botha y su régimen de apartheid.
Papá Samora, como era llamado por los jóvenes, había muerto. Durante esos días, todos los cineastas del Instituto Nacional de Cinema salimos a las calles de Maputo a filmar las diversas expresiones de dolor y rabia que manifestaba el pueblo mozambicano frente a esta tragedia. Esas escenas de dolor y rabia me permitieron más tarde realizar el filme Papá Samora, el cual es un poema audiovisual donde los niños y jóvenes mozambicanos declaran su amor y respeto al padre de la nación.
Faltando muy poco tiempo para el inicio del festival de Leipzig en la DDR, pasé por la embajada alemana a retirar el pasaje de avión que me llevaría nuevamente al Festival. La vez anterior había sido en 1984, cuando fui invitado a presentar Rebelión Ahora. Esa vez también viajé desde Mozambique.
Recuerdo que el avión de la línea aérea de Mozambique iba repleto de mozambicanos que iban a estudiar y trabajar en Alemania. Mientras esperaba el control policial en el aeropuerto de Berlín, en una de las dos largas y lentas filas, debido al minucioso registro que les hacían a los pasajeros, vi que en la sala de espera estaba un tipo con un cartel del Festival de Leipzig. Aún no sé cómo pasé y, sin darme cuenta, estaba viajando en un VAZ soviético junto a un cineasta de la India rumbo al festival.
En Leipzig, tuve la suerte de ganar con mi filme Rebelión ahora, el premio Föderungspreis. De regreso en Berlín, rumbo a Mozambique, llegué al hotel ubicado frente a la puerta de Brandeburgo. Entregué al conserje mi pasaporte chileno. Pacientemente, vi cómo el conserje pasaba de página en página, escena que se repitió innumerables veces. Con cada minuto que pasaba se le notaba más y más complicado, hasta que llamó a un colega y le comentó, mientras seguía buscando algo, página por página. Finalmente, el colega tomó mi pasaporte y salió rápidamente hacia la calle. El conserje me hizo un gesto para que tome asiento y espere. Pasados unos veinte minutos, regresó el colega; por fin, veo que el rostro del conserje se relaja y me invita a acercarme. Solo en ese momento me percaté que había estado durante una semana totalmente ilegal en la DDR, sin que la famosa Stasi se percatara.
Pocos días antes de emprender mi segundo viaje rumbo a la República Democrática Alemana, me comunicaron que el filme Nkomati solamente se mostraría en una sección paralela y no en la oficial, como se me había informado previamente. La explicación que esgrimieron fue que Alemania Democrática no había estado de acuerdo con la firma del tratado de paz. No encontré mejor remedio que ir a devolverles su pasaje.
La negativa postura que adoptaron los países del bloque socialista con respecto al acuerdo de paz de Nkomati, fue algo que nunca pude comprender. Era ininteligible que, a un país tan destruido, recién liberado del colonialismo portugués, con altas tasas de mortalidad por hambre y enfermedades, con un enorme porcentaje de analfabetismo, se le impidiera la posibilidad de concretar el sueño de vivir en paz. La miopía de quienes se suponía eran «aliados de los llamados países del tercer mundo» y la total ceguera que tuvieron con relación a lo que sucedía en su interior, no tengo dudas, fue factor determinante en la desaparición de todo ese bloque de países y, con ello, también de nuestra utopía.
Pero la vida a menudo nos da sorpresas y nos enseña que la realidad es siempre más verdadera y maravillosa que nuestros sueños e imaginación.
Fue el amor quien hizo posible, finalmente, que esos dos pueblos lograran la tan anhelada hermandad, al casarse la señora Graça Machel, viuda de Samora, con Nelson Mandela, presidente de Sudáfrica.