Hay una esquina en el pueblo de mis padres que siempre me evoca el mismo recuerdo. Es la que se encuentra entre los portales de la Presidencia Municipal y el corredor que lleva a la biblioteca del centro. Como todo pueblo del Bajío michoacano que se respete, el de mis padres tenía su vago particular, pero, a diferencia de los otros poblados, en este el vago tenía nombre y era un personaje integrado a la vida de todos los días. No importa cuánto tiempo haya pasado, ni que el personaje en cuestión haya muerto hace tantos años, cada que paso por ahí aún puedo ver la figura de Gondo y aspirar los vapores del aroma que siempre lo acompañó.
Era un hombre delgado, en los huesos, con unas pequeñas ranuras verdes por ojos y la cara manchada de hollín. Tenía el pelo permanentemente revuelto y despeinado, su barba estaba tan crecida que, en realidad, no se sabía dónde terminaba. Las uñas de sus manos eran largas y retorcidas, como las de los pies. Siempre se me figuraron garras negras.
Por las mañanas podías ver a Gondo caminar a toda prisa, arrastrando una cobija de lana que algún día tuvo finas rayas de muchos colores que ya no se notaban por la mugre y los restos de orines que la mojaron y se secaron con los rayos del sol. Su primera actividad del día era correr a los traspatios del mercado a hurgar los basureros, para sacar fruta podrida y comérsela sonriendo. Si alguien se acercaba a ofrecerle un taco, era despedido con proyectiles hechos de cáscaras de plátano, restos de mangos, semillas de sandía o lo que tuviera a la mano. Luego se desaparecía.
Muchos dicen que se iba a esconder al Callejón del Hielo, pero yo nunca lo vi ahí. Tampoco lo encontré sentado en la rivera del Lerma, recargado en los pilares de cantera rosa del puente Cavadas, aunque dicen que se pasaba horas y horas mirando el río. Hablaba mucho consigo mismo y a veces gritaba. Movía mucho las manos y elevaba el dedo índice al ritmo de palabras ininteligibles. No lo recuerdo persiguiendo niños, ni lo vi metiendo niñas en un costal. Me temo que esas eran las típicas historias que se le dicen a una niña para que se porte bien y se coma todo lo que le sirven cuando está de visita. Se decían muchas cosas de Gondo.
Hay gente que lo conoció antes de que fuera Gondo. Antes, se llamaba Manuel y era el contador en una de las empresas de una de las familias importantes. Unos dicen que lo liaron en un enredo de herencias, otros que fue un traidor. Los rumores hablan de un par de hermanos que le tenían envidia al mayor, por ser el favorito de su padre. Le inventaron un garlito con ayuda del contador. Le pagaron treinta monedas de plata por alterar una cifra y ellos se encargaron de lo demás. Un día el mayor apareció flotando en el Lerma. Dicen que Manuel, arrepentido, corrió a devolver las monedas y a buscar indulgencia. La viuda no le permitió asistir a los funerales; jamás quiso hablar con él.
Hay gente que asegura que el contador era un buen hombre que se dejó embabucar. Hay otros que opinan que un buen hombre no se presta a tarugadas. Cuentan que la misma noche del entierro, Manuel se quitó la corbata, se encasquetó un jorongo y se pegó a una botella de tequila blanco. Colgó la cordura en un clavito y jamás regresó por ella. Dicen que se le hicieron tantas arrugas por andar llorando su arrepentimiento. Parecía un anciano, pero no era tan grande. «¡Este loco no olvida!», gritaba a todas horas.
Por las tardes, cuando ya estaba por oscurecer, Gondo volvía a salir de su escondite cargando una pila de cajas de cartón. Llegaba a la esquina de los portales y emprendía la preparación de su nido. Lentamente acomodaba sus cosas, con parsimonia y tranquilidad. Al terminar, se paraba debajo de una farola y encendía alguna bacha o un cigarrillo. Se apoyaba en el poste y se consagraba a ver a la gente pasar. Escupía hilos de humo que se elevaban haciendo figuras hasta que se confundían con la luz del foco. Miraba con los ojos opacos, extraviados, como quien no espera a nadie.
Ya se sabe que en los pueblos hay rutinas que se repiten un día sí y el otro también. Por eso, Gondo se recargaba siempre en el mismo farol. Esperaba hasta que los veía a lo lejos, gomosos, enjoyados, con un brillo con el que recubrieron sus figuras de traidores. Al pasar frente a él aceleraban el paso, marcaban más las zancadas, como si tuvieran prisa. Gondo sonreía, se llevaba la mano al ala de un sombrero imaginario, elevaba las cejas, pero no saludaba a nadie. En el momento en que los tenía enfrente, pronunciaba palabras ininteligibles, los ojos se le desorbitaban y rascaba el suelo con las uñas. Los hermanos dejaban la plática y encontraban todas las razones que hubiese en la vida para empezar a correr. Gondo se reía a carcajadas sosteniéndose una barriga imaginaria. Luego, volvía a llorar: «¡Este loco no olvida!».
¿Cuántas veces habré visto esa escena? Muchas y nunca entendí por qué los untosos perfumados jamás variaron la ruta. Todos los días pasaron por ahí. Todos los días Gondo los esperó recargado en un farol. Luego, como quien ya cumplió su cometido del día, se iba a dormir en el nido de cartones.
Como todo pueblo del Bajío michoacano que se respeta, el de mis padres tuvo su vago particular. Pero a diferencia de los otros poblados, en éste el vago tenía nombre y arrastró la leyenda un remordimiento que, con intención o sin ella, sirvió. Evitó que los efectos de una traición entre hermanos quedaran en la impunidad del olvido. O eso dice la gente.
De niñas, a mi prima Bety y a mí nos gustaba ir por buñuelos con almíbar de piloncillo y atole a la plaza. Nos quedábamos dando la vuelta, caminando entre los portales, platicando con los amigos. A veces, se nos hacía tarde para regresar a casa de la tía Tolla. Teníamos que pasar por aquella esquina y me daba miedo, pero era la única forma de regresar. Veíamos a Gondo junto al farol hecho taquito, enrollado entre los cartones y su gabán. Olía a orines. Dábamos pasos chiquitos para no despertarlo. Eso aumentaba la angustia porque nos tardábamos más en pasar. Hubiera sido mejor pasar corriendo. Gondo no se iba a mover. Pero en la infancia no se entienden muchas cosas y se sobreentienden otras. Ni Bety ni yo queríamos terminar en el costal del Gondo, aunque ni Bety ni yo vimos a Gondo con un costal.
Hace poco visité el pueblo de mis padres. Bety ya no vive ahí, pero fui por mi buñuelo con almíbar de piloncillo y por mi atole. A los escritores nos gusta recordar. Para variar, se mi hizo tarde caminando en la plaza y saludando gente. Se me hizo tarde para volver a casa de mi tía Tolla. Pasé por esa esquina, la que se encuentra entre los portales de la Presidencia Municipal y el corredor que lleva a la biblioteca del centro. A pesar de que hace años que Gondo ya no está, empecé a caminar con pasos chiquititos.