Era emocionante dejar atrás la metrópoli para visitar la provincia rústica, aunque solo fuera en vacaciones. Salíamos por el norte de la ciudad de México para llegar a nuestro primer destino dentro de Guanajuato, una población agrícola y ganadera de callejuelas empedradas y faroles mortecinos que parecía detenida en el tiempo; antesala al increíble paisaje del que no regresaríamos por lo menos en 15 días. Era una pausa obligada pues allí creció mi padre, ahora sepultado en la parroquia junto con toda su generación. Pero entonces todos vivían y era él quien nos llevaba de viaje; mientras su hermano, quien residía en ese pueblo, se unía a nuestra excursión ya que era el administrador de la hacienda que visitaríamos.
Después de esa corta escala, con la boca reseca por el polvo, pero con gran emoción, recorríamos el tramo rústico que nos alejaría del mundo cotidiano para internarnos a otro por demás fantástico y enigmático. Siguiendo una terracería interminable, encontrábamos algunos caseríos y ranchos bardados con rocas y altos órganos de espinas donde era extraño ver persona alguna, aunque sabiendo que no eran pueblos fantasmas. Solo hasta después de varias horas de viaje, cubiertos de sudor y polvo, llegábamos por fin a la arenosa calzada recta donde, al fondo, se erguía imponente la hacienda.
Con un vuelco en el estómago ingresábamos azorados a su inmenso casco, usualmente tan desierto y silencioso como un convento Jesuita alzándose magnífico al centro de un valle árido al pie de la sierra. Largos corredores de mosaico rojo debajo de amplias arcadas de cantera rosa rodeaban el patio empedrado donde al fondo, aunque abandonada y derruida, seguía en pie la pequeña capilla. Al frente, un gran portón de madera conducía al oscuro y fresco vestíbulo junto al cuarto del guardia, en línea con la fachada frontal, sitio de las amplias y lóbregas habitaciones de los patrones, vedadas para todos.
Artísticas y elegantes puertas francesas conducían al antiguo recinto lleno de mobiliario patinado con profundo olor a encierro, debido a las pesadas cortinas de terciopelo que ayudaban a un aislamiento severo con ventanas siempre tapiadas. Las altísimas y gruesas paredes blancas de adobe tapizadas de oscuros e indescifrables cuadros de arte religioso sostenían la techumbre de vigas de madera que en el día de por sí eran oscuras, pero a las que, en la noche, la tenue luz de velas y quinqués les confería un aspecto francamente dantesco. Se andaba de noche con temor por los largos pasillos donde la única iluminación era el resplandor de las estrellas o alguna vela parpadeante que se apagaba en el peor momento.
Por supuesto que solo durante el día éramos osados y valientes exploradores de a caballo, sin límites para hacer travesuras a lo largo y ancho del caserío, desde la plaza principal hasta abajo en el «plan» trazado con sembradíos y potreros. Galopando por los cerros o nadando en el río teníamos muchas opciones para pasar vacaciones felices al aire libre. Sin embargo, el interior de la hacienda no paraba de dar sorpresas; el sinfín de habitaciones y bodegas siempre guardaba algo nuevo y recorrerlas era fascinante por los vestigios que guardaban, como algún fonógrafo de 78 rpm por aquí, o un par de auténticas espuelas de plata por allá, aunque algunos cuartos estaban siempre bajo llave ocultando a la vista tesoros que solo podíamos imaginar.
De noche era otra historia; nadie se aventuraba a visitar los rincones oscuros de ese inmenso y tenebroso recinto y, mucho menos, salir al caserío. Había algo cautivador y horrífico en todo ello y hasta los más valientes quedaban mudos y en ascuas cuando se sospechaba lo sobrenatural, lo cual era más seguido de lo deseable. Nos manteníamos juntos en cualquiera de las tres cocinas iluminadas por lámparas de queroseno y, hasta para ir al baño, buscábamos compañía, siempre alertas, con el temor de encontrar a un nagual, a la Llorona, o a algún demonio acechando desde las sombras.
Adyacentes al patio principal, los corrales eran colosales trojes de paredes y pisos de roca burdamente cincelada, tal vez más extensos que el área habitable e infinitamente más lúgubres y perturbadores. Más allá de la pared del fondo, corría un río de grandes losas donde descendía la nutrida cascada que era la frontera de la vasta huerta. Durante el día, los corrales veían gran bullicio de rancheros y ganado con la algarabía típica de esas labores, pero en la noche los animales dormían en silencio absoluto y el lugar quedaba tan solo y oscuro que parecía vacío, haciendo posible discernir hasta el más apagado ruido. Nadie osaba merodear por ahí a esas horas pues la oscuridad caía tan majestuosa e imperiosa que solo podía compararse a un rígido manto negro que dictaba una realidad diferente.
Ello lo pudimos comprobar una noche al terminar la cena en la cocina del fondo en que nos atendía Angelita. Nate, mi hermano mayor, y yo fuimos comisionados para cerrar el zaguán al extremo opuesto de los patios. Acaso para poner freno a nuestra energía o, tal vez, como castigo por darle tanto trabajo, Angelita decidió ponernos a prueba. ¡Era como pedir que fuéramos al panteón a desenterrar un muerto! Así que iniciamos nuestra expedición intentando creer que una emocionante aventura nos aguardaba como colofón a un día lleno de acción. ¡Nunca imaginamos hasta qué punto!
Enlazados por los brazos y con el corazón latiendo fuera del cuerpo, debimos recorrer los pasillos de aspecto monacal en penumbras, presas del temor. Aseguramos el portón y, en vez de volver a la cocina como se esperaba, ebrios de adrenalina nos desviamos hacia los corrales, tal vez solo por llevar la contra, sabiendo que era zona prohibida y sin imaginar la sorpresa que nos esperaba ya casi a la media noche. Fuimos a la puerta del «asoleadero», un inmenso espacio descubierto, antesala de los corrales, donde montículos de granos y chiles eran puestos a secar. Nate, el más arrojado e irreverente, se encargó de abrir la pesada puerta y, enseguida, el tiempo se detuvo: ¡un ente hecho de fuego estaba inmóvil al otro lado del muro, solo a un metro de nosotros! Era muy alto, tal vez medía dos metros y medio por uno y medio de ancho, y su cuerpo ígneo sonaba como los altos hornos o el fuego que recibe ráfagas de viento, pero ninguna soplaba por el momento.
Petrificados, con la boca abierta y los ojos desorbitados, permanecimos incrédulos de lo que teníamos enfrente. Ese momento pareció una eternidad, aunque no duró más de cinco segundos. El ente no se movió ni se nos echó encima; solo permaneció ahí de pie. Lo vi como una mole informe con las dimensiones de un ropero hecho de lumbre fría.
Nos miraba con ojos grandes que no parpadeaban, como sorprendido y curioso, podría decirse que hasta divertido por la inocencia y la estupidez de esos niños cuyo ciego arrojo e indisciplina los habían puesto en tal predicamento. Pareció luego que estaba molesto al haber sido sorprendido por unos «chamacos» curiosos, pero reaccionó pronto y reasumió su papel grave de «monstruo» para enseguida exclamar con voz masculina, estentórea y cavernosa: «¿Qué andan haciendo aquí?», lo cual rompió el hipnótico trance y nos devolvió la respiración.
No le respondimos ni esperamos a que hiciera otra pregunta. Salimos volando despavoridos, tropezando en los escalones de los desniveles para caer al piso de mosaico y levantarnos en un segundo a seguir corriendo sin importar el dolor. Sin poder hablar o gritar, solo proseguir la desenfrenada carrera, tratando de alcanzar la cocina iluminada como si fuera el puerto que nos salvaría de una tempestad diabólica. Del color del papel, llegamos, sin volver la vista atrás, en el paroxismo del terror y sin aliento. Angelita, al vernos comprendió todo y, sin darnos tiempo de explicar, nos ordenó mantener silencio y se apuró a acostarnos sin pronunciar palabra.
Y así pasaron los siguientes 60 años: ni una palabra mencionamos y aún desconozco el motivo. Todo fue tan increíble y absurdo que, probablemente, temíamos parecer locos o anormales si abordábamos el tema. Hasta que un día pregunté a mi hermano mayor si había en realidad acontecido lo que presenciamos esa noche o si había sido un sueño. Al describir todo como aquí lo hago, solo me miró por unos momentos, como indeciso, antes de declarar: «Exactamente como lo describes, así sucedió».