En algunas reuniones a veces se cuela en la conversación el rumor sobre veteranos de guerra, escondidos en Mérida, que fueron combatientes alemanes y sobre alguno que otro venezolano que participó en conflictos del pasado, pero cercano siglo XX. El único compatriota que luchó durante toda la Segunda Guerra Mundial comandando a los temidos vehículos de combate blindados (Panzer o Panzerkampfwagen) del ejército alemán (Wehrmacht) fue Dieter Pfeifer (1923-2010).
El señor Pfeifer, nació en Ciudad Bolívar, hijo de alemanes inmigrantes luego de la debacle de la Gran Guerra y de su crisis económica. A orillas del Orinoco, era más tremendo que los nacionales, tanto que su padre harto de las imprudencias del muchacho lo envió a un internado en su país de origen. A los 16 años ingresa como voluntario a la Wehrmacht y comienza como conductor de tanques. La guerra estalla en 1939 con la invasión a Polonia; allí manejo su Panzer II, de tres tripulantes, hasta Varsovia. Siempre decía que era el primero en la columna invasora, eso le costó su primera herida de guerra; una bala logró penetrar el delgado blindaje de esos primeros tanques y le rozó la pantorrilla, dejando una cicatriz que le quedó de por vida. Estos hechos hicieron que lo ascendieran a comandante de tanques; su uniforme era todo negro con las calaveras y otros símbolos en su quepí.
En la primavera de 1940 lo enviaron a Francia, siempre asignado a la 11ava División Fantasma, donde hundió con su Panzer III uno de los botes ingleses en Dunkerque. Tras su retorno a Alemania, partiría a luchar en África del Norte, pero los médicos indicaron que no era apto para el trópico. Él les replicaba: «Yo nací en Venezuela». Al contrario, al verano siguiente lo enviaron, precedido de un largo entrenamiento, a la Operación Barbarosa en la Unión Soviética. Casi 4 mil tanques penetraron fácilmente las largas llanuras rusas llenas de girasoles. El invierno los detuvo a las puertas de Moscú. Al saltar de su tanque, Dieter se hundió en el metro y medio de nieve, esto le granjeó las risas de sus compañeros y se ganó el apodo de Stepke (pequeño).
Hasta los puentes hacia Moscú fue lo máximo que alcanzó la invasión de Hitler, la retirada continuó durante los siguientes cuatro años. Grandes masas de rusos los atacaban; en similar medida aparecieron los famosos tanques soviéticos T-34 que, a pesar de su fragilidad ante los Panzer, si lograban acercarse a menos de 500 metros podían destruir hasta el modelo IV de los germánicos. El 28 de diciembre, la división de Dieter destruyó por completo el 24avo cuerpo de tanques soviético.
No solo hacía frío, hasta la comida escaseaba. En una villa robamos unas gallinas y las colocamos amarradas en la parte exterior atrás del tanque. Al retirarnos y entrar al Panzer para calentarnos alguien nos lanzó una granada, la misma no afectó en nada a nuestro blindado, al rato sintiéndonos más seguros y con hambre fuimos por las aves […] no quedaban sino plumas chamuscadas, allí cayó la granada. Pasamos más hambre, pero nos reímos.
Entrada la primavera de 1942, la nieve se volvió barro y solo hasta el verano el pantano comenzó a secarse. También llegaron algunos suministros y nuevos tanques del modelo IV que, a pesar de ser más lentos, usaban un cañón de 75 mm.
Ya había destruido unos cuantos T-34, cuando una tarde me emboscaron cinco de esos blindados soviéticos. Cerré la escotilla y le indiqué al conductor que diera marcha atrás a unos matorrales; el hombre estaba muy nervioso y me incliné de mi posición superior para darle un cigarro a manera de relajarlo. Inmediatamente, sentí la explosión sobre mi espalda, me quedé sordo y aturdido. Luego sentí ese calor intenso que ardía en mi espalda con más de diez humeantes pedazos de metal incrustados en mi piel. No recuerdo cómo me sacaron, pero el artillero estaba partido a la mitad.
El 20 de abril estaba en un hospital lejos del frente, acostado boca abajo al lado de otro comandante de tanques a quien le había pasado lo mismo que a mí. Esa noche era la celebración del cumpleaños del Führer. Los doctores y enfermeras salieron a celebrar dejando para nosotros una botella de champaña, pero, en su premura, todas las luces de la sala quedaron encendidas. Mi compañero tenía una pistola Parabellum (Luger) y luego de tomarnos la botella disparó contra las luces para lograr un merecido sueño.
Al sanar sus heridas le fue otorgada la Cruz de Hierro y la Medalla del Frente Oriental. En alusión a los fríos inviernos rusos, a esta última condecoración la llamaban «orden de la carne congelada».
Estas y muchas otras anécdotas me narró en los escasos tres años que lo conocí en su casa y bien cuidado vivero de Valencia. Únicamente hablaba sin que uno tomara notas o usara grabadora. Su gran recuerdo de los combates fue junto al mayor Karl von Sievers, pues durante el escape de la emboscada Kamenets-Podolsky estuvieron completamente rodeados. La estrategia del mayor, de marzo y abril de 1943, logró reconectarlos con el frente alemán sin bajas notables y salvar a gran parte de la unidad. En la noche del 9 de abril, luego de alcanzar a las fuerzas amigas, ocurrió entre la somnolencia un ataque de aviones rusos Il-2. Estos bombarderos mataron a von Sievers y esta escena la debió observar con horror Dieter. Este pequeño venezolano participó también en la batalla más grande de tanques, la famosa Kursk, en la localidad ucraniana de Tomarovka, en julio de 1943.
Regresó como pudo hasta la derrotada Alemania en la primavera de 1945 y un asistente de Patton, a quien se rindieron, logró orientarlo para que regresara a Venezuela, ya que no era un criminal de guerra sino otro valiente soldado. En su país natal se casó con otra venezolana alemana que conoció al final del conflicto y tuvieron cuatro hijos. Siempre decía no creer que el hombre aprendiera la lección sobre la guerra aunque esta fuese la peor manera de resolver diferencias.