En la misma hacienda donde vi al «hombre de fuego» a los seis años, tiempo más tarde, permanecí durante una temporada. Ahora de trece, acordé una travesura con mis amigos nativos de la infancia: embriagarnos por primera vez en el baile que venía el 2 de agosto. Conseguimos alcohol de 96 grados con gaseosa y bebimos desde el inicio de la concurrida celebración, a la cual, luciendo sus mejores galas, llegaron los rancheros desde zonas tan lejanas como la Sierra Gorda.
Grupos musicales de norteñas y tambora tocaban sus éxitos; los asistentes bailaban con gran ánimo. No era de extrañarse pues había comida por todos lados y suficiente mezcal, que bebían también personas ancianas con ropajes del siglo XIX, charlando con excitación y abandono. En contraste y como a través de un velo me llegaba la imagen borrosa de toda esa multitud ruidosa, mientras tropezaba torpemente por la pista de baile, debido a la embriaguez, ante la risa de los invitados. Estábamos en la parte posterior externa de la hacienda donde corre el río y cerca del cual, de acuerdo con leyendas locales, habita La Llorona. Pero nadie se preocupaba por ello ahora, por lo menos no de forma aparente.
Transcurrieron varias horas, aunque por razones obvias no recuerdo lo sucedido durante ese lapso. Me perdí en la borrachera y caí dormido, no supe cuándo, cómo ni dónde. Hasta que desperté, cerca del amanecer, vi que estaba en un charco de vómito en la nopalera donde no quedaba rastro de fiesta alguna, ni siquiera el menor indicio de que había tenido lugar cualquier tipo de evento. Todos se habían retirado y me extrañó que no me avisaran, que nadie se preocupara por mí, que nadie me hubiese despertado.
Era terreno agreste, silencioso como una tumba, no había nadie a la vista, lo que acentuaba el misterio. Azorado e incrédulo tomé conciencia de estar solo en ese campo cerca del río y, aún mareado, trastabillé por la vereda para tomar la oscura calle colina arriba a lo largo de los prolongados muros de la hacienda, a la que debía rodear con la sola idea de llegar a dormir.
Más confundido que temeroso, trataba de entender el significado de un final de fiesta tan abrupto y misterioso. Parecía que no hubiera habido una fiesta en absoluto. Parecía como si fuerzas o designios incomprensibles hubieran acordado deliberadamente montar un complejo tinglado únicamente para mí y, después, me hubiesen situado en ese lugar, día y hora quién sabe con qué propósito. Seguí mi tambaleante marcha, cada vez más convencido de que detrás de todo ello había algo que pugnaba por mostrarse.
Aliviado, llegué a la desierta plaza frente a la iglesia en mi paso hacia la hacienda. No había ni un ser viviente y el total silencio me puso en guardia pues no me sentía solo: no había chirriar de grillos, ni ladridos caninos, ni algún sonido de cualquier tipo que diera normalidad a ese momento. Todo parecía expectante, como si una multitud muda poblara las sombras y aguardara mi arribo para atestiguar un acto extraordinario. Sentí que el tiempo se detenía y vacilante, sin otra opción, seguí adelante intuyendo una revelación.
En espera de cualquier sorpresa ante aquel irreal silencio, me moví cauteloso a través de las sombras frente a la pétrea iglesia, también en penumbra, hasta que algo fuera de lo cotidiano me obligó a mirar. Contrastando con la total oscuridad del entorno, un resplandor que se colaba por del dintel del templo me obligó a subir sin volición su escalinata de piedra hasta la entrada frontal. Todavía mareado, pero expectante y con la boca reseca, pude atisbar por las rendijas del maderamen del viejo pórtico, aunque me tomó más de un momento creer lo que veía.
Alumbrada por las velas e hincada al pie del altar, una anciana de cabello blanco —muy delgada y pálida—, vestida con fina ropa negra y con aire aristocrático rezaba fervientemente, con la vista fija en el sagrario, mientras la villa dormía. Una visión totalmente incongruente en ese caserío donde solo habitan personas que visten de forma sencilla para el trabajo y donde nadie reza a esa hora en un templo que está cerrado.
Permanecí unos momentos en completo azoro tratando de dilucidar la escena. Busqué a su alrededor creyendo que era un rito importado con visitantes foráneos, pero no vi a nadie más que a esa pía señora y su rezo angustiado, encerrada bajo llave en una iglesia desierta. Al no haber luz eléctrica en el rancho, las velas que iluminaban la escena solo hacían más irreal lo que a la vista tenía.
Me retiré, más confundido que asustado, tratando de encontrar sentido a todo ello hasta que un escalofrío en la nuca trajo a mi memoria la imagen de esa señora vista en antiguas fotografías familiares, siempre vestida de negro al estilo victoriano. Por increíble que pareciera era mi abuela paterna, ¡muerta hacía 25 años! La adusta madre de mi padre, que había enviudado luego de que su esposo fuera asesinado en un potrero cercano.
Estuve convencido de que tal vez había esperado un momento único para mostrarse a uno de los nietos que no conoció en vida y de que sabía que yo estaba de visita en el rancho, acaso con alguna probabilidad mínima de llegar a asomarme al templo y así poner un alto a su cansado ritual. En cualquier caso, sabiendo que jamás alguien la vería a esa hora, esperó 25 años a un testigo improbable que regresara de una fortuita borrachera para presenciar su furtivo rezo y luego regresar, liberada, a descansar en su nicho junto al altar —que era el que visitábamos dentro de esa misma iglesia— para no volver a levantarse.