He pasado tiempo, años, preguntándome ¿qué es la consciencia? En el sentido de estar consciente de uno mismo, al estarlo me convencía cada vez más de la dificultad de definir este estado mental donde somos el objeto de nuestra propia reflexión. Me provocaba un poco de dolor constatar que estaba sintiendo dolor. Pensaba en los sentimientos que me golpeaban desde dentro, gritando aquí estoy; al sentirlos me preguntaba por qué sentía lo que sentía. Recordaba todas esas innumerables situaciones en que mis planes personales habían fracasado y, sintiéndome culpable de ello, me preguntaba ¿qué había hecho mal o qué me había faltado para poder realizarlos? Me imaginaba situaciones, donde caminando por una calle llena de gente veía un perro grande y peloso para después descubrir que no era un perro y que había errado la interpretación de lo que estaba percibiendo. Pero, es verdad, mucho de lo que hacemos es automático, lo hacemos y basta.
El cerebro humano es complejo; en un momento dado surgen conflictos internos que tienen que ser interpretados y en esas situaciones somos «conscientes» de nosotros mismos. En cierta medida, las situaciones están influenciadas por la inferencia de otro. Algunos afirman que no existe la consciencia, que es un epifenómeno de la complejidad del cerebro. Esto es así porque no han podido identificar el estrato físico neuronal donde reside la consciencia. Al parecer, podría estar distribuida por todo el cerebro como una meta-función invisible, pero presente, que integra funciones localizadas en una red dentro de la misma red neuronal. Lo que me llama la atención es el hecho de que, una red neuronal mediada por impulsos electroquímicos tenga la capacidad de alterarse a sí misma, rompiendo viejos esquemas e imponiendo nuevos; es decir, de volverse en contra de sí misma, de superarse, como cuando uno deja de comer azúcar a pesar de la dependencia, hace dieta o estudia, o se impone nuevos proyectos.
Los seres humanos usamos el lenguaje para comunicarnos y para analizarnos; al hacerlo, constatamos errores de todo tipo, los cuales tenemos que explicar y, en cierta medida, justificar. Vivimos dilemas morales, tragedias personales, que tienen que ser encuadradas en nuestra narrativa existencial, la cual, a menudo, cambiamos por exigencia externa o por comodidad personal. Estamos determinados por nuestras acciones y ante el error cometido somos una causa probable. En este sentido, somos sujeto culpable de nuestros propios actos y errores. El uso mismo del lenguaje implica la existencia de un sujeto que, en este caso, se transforma en objeto de sí mismo, como el perro que se ladra al verse en el espejo para después descubrir que esa imagen de perro reflejada es él mismo y se siente herido por su autoagresión y se aleja con la cola entre las patas.
En este último decenio, se han desarrollado programas que juegan ajedrez y que son capaces de vencer a los mejores jugadores humanos. Sus algoritmos analizan miles, millones de posibles opciones y recorren en segundos una memoria de incontables partidas archivadas para ofrecer la siguiente jugada, controlando cientos de criterios que determinan, en esa situación, la jugada perfecta. Estos sofisticadísimos programas no se arrepienten ni piensan como pensamos nosotros. No se preguntan qué hubiera sucedido si la jugada elegida en ese momento hubiese sido otra. No, estos programas determinan jugadas óptimas según los datos almacenados y las condiciones preestablecidas. Pueden tardar en el tratamiento de los datos, pero no se arrepentirán de una jugada como hacemos nosotros: evocando en ese momento cientos de otras situaciones, donde hemos afrontando, sintiendo en carne propia, errores pasados. Agrego que el ajedrez concierne a un mundo relativamente artificial y limitado, con infinitas combinaciones de juego, pero siempre restringido con pocos criterios. No es lo que podríamos llamar situaciones abiertas, donde cada opción es un juego diferente.
Para ilustrar una actividad, entre muchas, que seguramente envuelve reflexión y consciencia en el uso de las palabras, pensemos acerca de la poesía. Por el momento no he sabido de un programa computarizado que escriba poesía con sentido. Aunque un programa puede manipular mecánicamente el lenguaje, no tiene la capacidad de evocar sentimientos y reflexionar sobre ellos; la razón es que únicamente el ser humano, logrando hacer un uso del lenguaje e imágenes, puede impactar a otro ser humano que, al leer sus palabras, se identifica con ellas. La poesía no es solamente rima, ni métrica, sino la transmisión de sentido sentiente que resuena a través de las palabras. El sujeto tiene que acomunarse, consciente y emocionalmente, con otros sujetos antes de emitir una palabra y representar en ella las qualia o cualidades subjetivas que conforman el contenido emocional del cual somos conscientes. La consciencia es una propiedad emergente en seres sintientes y sofisticados que poseen identidad, lenguaje, memoria, sentimientos comunicables y que, además, en su vivir cotidiano afrontan incontables dilemas.