He visto a aquel que me ve.
Génesis, 16.13
Nadie vuela más lejos que las libélulas
Aquella mañana, la Bahía de Acapulco amaneció feliz. El cielo tan azul y sin nubes dejaba que los rayos del sol se reflejaran en el agua del mar en calma. La brisa era tan ligera que los veleros tuvieron que arriar sus velas. Yo me entretenía viendo el ir y venir del agua. Como me sucede a menudo al despertar, me quedé mirando profundo el panorama desde de mi habitación. Recorrí con los ojos las playas desde Caleta hasta Icacos; me distraje observando el Barco Escuela Cuauhtémoc de la Armada de México. Escuché un rumor, era una armonía como la de un eterófono, un sonido que podría parecer algo entre una voz humana y un violonchelo, que iba aumentando en volumen e intensidad.
Llegaron todas juntas, agitaban las alas en forma rápida y poderosa, giraban sobre su propio eje y dibujaban trayectorias onduladas. Eran cientos de libélulas que nublaron el cielo acapulqueño. Irrumpieron frente a mi ventana, haciendo gala de la gran capacidad para sus hazañas acrobáticas: iban de adelante y hacia atrás, lo mismo que arriba y abajo; se detenían abruptamente y aceleraban, demostrando que eran capaces de montar un espectáculo que, a la vez, era ordenado y descoordinado. Jugaban, se perseguían, se alcanzaban y se alejaban.
Me alegraba ver cómo se pegaban al vidrio, como si pasaran a saludar y, luego, volvían a su vuelo acelerado. Disfruté al ver sus alas nervadas que me recordaban un encaje de mil colores, redondeadas en los extremos y finas en la parte anterior. Poderosas, como hechas para ser helicópteros naturales. Fosforescentes. Luminosas. Con esos ojazos que les ocupan toda la cara abarcaban las vistas de la Bahía de Santa Lucía, desde la Cruz de Trouyet hasta La Roqueta. Me miraban desde esos globos oculares tan redondos; se me figuraba que sonreían.
Las contemplaba hipnotizada cuando escuché los alaridos de Herminia. Andaba corriendo por todo el jardín con la escoba en alto, agitando sus brazos pequeños y dando palos de ciego para espantar a nuestras visitantes. Nunca la vi moverse tan rápido, ese día el sobrepeso no le restó movilidad.
—¿Qué hace, Herminia?
—Señora, es la plaga: son los caballitos del diablo—, dijo y se santiguó. Sudaba. Respiraba cortito y rápido. Parecía que se le iba a salir el corazón por la boca.
—Ya nos cayó el mal agüero. —Las libélulas la esquivaban. Volaban en círculos sobre su cabeza.
—No, Herminia, no les haga daño. Déjelas en paz.
Sentí como algunas se pararon sobre mis hombros y en el dorso de mi mano izquierda. Movían las alas de arriba a abajo como si estuvieran acompañando la respiración.
—Quítese eso del cuerpo. Ay, señora uste’ no entiende—, me dijo con la voz entrecortada y con lágrimas que le cruzaban la piel morena del rostro.
—Uste’ no entiende las señales.
Se metió a la cocina, fue por sus cosas, jaló su bolso y salió de la casa. Nunca la volví a ver.
Las libélulas se quedaron unos instantes conmigo y después siguieron su vuelo. Dicen que nadie vuela más lejos que ellas.
Equilibrio
A mí, la nana Quilli me contó otra historia. Me enseñó a clasificar a la gente en dos grandes grupos: a los que les gusta espantar y los que se dejan asustar. Se moría de risa y me decía que todo era saber de qué lado de la raya te querías parar; unos andaban viendo al diablo en todos lados y otros preferían mirar a Dios. Cada cual se encuentra lo que anda buscando. Me lo dijo cuando le enseñé un caballito del diablo en el jardín y casi se me escapa el alma del cuerpo.
—Ay, niña, si el diablo quisiera montadura, habría escogido algo diferente, ¿no crees?
Me enseñó que a las libélulas hay que quererlas y respetarlas.
—No seas tonta, no les tengas miedo y ya deja de decirles que son caballitos del diablo, esas son babosadas.
Sus palabras eran dulces y llenas de esa sabiduría que te da la vida. Nació allá adentro de las montañas azules de la sierra de Guerrero, en donde el conocimiento tiene otras formas. Sentía que, con su edad, sabía lo suficiente para entender lo que era y lo que no era. Nunca supe cuántos años tenía y era muy difícil calculárselos.
—La vejez me ha exprimido poco a poco—, explicaba. Yo creo que la que exprimimos nosotros de tanto juego, tantos cuidados y tanto cariño que nos dio. Vino de un pueblo que brotó a la vera del río Papagayo, o eso nos contó.
Su recuerdo me llega como una imagen en alta definición. Se peinaba partiendo el pelo en dos partes; se tejía las trenzas blancas y las unía en las puntas con un listón blanco. Ya no me acuerdo de sus dientes; mamá decía que tenía una dentadura fuerte y derechita, yo la recuerdo con un sólo colmillo que le salía de la encía de abajo. Extendía el dedo, miraba al cielo sentada desde esa silla con respaldo de palo y asiento de palma, y nos contaba tantas cosas. Su voz parecía una guitarra vieja, leve como si el sonido necesitará ser amplificado para hacerse oír. Sin embargo, sus palabras eran robustas.
En mi pueblo, sabían que las libélulas son como madres bienhechoras. Decían que, en el principio de los tiempos, cuando Dios creó los cielos y la tierra, separó la luz de las tinieblas y las aguas de arriba y las de abajo; pasó el dedo por la parte seca y así formó las lomas y los picos y dejó que el agua entrara a humedecer los terrenos y a dar vida. Los primeros pobladores fueron los insectos que tuvieron la instrucción divina de multiplicarse. Volaron a su aire por todos lados para quedarse donde más les gustara. Un abejorro se llevó a una libélula a cruzar el río Papagayo; querían llegar al otro lado, donde crecían las ceibas y los tabachines para hacer su casa, pero ahí el río es muy ancho y, por más que avanzaban, no lograban llegar a su destino. El abejorro agotado dejó a la libélula en una flor flotante, pero le sembró una semilla antes de morir. La semilla se convirtió en el primer hombre de la tierra.
—¿Cuál caballito del diablo, niña? El diablo hace cosas feas, los humanos somos bellos, mírame y verás. —Se reía.
—Quítate eso de la cabeza, ¿entiendes? ¿Cuál diablo? —A la nana Quilli no se le discutían las ideas.
—Ninguno, nana: son libélulas.
Nunca supe con precisión cuántos años llevaba trabajando con nosotros, pero no era lo único que ignoraba sobre ella. No sabía cómo había llegado a la casa, ni cuál era su nombre completo; si le preguntaba, me contestaba que ya se le había olvidado, pero yo creo que no me lo quería decir porque bien que se acordaba de todo lo de su pueblo: las recetas con las que nos alimentó, los remedios con los que nos curó, las leyendas que nos platicó.
Las libélulas le ayudaron a Dios a guardar en trece troncos huecos los trozos rotos de la Luna, la vez que fue descuartizada por un rayo. Cuando los troncos fueron abiertos por un perro, surgieron sobre el mundo todas las enfermedades del cuerpo y el alma que le causan tormentas a la gente, por eso las libélulas salieron a derramar dones curativos. Allá en la montaña, las pasan tres veces por la boca de los niños cuando babean para que no vuelvan a sacar tanta saliva. Las libélulas nos devuelven el equilibrio.
Unos y otros
Creo que la nana Quilli tenía razón, la gente se divide en dos grandes grupos: a los que les gusta espantar y los que se dejan asustar. Un día, la maestra Esperanza nos advirtió que no fuéramos a decir mentiras porque las libélulas les cosían la boca y les arrancaban la lengua a los mentirosos. Hay gente que dice que, si alguna se te paran en la cabeza, te comen la mollera y te vuelves loco. Dicen que Herminia no para de correr en círculos desde que se fue de mi casa.
No sé, para mí, un animal que tiene esa capacidad de observación no me puede dar miedo. Me parece que mira profundo y que entiende bien los aspectos de la vida. Me caen bien por esa capacidad para moverse en todas las direcciones, como un colibrí que puede volar en línea recta hacia arriba, abajo y a los lados, como un bailarín de ballet veterano. La nana Quilli decía que eran enviadas para darnos confianza, para advertirnos que algo nuevo iba a llegar.
—¿Lo nuevo es bueno, nana?
—Para unos sí y para otros no, depende del lado de la raya en el que quieras estar.
Aquella mañana que Acapulco amaneció feliz. Escuché un rumor, era una armonía como la de un eterófono, un sonido que podría parecer algo entre una voz humana y un violonchelo, que iba aumentando en volumen e intensidad. Entendí de qué lado quería estar.