I

Algunos edificios católicos destacan debido a las proezas arquitectónicas que representan y al arte pictórico que encierran. Resulta claro el intento por reproducir, así sea bajo burdas limitantes terrenales, un ámbito celestial acorde con descripciones bíblicas, aunque fuese solo con tabiques concreto y piedra. Sostenidas por altos muros y colosales columnas, las cúpulas pobladas de ángeles y vírgenes de piadoso rostro son creadas para ilustrar con profusión una doctrina de eminente preponderancia estética.

Esta estructura en particular consagrada a San José y perteneciente al caserío de la hacienda protagonista de mis relatos no es la excepción. Su construcción es típica de las naves en forma de cruz con altos ventanales sobre redondas cúpulas y nutrida obra pictórica a lo largo y ancho de muros y columnas de cantera y yeso. Fresca y silenciosa en su interior, parece el lugar perfecto para que anhelantes feligreses locales desfilen a intervalos durante el día buscando paz y sosiego, o tal vez el objeto de su fe allí guardado.

En esta visita encontramos que la cascada y antigua campana había sido removida para ser remplazada por una nueva fulgurante y bruñida. Ambas campanas, la anterior opaca y oscura y la nueva de impecable brillo, reposaban en el suelo de la calle al costado de la nave en espera que la nueva fuera instalada. El par era visible desde el fondo de la casa que nos hospedaba situada exactamente al costado de la iglesia. La entrada daba de frente al bello y alto campanario, por el momento mudo.

Era una tarde soleada, clara y radiante cuando mi grupo viajero decidió asistir a una fiesta dentro de la ranchería. Me negué a ir saboreando de antemano el abandono en que gozaría de «mi» música sin cortapisas al quedarme solitario a pasar la tarde. Eran alrededor de las cuatro y mi casete de Stix sonaba a todo vuelo en la grabadora. Era una pieza que había memorizado a fuerza de oírla a diario:

Harmless and innocent you devil in white

You stole my will without a fight

You filled me with confidence, but you blinded my eyes

You tricked me with visions of Paradise

Now I realize I'm snowblind…

Casi la tarareaba sin dejar de admirar el par de campanas a las que echaba furtivos vistazos desde el fondo del patio, pues quedaban en línea recta con el pasillo hasta donde yo estaba. Pude notar la extrañeza de ser el único en el poblado que podía ver las campanas ya que, aunque estaban en la calle permanecían escondidas entre dos muretes de piedra. Estaba en esas reflexiones donde todo era apacible y relajado cuando algo extraordinario e increíble ocurrió.

Creí se habría averiado el casete pues dejó de sonar a media pieza. Me apuré a revisarlo seguro que el mecanismo se había atascado, pero inexplicablemente seguía girando libre. Permanecí frente al aparato en completa confusión viendo los carretes aun girar en silencio, cuando de improviso y haciéndome brincar del susto ¡sonó la campanada más lúgubre y triste que nunca había escuchado en la grabación, a media pieza!

Estupefacto e inmóvil por la sorpresa seguí mirando incrédulo al casete girar cuando después de unos momentos ¡hubo un segundo tañido igual de lúgubre que el primero y luego otro, y otro, y otro hasta completar siete! Después la música solo continuó hasta llegar al final de la pieza. Enfebrecido ahora, regresé la cinta hasta el punto donde las campanas habían empezado y alarmado e incrédulo ¡comprobé que las siete campanadas habían quedado grabadas en la cinta a media partitura!

No lo podía creer; permanecí frente a la grabadora regresando la cinta una y otra vez solo para comprobar cada vez con mayor certeza que un acto paranormal había tenido lugar en plena tarde: siete clarísimas campanadas quedaron indeleblemente grabadas en el casete sin ninguna intervención humana y en medio de mi pieza favorita. Enseguida se desbocaron las preguntas: ¿debería «espantarme»? ¿Hay algún mensaje que deba interpretar? No lo supe en ese momento. Frustrado y muy asombrado, lamenté que mi casete hubiese quedado parcialmente borrado y solo esperé que llegaran de la fiesta mis parientes para cenar y dormir.

II

Al día siguiente lo primero que hice fue salir a inspeccionar las famosas campanas de cerca mientras mi mente iba a cien por hora en busca de alguna pista o señal que me indicara quién y por qué se habían metido con mi casete de música y si esas campanas tenían algo que ver pues era mucha la coincidencia. Después de admirar su colosal tamaño, la belleza de su estructura, lo pesado del broncíneo material e imaginar el peligro y la dificultad para subirlas a campanarios decidí ahondar mi pesquisa y entré al templo por la puerta lateral directo a la sacristía.

Con la boca abierta ante la minimalista, pero sobria belleza del lugar escudriñé los sencillos detalles de la capilla y los elementos sacros como la pila bautismal, algunos cíngulos y los solemnes hábitos sacerdotales colgados de un perchero. Cuando mis ojos se habituaron a la penumbra pude ver de reojo un objeto oscuro contrastando con las paredes blancas sobre el refulgente piso en la esquina más apartada.

Me acerqué curioso y vi con claridad que se trataba de una calavera humana, así como se oye. No encontré en ese momento razón alguna para que un cráneo humano estuviese dentro de una iglesia, como tampoco encontré otra para que no pudiese llevármela y de paso hacerle un favor al párroco a quien tal vez le urgía deshacerse de tan macabro despojo. Así que sin parar en mientes moralizadoras y de forma vandálica la guardé en mi chamarra planeando convertirla en lámpara.

Tal vez debido a la inexperiencia opté por un acto que creí aportaba un servicio al párroco al llevarme un «desecho» que por otro lado consideré me iba a servir sin pensar en las consecuencias. Por el momento era tal mi alborozo que su posesión compensaba el tedioso viaje que íbamos teniendo y la intrusiva grabación por fúnebres campanadas salidas de quién sabe dónde que habían estropeado mi casete. Sin ser deliberada, era una especie de revancha donde confrontaba y retaba literalmente al otro mundo en espera de cualquier respuesta que explicara de una vez por todas cuál era el mensaje que trataban de revelarme al arruinar mi pista musical.

Escondí esa cabeza de hueso entre mi equipaje sin que mis acompañantes notaran y un par de días más tarde estaba de regreso en la ciudad de México en mis actividades habituales. Saqué el cráneo de su envoltura y orgulloso y emocionado lo coloqué en mi mesita de noche imaginando lo bien que se vería con una vela roja pegada a la mollera; ¿o tal vez amarilla? ¿Qué tal negra? No podía creer en mi buen tino y creatividad excéntrica ansiando que llegara la noche para ver mi lámpara esplender en la penumbra de esa vieja casona de la Roma.

Por las noches apagaba la luz eléctrica para atisbar en las cuencas sombrías a la luz de la vela recargado sobre mi almohada con la esperanza de obtener algún indicio del más allá o alguna señal, la que fuera, que despejara alguna incógnita existencial o algún mensaje trascendental. Esa contemplación cotidiana de la calavera en la semioscuridad se convirtió en la búsqueda de una conexión que revelara secretos de la vida y la muerte. Pero nada, no sucedía nada. Hasta que después de varios meses empecé a notar un cambio en mi estado de ánimo; ya no era el «jolgorio» provocado por una travesura estúpida o la emoción de tener un despojo humano en mi habitación, ni la estéril y ridícula búsqueda de alguna conexión con el «más allá».

Para mi sorpresa, el escudriñar las cuencas vacías de ese cráneo transformó mi festiva estulticia en culpable compasión por la persona que había sido en vida; viendo mis cirios de colores sentí de pronto gran vergüenza y asco de mí mismo por tener para mi solaz una cabeza humana en frívolo bondage sin el respeto que todo ser humano merece vivo o muerto. Casi repentinamente y compadecido tuve la imperiosa necesidad de saber más acerca de esa persona pues ya no era diversión mirarla y tenerla como lámpara o acaso una fallida ventana a las estrellas. Ahora era una persona igual que yo con la que convivía bajo el mismo techo. Supe que debía llevarla de regreso a la capilla de donde la había sustraído a la mayor brevedad.

Así que la quité de mi buró, limpié con diligencia la cera acumulada en el parietal superior y la guardé en una maleta con la firme resolución de llevarla de regreso al caserío de la hacienda en la primera oportunidad. No sentía temor, pero creo que lo hubiera preferido a la vergüenza y el remordimiento que surge al atropellar o denigrar a un humano sin importar su estado clínico. Cuando llegaban amigos y preguntaban por «mi calavera» les decía que se le había dado cristiana sepultura, que ya se había ido, mientras bromeaban y reían. Solo yo sabía que estaba en la maleta, lista para ser sepultada por el párroco de San José.

Llegó el día de viajar al rancho y puntual llevé la cabeza conmigo. Esperé el momento preciso para a hurtadillas cruzar la calle sin ser visto y entrar a la sacristía llevando la calavera en una saca de manera casual. No había nadie y pude colocarla exactamente en el mismo punto donde la había encontrado. Sin hacer ruido, salí de la iglesia sin ser visto. Ya en la sobremesa empecé a indagar sobre la historia de ese cráneo abandonado en la sacristía del templo. Dijeron que un loco había llegado al pueblo pateándola y que el párroco la había rescatado para darle cristiana sepultura. Mientras, la había dejado en un rincón de la sacristía sobre el piso sabedor que nadie la tocaría pues los respetuosos lugareños son en extremo supersticiosos y temerosos de lo sobrenatural, la religión y especialmente, la muerte.

Ya de regreso en ciudad de México una bruja interpretó lo sucedido. Dijo que los tañidos grabados en mi casete era el llamado a misa de muertos que pedía el difunto cuya cabeza estaba en la sacristía. La «investigación» que me llevó a analizar de cerca las campanas en el piso y enseguida ingresar al templo a recoger el cráneo no fueron otra que cumplir como marioneta los designios ocultos de ese rito. No le hice una misa de réquiem, pero sí un equivalente pues tuvo compañía por ocho meses donde a diario le prendía un cirio mientras descansaba sobre un cajón de madera y la miraba esperando que hablara hasta que la piedad y la vergüenza me devolvieron el sentido común.

Nadie supo que yo hurté el cráneo y el padre sabía que nadie del pueblo lo tomaría. No fue para nada una historia de terror, sin embargo, me intriga imaginar lo que habrá pensado el cura en ese templo solitario. Probablemente, los hechos lo llevaron a hacer una profunda reflexión sobre los misterios arcanos de la vida y la muerte al ver desaparecer un cráneo para verlo reaparecer ocho meses después en el mismo lugar y en la misma posición. Solo me queda confiar que su amplia cultura teológica le impida creer que fuerzas del más allá se llevaron la calavera a dar un paseo por el mundo de los muertos antes de ser sepultada.